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Sinopsis
La tragedia de un día. El drama de dos vidas. Dos niños inocentes, sin el calor de la familia y sin la protección de las instituciones.
El 11 de diciembre de 1987, José Mari tenía trece años, y Víctor, once. Residían con su familia en la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza. Poco después de las seis de la mañana el edificio voló en pedazos. Solo una pared quedó en pie. En ella se apoyaban las camas de José Mari y Víctor, que, tras la explosión, despertaron para encontrarse sobre un abismo de escombros. Aún no sabían que su madre, su padre y su hermana de siete años acababan de morir.
Con la serenidad del buen periodismo y emoción contenida, Pepa Bueno narra la historia de los dos hermanos, hoy jóvenes retirados que todavía luchan con sus fantasmas. «Cuando los focos se apagan, a las familias de las víctimas les toca seguir tirando, repartiendo de nuevo las cartas de la vida».
«Esta es la historia de una herida incurable, la de dos hermanos que de niños sobrevivieron al atentado contra la casa cuartel de Zaragoza, en el que perdieron a sus padres y a su hermana pequeña. Un testimonio sin tapujos, de una alta carga humana, tan doloroso como conmovedor».
F ERNANDO A RAMBURU , autor de Patria
P EPA B UENO
VIDAS ARREBATADAS
Las cicatrices
No hay cicatriz, por brutal que parezca,
que no encierre belleza.
Una historia puntual se cuenta en ella,
algún dolor. Pero también su fin.
Las cicatrices, pues, son las costuras
de la memoria,
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra
de que nunca olvidemos las heridas.
P IEDAD B ONET, Explicaciones no pedidas (Visor, 2011)
Prólogo
Una de las más importantes conquistas de la lucha contra ETA fue la portada de los medios. Hubo un tiempo en que los asesinatos de la banda no se consideraban lo suficientemente relevantes como para abrir una portada o un boletín. Hay varios y prolijos motivos; el más desolador de todos, la industrialización del crimen que ETA llevó a cabo en los años de plomo. Ocurre que un medio jerarquiza las noticias y, al jerarquizar, conciencia sobre ellas. Cuando el despliegue mediático fue absoluto y los atentados ocuparon las cinco columnas de la portada, todavía había dos asuntos de los que a menudo no se informaba, quizá por pudor. Uno era el destrozo físico de las cosas, los cuerpos, el olor que dejaban las bombas, los miembros amputados, la sangre; otro, los vivos. De estos dos asuntos habla este libro. El primero para presentarse; el segundo para no tener que despedirse.
Los vivos son los grandes desatendidos de los atentados de la banda terrorista ETA. Son muchos, anónimos, y solían despacharse en rápidas líneas incómodas: «Deja mujer y dos hijos» o, como en el caso que nos ocupa —un matrimonio y su hija de siete años, muertos—: «Dejan dos hijos, deja dos hermanos». No se estilaba, por ejemplo, el «Dejan padres», a pesar de que una de las cirugías sociales de ETA era dejar a padres sin hijos, ni poner nombres y apellidos, ni darles voz. Tampoco estaban para darla. Se necesita tiempo y paciencia para el seguimiento de una noticia tan extraordinaria, esa en la que un día, cuando estás en la cama, una bomba parte tu casa por la mitad, parte tu familia por la mitad e invariablemente tu vida.
Este libro empieza describiendo lo que significó ETA en España, desde el olor hasta la náusea, y lo hace por boca de los mejores testigos: dos niños tumbados en su cama y asomados al vacío tras la bomba que destrozó la casa cuartel de Zaragoza. Ese vacío persiste treinta años después y se ha llenado de soledades, duelo, alcohol y traumas. Este libro se ocupa con extraordinaria crudeza de los vivos y de lo que queda de ellos. Este libro les da voz, los pone en marcha. La periodista Pepa Bueno enciende la luz sobre la familia Pino, lo que un día fue la familia Pino y lo que es hoy, y al hacerlo y recorrer su biografía el lector recorre dos líneas de tiempo. Una escrita: la vida que es; otra entre líneas, la vida que pudo ser y que se quedó congelada el 11 de diciembre de 1987. ETA mató a once personas en Zaragoza ese día y dejó ochenta y ocho heridos. Debajo de esos números y de otros números, de esos escombros y de otros escombros, emerge este libro en un país en el que más de la mitad de los jóvenes no saben quién es Ortega Lara ni quién fue Miguel Ángel Blanco. También es eso este libro: una herramienta de precisión contra el olvido.
M ANUEL J ABOIS
El atentado
Todo el mundo me dice que es imposible que mi madre nos dijera eso desde debajo de los escombros y que yo pudiera escucharla con el jaleo que había. Pero yo la escuché.
06.13 horas del 11 de diciembre de 1987
J OSÉ M ARI : Estaba en mi cama, soñando que jugaba al billar americano con otro que no sé quién era. Me acuerdo perfectamente de aquel sueño. Me tocaba a mí abrir las bolas y cuando le di a la blanca… ¡Bum! Sentí una enorme sacudida. Abrí los ojos y solo veía una nube de polvo, estaba oscuro, llovía en mi cara y había un olor muy intenso, muy penetrante, que entraba hasta los pulmones. Luego supe que era el olor del amonal, ese olor tan intenso a azufre y amoníaco, que se te queda pegado para toda la vida. Pero en aquel momento no tenía ni idea, todo era extraño, alucinante. No se veía nada, solo ese olor y el polvo, mucho polvo, y la lluvia empapándonos. Se escuchaba la sirena del cuartel sonando a toda leche: sonaba, sonaba, no paraba de sonar. Pero también escuchaba los chillidos de gente que lloraba, que daba alaridos o que pedía socorro.
Yo tenía trece años y tuve clarísimo que aquello era un atentado porque ya sabía que había gente que ponía bombas. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando la nube de polvo empezó a disiparse, miré al frente y lo que vi era increíble, aterrador: no había nada, nuestra casa había desaparecido, la habitación de mis padres y la de mi hermana Silvia… ¡no estaban! Vivíamos en un tercer piso, pero todo se había caído y debajo solo había escombros. Di un respingo, me pegué al cabecero y miré a mi hermano Víctor, que tenía once años y compartía habitación conmigo. Su cama se había partido en dos, pero él seguía allí, justo en el trozo que seguía en pie, a mi lado. Le dije: «¡Quieto ahí!». Estábamos cada uno en nuestra cama —la mía entera, la suya solo un trozo—, suspendidos en el vacío, en apenas un metro de suelo, mojados y llenos de cascotes. Víctor parecía no entender nada y me preguntaba: «¿Qué ha pasado, José?». El piso de arriba tampoco existía, solo el cielo y la lluvia y el olor y las sirenas y los lamentos. Nosotros también gritábamos: «¡Mamá, mamá!». Y entonces yo lo escuché, yo escuché a nuestra madre que decía: «Hijos míos, no os mováis». Me llegó de debajo de los escombros… Y nosotros, al escucharla, gritábamos más fuerte: «¡Mamá, mamá!», pero ya no respondió.