Belinda Starling - La encuadernadora de libros prohibidos
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- Libro:La encuadernadora de libros prohibidos
- Autor:
- Editor:Rba
- Genre:
- Año:2010
- Índice:4 / 5
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La encuadernadora de libros prohibidos: resumen, descripción y anotación
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Belinda Starling
La encuadernadora de libros prohibidos
Para Mike
« Se supone que las encuadernadoras de libros son genios por naturaleza que recuperar á n el viejo orden de las cosas. Quienes crean esto se ver á n desilusionados: somos mucho m á s. »
The British Bookmaker,
vol. 7, 1892-1893,p á g. 7
« Los libros indecentes, aunque puedan ser ú tiles para los estudiantes o apreciados por los coleccionistas, no son virginibus puerisque. Considero que deber í an ser utilizados con precauci ó n incluso por los m á s viejos; deber í an considerarse como un veneno y ser tratados en consecuencia. Deber í an, por decirlo de alguna manera, ser claramente etiquetados. »
william spencer ashbee, introducci ó n al
Index Librorum Prohibitorum, 1877
PR Ó LOGO
É ste es mi primer libro, y me siento bastante orgullosa de é l a pesar de sus evidentes defectos. El cuero rojo de Marruecos reviste de manera irregular las cubiertas, las esquinas est á n mal plegadas, y hay una mancha de hierba sobre la portada de color azul claro. En el lomo puede leerse el t í tulo banta biblla, y sobre las bandas de cuero se entrelazan letras impresas en una rama bot á nicamente imposible, donde las pi ñ as brotan entre hojas de roble, bellotas y hiedras. Lo hice cinco a ñ os atr á s, cuando tem í a las consecuencias del fracaso. Hoy he cortado y recorrido sus p á ginas, descubriendo que al menos pasan f á cilmente gracias a que los pliegos est á n bien unidos entre s í , y a que la gasa es flexible pero firme. Ahora escribo en é l, y tambi é n ser á el primer libro que haya escrito.
Mi padre sol í a decirme que, antes de nacer, san Bartolom é , el santo patrono de los encuadernadores, ofrece a nuestras almas la posibilidad de elegir entre dos libros: uno est á encuadernado en el m á s suave cuero dorado y magistralmente decorado en oro; el otro tiene una encuadernaci ó n lisa de piel de cabra sin te ñ ir, como reci é n salida de la curtidur í a. Si el alma elige el primero, al ingresar en nuestro mundo lo abrir á para descubrir que en sus p á ginas ya est á escrito un destino inevitable que deber á seguirse al pie de la letra. Al morir, el libro se habr á deteriorado tanto a causa de su constante lectura que el cuero estar á resquebrajado y el texto ser á ilegible. En el segundo libro las p á ginas comienzan en blanco, esperando ser escritas con una vida de libre albedr í o que respete la inspiraci ó n personal y la gracia divina. Y a medida que avanza el destino del alma, el libro adquiere m á s y m á s elegancia, hasta que su encuadernación supera las que se podr í an haber hecho con cuero, tela o papel en los mejores talleres de Par í s o Ginebra, y adquirir el derecho de integrar la biblioteca del conocimiento humano.
No tengo tantas pretensiones para lo escrito en estas p á ginas. Este libro podr í a m á s bien liberarse de mis manos, se ñ alarme con el dedo y burlarse de aquello a lo que intento dar sentido, y yo me ver í a obligada a guardarlo en un caj ó n, entre mi ropa interior, para intentar sofocar sus burlas. O quiz á s este libro posea un mayor sentido de la responsabilidad que del humor, y sus p á ginas revelen alguna aproximaci ó n a la verdad. Sea lo que sea, y m á s all á de su curiosa encuadernación, en é l se conserva el contenido de mi coraz ó n, como si lo hubiese abierto con un escalpelo para ser le í do por un anatomista.
Ya llueve, ya llueve,
en el bote hay mermelada,
y todas las muchachas
recogen la colada.
La primera vez que comprend í que ten í amos problemas fue cuando Peter se desmay ó detr á s de la cortina que separaba el taller de la casa, al tiempo que la se ñ ora Eeles cruzaba la puerta de la calle. Ya hab í a venido el d í a anterior, preguntando por é l.
— Estaba aqu í hace s ó lo un minuto, preparando la imprenta, o el plano — le dije.
Mir é a los dem á s buscando confirmaci ó n, y todos asintieron. El libro de contabilidad en el que hab í a estado trabajando para alg ú n pol í tico o similar segu í a sobre el banco: un manuscrito desnudo al que estaba tomando medidas para hacerle ropa nueva.
Hab í a tambi é n otros indicios, pero decid í ignorarlos hasta que fue demasiado tarde, hasta que me enfrent é a las muchas evidencias de que el negocio estaba y é ndose a la ruina, de que nos hund í amos en la pobreza y de que pronto ser í amos indigentes. Para m í era como aprender a leer: los garabatos de un libro pueden observarse durante a ñ os hasta que, de repente, un d í a los jerogl í ficos parecen reacomodarse en la p á gina, revelando por fin su significado. As í sucedi ó con el rastro dejado por Peter Damage, y una vez que la verdad se abati ó sobre m í , ya no pude ignorar sus largos dedos. La tetera vac í a sobre la repisa de la chimenea, los cuchicheos entre Sven y Jack cuando Peter abandonaba la habitaci ó n, las interminables maldiciones, incluso delante de Lucinda y de m í ... La se ñ al m á s evidente fue la que yo hab í a elegido ignorar: los ataques de Lucinda eran cada vez m á s frecuentes y virulentos.
La se ñ ora Eeles ten í a la nariz larga y recta como un matacandelas, la arrugaba ante el olor del cuero y el pegamento. Todos los que entraban aqu í hac í an lo mismo, aunque nunca comprend í por qu é . Era un olor mucho menos desagradable que el hedor de las calles de Londres pudri é ndose bajo la lluvia. La se ñ ora Eeles parec í a un pollo negro, con su capa triangular de luto que goteaba sobre las mesas. Su rostro enrojecido observaba con agitaci ó n las imprentas y armazones detr á s del velo, como si fuese a encontrar a Peter entre los recortes de cuero que tapizaban el suelo. Ella sol í a pavonearse y ofrecer sus mejillas para que la besara, lo llamaba Pete o incluso Petey, le ped í a que la llamase Gwin y re í a entre dientes arrugando su redonda barbilla sin pudor alguno.
Estaba a punto de explicar el motivo de su visita, pero como eran las doce menos cinco, un tren pas ó traqueteando frente a nuestra ventana y la se ñ ora Eeles alz ó las manos para pedir silencio:
— Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en resplandor. As í tambi é n es la resurrecci ó n de los muertos. Se siembra en corrupci ó n, resucitar á en incorrupci ó n. Se siembra en deshonra, resucitar á en gloria; se siembra...
Todos inclinamos la cabeza, y yo jugaba con el brazalete de mi madre que rodeaba mi mu ñ eca mientras esper á bamos a que el traqueteo del tren de la muerte acabase de sacudir los cimientos de la casa. Cinco a ñ os atr á s, en 1854, la Necr ó polis de Londres y la Compa ñí a Nacional de Mausoleos hab í an inaugurado el « Ferrocarril Necropolitano » junto a Ivy Street, para poder transportar los cad á veres y sus deudos cuarenta kil ó metros hasta Woking, donde hab í an construido el mayor cementerio del planeta. Yo hab í a o í do decir que la se ñ ora Eeles, tras heredar inesperadamente una peque ñ a fortuna de un t í o que viv í a en las colonias, hab í a comprado a bajo precio las casas al final de Ivy Street. Quien fuere que hubiese vendido las propiedades a la se ñ ora Eeles no hab í a comprendido sus inclinaciones: alguien m á s perspicaz le hubiera pedido m á s dinero, puesto que para ella era como tener vistas al Parlamento, o a un campo de criquet, si le gustase aquel deporte. El tren llevaba a los muertos hacia sus tumbas, pero a la se ñ ora Eeles la transportaba directamente al para í so.
— ... fue hecho el primer hombre, Ad á n, alma viviente; el postrer Ad á n, esp í ritu que da vida.
La se ñ ora Eeles ten í a cierta fijaci ó n con la muerte. No quiero decir que viviera en un constante sufrimiento m ó rbido, sino que amaba la muerte con pasi ó n: se regodeaba con el tormento. Le gustaba la muerte como a los ni ñ os los caramelos: le hac í a perder la cabeza, la llenaba de alegr í a y le provocaba malestar.
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