PRIMERA EDICIÓN: septiembre de 2017
© Silvia Cruz Lapeña
© Libros del K.O., S.L.L., 2017
ISBN :978-84-16001-76-7
CÓDIGO IBIC : DNJ
ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA : Martín Elfman
MAQUETACIÓN: Antonio Rómar
CORRECCIÓN: Ana Doménech García
Una llave y un abrigo
Las músicas de la pena, incluso cuando son alegres, expresan pena igualmente, porque son conscientes de lo lábil que es el linde entre euforia y muerte.
Vinicio Caposs ela,
Tefteri, el libro de las cuentas pendientes
—¿Sabes quién se ha muerto?
Esto escuché al salir de casa la mañana del 26 de febrero de 2014. Lo dijo, desde la acera de enfrente de donde vivo, y en la que me esperaba, mi amigo Iván Vila, con quien había quedado a desayunar.
Aquel día me levanté pensando que tendría un descanso después de varias noches en las que apenas dormí para acabar el epílogo a una biografía de Camarón de la Isla que la editorial Libros del K. O. me había encargado semanas antes. Quedé con Iván para evitar sobresaltos al recordar una errata que nunca existió o arrepentirme de haber sido demasiado osada en mis planteamientos. Hablar con alguien ayuda a n o caer en las trampas que tienden los textos recién entregados.
—¿Que si sabes quién se ha muerto? —volvió a decir cruzando la calle que nos separaba.
No es que no le oyera, es que no quise escucharle. Iván diferencia bien una noticia de un chisme, pero yo estaba ex hausta por haber velado durante tres semanas a un gitano muerto veintidós años atrás y al que no lloré en su día por mi escasa edad y otras circunstancias.
«A ver, quién», le pregunté con desidia. Y cuando pronunció su nombre no sentí nada. Al rato empezaron a llegarme mensajes que hablaban y lamentaban la muerte de Paco de Lucía. Era una malísima noticia, es decir, una noticia; y yo, que siempre me jacto de ser periodista de la coronilla al cóc cix, me pasé toda la mañana vestida de paquidermo.
Necesité la sacudida de otro colega para arrancarme esa piel. No fue ninguna de las alabanzas hechas desde la admiración que escribieron críticos y flamencólogos la que consiguió sacarme de mi luto. Fue el perfil periodístico de Miguel Mora el que me despertó de golpe:
El dúo Paco-Camarón fue una fulguración, un momento fundacional para la historia moderna del flamenco y un hito sureño para la música popular contemporánea. Era 1969, el año en que el hombre llegó a la Luna. De repente, dos jóvenes paupérrimos y semianalfabetos, hijos de la España aniquilada, resucitaron el arte que Falla y Lorca habían dado a conocer al mundo durante la Edad de Plata. Su revolución formal y técnica universalizó por segunda vez la maltratada música flamenca.
«La España aniquilada». Esas palabras funcionaron como un trompazo en los dientes y me di cuenta de que ese muerto no era uno solo, sino también parte del que yo andaba velan do a golpe de escritura desde hacía días. Y también parte de esa España, devastada ahora de nuevo, pero de otro modo. Sentí rabia. Y la sentí porque la noticia chafaba mi placidez tras entregar el epílogo. Y porque barrunté que en los días venideros me iba a tocar enmendar algo más que galeradas, algo más frágil que el papel sin duda alguna.
No soy el centro del universo, me lo enseñaron mis padres y después mi profesión. Pero esos dos difuntos eran parte de mi vida y muchas veces los he explicado a través de mis ojos y mis palabras a otros que me lo han pedido y a mí misma al escucharlos. Y ya no estaban. De pronto, recordé que la muerte de Félix Grande un mes antes me había hecho volver a las páginas de Memoria del flamenco , que llenas de subrayados, apuntes y lágrimas protejo en mis estanterías como si fueran platino. Noté que la infancia y la juventud me abandonaban. Recordé que yo empecé De cal y canto , mi blog de flamenco, porque se me murió una abuela y ese recuerdo me llevó a la idea de que Paco de Lucía moría para abrir paso. Su figura, tan imponente, dejaba poco espacio a los demás. Pensé en la muerte como relevo y quise contarlo.
Llegada a ese punto, cuando creía estar lista para narrar, murió la madre de mi padre. Con una vida en la que se amontonaban cadáveres carnales, sentimentales y simbólicos, fui por fin capaz de llorar. Lo que derramé no tiene más valor que lo que vino después: la necesidad, a esas alturas ya insoportable, de escribir. Camarón, Paco de Lucía, Félix Grande y mis abuelas me pusieron la sangre a la temperatura adecuada para iniciar el relato. Pero vivo en el mundo, lo narro cada día y esas despedidas coincidieron con esa España aniquilada. Una muerte de otro tipo.
Es por eso que la historia que iba a explicar se convirtió en viaje, uno por la tierra que me da cosas y me las quita, uno que me salió en clave flamenca porque es la música que me acompaña desde la cuna y la que me interroga. Blacking decía que una música solo puede entenderse del todo en un contexto social. Yo le he dado la vuelta a su teoría y he usado el flamenco para entender el entorno. No ha sido una excusa, ha sido una llave. Y también un abrigo.
Con el corazón ardiendo y los ojos templados inicié este viaje. He andado por España y por mi vida con el único ob jetivo de comenzar de nuevo. En estas páginas cuento lo que he visto durante ese camino. Y también algunas cosas que me ha parecido ver.
Mora, Miguel. (27 de febrero de 2014). Paco de Lucía, el genio que extendió el duen de flamenco por el mundo. El País .
Blacking, J., (2006), ¿Hay música en el hombre? Madrid, España: Alianza Editorial.
Doblan por ti
Allí estaba observando como corría el agua de la fuente y como el día corría hacia la tarde, así como la vida de la ciudad corría a la muerte que a nadie espera.
Charles Dickens, Historia de dos ciudades
Vago por el centro de la ciudad pensando que esta Barcelona en la que vivo ya no puede sorprenderme. Insisto, paseo por ella, le pregunto cosas, intento que me conteste, la miro y la vuelvo a interrogar, pues hubo años en que me lo contaba todo con solo sugerirle la pregunta. Ahora, desde hace un tiempo, cuando la inquiero sobre sus cosas, hay veces que me devuelve un silencio oxidado.
Subo y luego bajo por la calle del Bisbe donde una turista me da un empujón frontal lo suficientemente fuerte como para tener que llevarme la mano al pecho. Me en fado . Cuando aún me duelo del encontronazo, veo en el suelo unas mantas en las que contemplo la moda ambulante: castañuelas a tres euros de un material pésimo con lunares dibujados a desgana con colores inventados por un cerebro macabro. Las tocan jóvenes pakistaníes con el dedo corazón, como si fueran crótalos, no castañetas, como si el Me diterráneo se hubiera estrechado y obviado las variedades de un instrumento que inventaron los fenicios hace más de tres mil años.
Las castañuelas emiten uno de los muchos sonidos de mi vida. Mi abuela Consuelo tenía unas muy viejas, de ébano, chiquitas como su mano, que sonaban como un duende zas candileando dentro un tonel. Todo en ellas es importante, también el tamaño, pero nadie en esta calle le toma la medi da a nadie como deberían hacer, como me hicieron a mí el día que estrené las primeras y una señora gorda y hermosa cogió mis dedos, midió mi palmo y dijo: cuatro. Sentí que descubría algo de mí.
Luego aprendí a tocarlas. Me encantaba repicarlas monótonamente, buscando en el sinfín de golpes idénticos una pauta, una certeza que la adolescencia, haciendo honor a su esencia, me escatimaba. También tenían una marca que me decía cuál de las dos debía tocar con mi mano derecha, estas no, como tampoco tienen el doble hoyo interior en la madera que aligera su peso y le confiere el tronar flamenco ni los largos cordones de algodón con su nudo mágico para fijar el instrumento al pulgar, dedo cuya destreza, como la música, nos distingue de otros primates y nos hace humanos.
Vuelvo a mirar esas castañetas inventadas mientras una mujer joven de aspecto nórdico compra dos pares. Otra que habla español se lleva tres. Me atrevo a preguntarle con interés por qué lo hace. La respuesta es lo de menos. Yo le sonrío, pues es absurdo intentar entender a través de una sola boca qué le pasa a una sociedad que precisa una copia tan mala de un objeto tan humilde.
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