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Betty Friedan - La mística de la feminidad

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Betty Friedan La mística de la feminidad
  • Libro:
    La mística de la feminidad
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1963
  • Índice:
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La mística de la feminidad: resumen, descripción y anotación

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Capítulo I. El problema que no tiene nombre

El problema permaneció latente durante muchos años en la mente de las mujeres norteamericanas. Era una inquietud extraña, una sensación de disgusto, una ansiedad que ya se sentía en los Estados Unidos a mediados del siglo actual. Todas las esposas luchaban contra ella. Cuando hacían las camas, iban a la compra, comían emparedados con sus hijos o los llevaban en coche al cine los días de asueto, incluso cuando descansaban por la noche al lado de sus maridos, se hacían, con temor, esta pregunta: ¿Esto es todo?

Durante más de quince años no se di lo una palabra sobre esta ansiedad entre los millones de palabras que se escribieron acerca de la mujer en artículos de periódico, libros y revistas especializados, cuyo objeto era solo buscar la perfección de la mujer como esposa y madre. Repetidamente la mujer oyó la voz de la tradición y el sofisma de Freud de que una mujer no puede desear un mejor destino que la sublimación de su propia feminidad. Los especialistas en temas femeninos le explicaron la forma de atrapar a un hombre y conservarlo, cómo amamantar y vestir a un niño, cómo luchar contra las rebeldías de los adolescentes; cómo comprar una máquina lavaplatos, amasar el pan, guisar unos caracoles y construir una piscina con sus propias manos; cómo vestirse, mirar, ser más femenina y dar más atractivo a la vida conyugal; cómo prolongar lo más posible la vida de su marido y evitar que sus hijos lleguen a ser unos delincuentes. A la mujer se le enseñó a compadecer a aquellas mujeres neuróticas, desgraciadas y carentes de feminidad que pretendían ser poetas, médicos o políticos. Aprendió que las mujeres verdaderamente femeninas no aspiran a seguir una carrera, a recibir una educación superior, a obtener los derechos políticos, la independencia y las oportunidades por las que habían luchado las antiguas sufragistas. Algunas mujeres, entre los cuarenta a los cincuenta años, aún recordaban con pena su renuncia a aquellos sueños, pero la mayoría de las jóvenes ya no pensaban en ellos. Miles de voces autorizadas aplaudían su feminidad, su compostura, su nueva madurez. Todo lo que tenían que hacer era dedicarse desde su más temprana edad a encontrar marido y a tener y criar hijos.

Hacia el final de la década 1950-1960, el promedio de la edad en que contraía matrimonio la mujer en los Estados Unidos descendió a veinte años y aún continuó bajando. Catorce millones de muchachas estaban prometidas a los diecisiete años. La proporción de mujeres que iban a la Universidad, en comparación con los hombres, descendió de un 47 por 100 en 1920 a un 35 por 100 en 1958. Un siglo antes, la mujer había luchado por obtener una educación superior; ahora las muchachas iban a la Universidad a «pescar» marido. En 1955, un 60 % salió de la Escuela Superior para casarse, o porque temían que una educación excesiva constituiría una barrera para el matrimonio. En las residencias escolares se establecieron dormitorios para matrimonios de estudiantes, pero los estudiantes eran casi siempre los maridos. Se creó un nuevo grado para las esposas (P. H. T., Putting Husband Through): ayudar al marido a estudiar.

Las chicas norteamericanas comenzaron a casarse durante el Bachillerato. Y las revistas femeninas deploraron las alarmantes estadísticas que resultaban de estos jóvenes matrimonios e influyeron para que se creasen cursos y consejeros matrimoniales en las escuelas de enseñanza media. Las chicas empezaron a tener novio formal a los doce y a los trece años. Los confeccionistas de ropa interior femenina lanzaron sostenes con falsos senos de espuma de goma para niñas de diez años. Y en un anuncio tamaño 3 × 6 cm de ropa para niña, en el New York Times del otoño de 1960, se leía: «También pueden incorporarse ellas a la caza del hombre».

Hacia 1960 la natalidad en los Estados Unidos estaba alcanzando el nivel de la India. Se pidió al movimiento de control de natalidad, rebautizado con el nombre de Paternidad Dirigida, que buscase un método que permitiese seguir teniendo hijos a las mujeres a las que antes se les había aconsejado evitar el nacimiento de un tercero o cuarto hijo porque podían nacer muertos o defectuosos. Los estadistas estaban particularmente alarmados por el fantástico aumento del número de hijos que tenían las estudiantes. Así como anteriormente solían tener dos hijos, ahora tenían cuatro, cinco o seis. Las muchachas que en otro tiempo estudiaban para seguir una carrera, iban a la Universidad para tener hijos; esto dio motivo a que la revista Life entonase en 1956 un canto de alegría por el triunfo del movimiento en favor del regreso al hogar de la mujer norteamericana.

En un hospital de Nueva York, una mujer sufrió un ataque de histerismo cuando le dijeron que no podría amamantar a su hijo. En otros hospitales hubo mujeres enfermas de cáncer que se negaron a tomar un medicamento en cuya experimentación se había comprobado que podía salvar sus vidas, pero cuyos efectos secundarios, se decía, provocaban la esterilidad. «Si solo tengo una vida, déjenme vivirla de rubia», exclamaba una hermosa e inexpresiva mujer desde un anuncio a toda plana en periódicos y revistas y en enormes carteles en los escaparates y, como consecuencia, a través de todo el territorio de los Estados Unidos, tres de cada diez mujeres se tiñeron el pelo de rubio. Las mujeres comían una especie de yeso llamado metrecal como todo alimento, para amoldar su talla a la de las jóvenes y delgadas modelos. Los fabricantes de ropa femenina informaron que la talla de la mujer norteamericana había disminuido en tres y cuatro puntos. «Las mujeres tratan de adaptarse al tamaño de los vestidos, cuando debía ser al revés», dijo un comprador de modelos femeninos.

Los decoradores de interiores diseñaban cocinas con mosaicos y pinturas murales, ya que la cocina había vuelto a ser el centro de la vida de la mujer. Coser en casa se convirtió en una industria poderosa. Muchas mujeres no salían de sus casas si no era para ir de compras, llevar a pasear a sus hijos o acompañar a sus maridos a alguna fiesta social ineludible. Las mujeres fueron educadas para ocuparse exclusivamente de su hogar. Hacia el año 1960 se observó un súbito viraje sociológico; una tercera parte de las mujeres trabajaban, pero en su mayoría no eran jóvenes y muy pocas habían seguido una carrera. Eran mujeres casadas que tenían empleos durante parte del día, como vendedoras o secretarias, para ayudar a contribuir al pago de una hipoteca. O bien se trataba de viudas que tenían que mantener una familia. Cada vez había menos mujeres que efectuasen un trabajo profesional. La escasez de enfermeras especialistas en asistencia social y profesoras ocasionó serios problemas en casi todas las ciudades de los Estados Unidos.

Preocupados por la supremacía de la Unión Soviética en la carrera del espacio, los sabios norteamericanos observaron que la mayor fuente no utilizada de potencia intelectual era femenina. Pero las jóvenes no querían estudiar Física: «no era femenino». Una muchacha rechazó una beca en el Hospital John’s Hopkins para colocarse en una agencia inmobiliaria. Lo único que deseaba, dijo, era lo mismo que cualquier otra chica norteamericana: casarse, tener cuatro hijos y vivir en una bonita casa de un barrio residencial.

Ser ama de casa en un barrio residencial era el sueño dorado de todas las jóvenes norteamericanas y la envidia, se decía, de las mujeres de todo el mundo. Las amas de casa norteamericanas, liberadas gracias a la Ciencia y a los aparatos electrodomésticos de sus duras faenas, de los peligros del parto y de las enfermedades de sus abuelas, eran sanas, hermosas y bien preparadas; se ocupaban solo de sus maridos, de sus hijos y de sus casas. Habían encontrado la verdadera ocupación femenina. Como amas de casa y madres eran respetadas en la misma forma que lo eran sus maridos en su mundo. Podían elegir libremente sus automóviles, sus trajes, sus aparatos electrodomésticos, sus supermercados; tenían todo lo que la mujer había soñado siempre.

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