La verdadera conspiración financiera es el sonido del silencio.
Introducción
Estás en un avión. Se ha apagado la señal de los cinturones de seguridad, te acaban de dar una bebida y estás intentando decidir entre leer un libro o ver alguno de los programas de entretenimiento. El hombre que está a tu lado bebe un whisky en silencio y mientras tanto contemplas el sol y las nubes por la ventanilla. De repente ves que de uno de los motores sale una gigantesca llamarada y llamas a la azafata. «Sí —dice ella—, ha habido un problema técnico, pero todo está bajo control.»
Su aparente serenidad inspira tanta confianza que casi te la crees, pero de todas formas te levantas, alarmado. Primero la azafata tranquila y a continuación un sobrecargo entrometido se interponen en tu camino mientras intentas llegar a la parte delantera del avión: «Por favor, señor, vuelva a ocupar su asiento». Los apartas, alcanzas la puerta de la cabina, consigues abrirla y... no hay nadie dentro.
En los últimos años he hablado con unas doscientas personas que trabajan o han trabajado hasta hace poco en el distrito financiero de Londres. Sus historias son muy diferentes, pero si tuviera que resumirlas en una sola imagen, sería la de una cabina vacía.
Este proyecto se inició un hermoso y soleado día de mayo de 2011, cuando Alan Rusbridger, director del Guardian , me invitó a su encantadora y caótica oficina londinense, que está frente a la estación internacional de St. Pancras. Yo había conocido a Rusbridger durante un congreso de periodistas en mi nativa Ámsterdam, y habíamos comentado por qué la gente tiene tan poco interés en cosas que afectan directamente a sus intereses . ¿Es cuestión de indiferencia y apatía, o es que muchos temas se han vuelto demasiado complicados para los no iniciados? Para responder a esa pregunta, yo había puesto en marcha un experimento para un periódico holandés. Elegí un tema importante, complicado y aparentemente aburrido del que no sabía absolutamente nada, el transporte sostenible, y formulé una pregunta propia de un novato: «¿Es el coche eléctrico una buena idea?». Se lo pregunté a alguien que sabía del tema, y sus respuestas suscitaron otras preguntas que a su vez me condujeron a entrevistar a otros profesionales, y así sucesivamente hasta que se fue consolidando un cierto «proceso de aprendizaje» a base de historias y artículos. Los expertos no tenían problema en responder a mis preguntas y los lectores parecían apreciar la oportunidad de empezar por lo más básico.
Rusbridger me había dejado hablar con la típica educación británica. No volví a pensar en ello hasta que meses más tarde me encontré en su soleada oficina y me preguntó si quería poner en marcha un proceso de aprendizaje similar para el Guardian . Pero esta vez no se trataba de coches eléctricos. Dirigió su mirada hacia la City y dijo que estábamos literalmente a un tiro de piedra del lugar que apenas unos años atrás había sufrido la mayor crisis de pánico financiero desde los años treinta. Miles y miles de millones se habían dilapidado para rescatar a las empresas del sector y sin embargo nadie había ido a la cárcel. De hecho, pocos años después la City parecía estar comportándose como si no hubiera pasado nada. ¿Por qué no abrir un blog sobre el sector financiero?
A su espalda yo podía ver el Regent’s Canal reluciente bajo el sol de la primavera y un tren Eurostar camino de Bruselas o París. Junto con el New York Times , el Guardian es el mayor diario del mundo con una edición de calidad en Internet. Tratándose de un periódico tan prestigioso, no sería difícil conseguir la colaboración de los expertos. Mis conocimientos del mundo de las finanzas eran tan limitados como los de cualquier lector medio y este tema era un ejemplo perfecto de la enorme distancia que hay entre el interés público y el interés del público. Si le dices a alguien que su dinero no está asegurado, te prestará toda su atención; si pronuncias las palabras «reformas financieras», la gente desconecta. Acepté encantado y agradecí a Rusbridger la oportunidad que me daba. ¿Cómo diablos iba a saber que los ingleses ponen tieso el labio superior para suprimir tanto su entusiasmo como su descontento?
Y así fue como un periodista holandés con cinco años de experiencia en Oriente Medio y licenciado en Antropología fue a parar a la City para ejercer de detective accidental: Tintín entre los banqueros.
Tras el muro de silencio
Al buscar los pros y contras del coche eléctrico yo había empezado de cero, sin hacer ninguna investigación previa. El hecho de adoptar la perspectiva de un novato había obligado a los entendidos a usar un lenguaje simple, y decidí usar esa misma estrategia para abordar este proyecto. Lo que necesitaba ahora era una pregunta propia de alguien que no sabe nada del tema. Pregunté a amigos y conocidos en Ámsterdam y Londres qué les gustaría saber del mundo de las finanzas. Casi todos estaban enojados sin poder explicar exactamente por qué. Nadie parecía entender lo que en realidad había ocurrido durante el colapso del banco norteamericano Lehman Brothers en 2008 o la crisis que vino después, la mayor crisis de pánico financiero desde los años treinta. «Si puedes ayudarme a entender cómo va eso de las finanzas, te lo agradecería —me decían todos—, pero sé que a los dos días me habré olvidado de todos los tecnicismos.» «Muy bien —respondía yo—. ¿Hay alguna cuestión sobre las finanzas o los banqueros que te preocupe tanto como para recordar la respuesta?»
Fueron conversaciones difíciles porque la gente primero necesitaba sacar toda la indignación acumulada: «¿No te parece increíble —preguntaban— que hayamos tenido que rescatar a los banqueros y ninguno de ellos haya tenido que devolver los bonus que recibieron? Los recortes afectan a los más vulnerables, y mientras tanto los directivos de la banca siguen regalándose enormes bonificaciones, incluso en los bancos que sólo se mantienen en pie porque los rescatamos». Finalmente advertí que todos mis amigos estaban preguntando lo mismo: ¿cómo es posible que esta gente viva con la conciencia tranquila? Ése parecía un buen punto de partida, aunque quizá convenía formularlo de una manera más sutil.
Una vez instalado en Londres saqué mi agenda, contacté con las personas que conocía y les pedí que me presentaran a gente que trabajara en la City. Conseguir la información llevaría tiempo, por supuesto, y mientras tanto tendría la oportunidad de explorar mi nuevo hogar. Siempre había puesto Londres en la misma categoría que Berlín y París: la capital de un gran país europeo. Pero Londres es tan grande como Berlín, Madrid y París juntas.
Fui en metro hasta el centro y di un paseo. Y pude comprobar que «la City» es un término que ya no se ajusta a la realidad. En el sector financiero de Londres trabajan entre 250 000 y 300 000 personas, un montón de puestos de trabajo que empiezan a estar distribuidos por toda la capital. Al oeste, cerca de Picadilly Circus, está el discreto y adinerado barrio de Mayfair, donde uno puede ver a los más intrépidos inversores cuya profesión consiste en jugar con dinero ajeno: los que dan rienda suelta a la ludopatía con capital, inversión y fondos de cobertura, así como con capital riesgo. Luego está la histórica «City» o «Square Mile» [milla cuadrada] próxima a la estación de metro de Bank, donde un grupo de grandes bancos como Goldman Sachs están rodeados por iconos arquitectónicos como la Catedral de San Pablo, el Banco de Inglaterra y el distinguido edificio de la antigua Bolsa de Londres (convertido ahora en restaurante y centro comercial). Más hacia el este, hacia el Aeropuerto de la Ciudad de Londres, se llega a Canary Wharf, una antigua zona portuaria donde numerosos bancos e instituciones financieras tienen sus oficinas centrales. Canary Wharf tiene atractivos y relucientes rascacielos de cristal y un enorme centro comercial, todo rodeado de jardines muy cuidados, y cada rincón sometido permanentemente a la mirada de cámaras de vigilancia. El gueto es de propiedad privada con servicio de vigilancia privada, algo que los activistas que se reúnen para protestar descubren inmediatamente: a excepción de los 45 metros que rodean la estación de la Jubilee Line, hasta el último centímetro de Canary Wharf es privado.