Betty Herbert - Las 52 Seducciones
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Las 52 Seducciones: resumen, descripción y anotación
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Para C., con amor
Prólogo
Soy consciente de lo mojigata que estoy a punto de parecer, pero no es el caso, para nada.
No, no soy mojigata: es que llevo casada diez años. Hay una diferencia, aunque sospecho que, si trazase un diagrama según la teoría de intersección de conjuntos en el cual un círculo representase «mojigatería» y otro representase «llevar casada diez años», la intersección ocuparía un montón de espacio. Esto se lo digo yo a mi Herbert, y responde: «Una intersección en forma de vulva». Así de fatal se han puesto las cosas. Muchísimo más que freudianas.
¿Lo veis? Mirad, yo no soy mojigata. Ahí mismo, en el párrafo de arriba, he utilizado alegremente la palabra «vulva» sin que me importe un comino. Es que, a ver, yo sé hablar de sexo sin pelos en la lengua. No tenéis más que verme en el pub un sábado noche. Yo soy la de la esquina, la que no para de contar chistes guarros, la que hace que el resto del grupito se tronche de risa del apuro que les da.
Sin embargo, soy todo palabrería. Soy una experta a la hora de fingir cuando se trata de una conversación. En la vida real, entre las cuatro paredes de la alcoba, vengo a ser tan ilustrada en materia de sexo como Mary Whitehouse. Un momento, borrad eso. No tengo ningún derecho a poner en entredicho el impulso sexual de Mary. Por lo que sé, puede que fuese incluso un pelín calentorra.
La cuestión es que no soy una estrecha por naturaleza. No me eduqué en un contexto de represión sexual (más bien al contrario: la verdadera pasión de mi madre por el sexo le sacaría los colores a Samantha Jones), y en modo alguno desapruebo el sexo. Es solo que ahora me da algo de repelús que tenga yo que participar en ello.
Empezamos en magnífica forma Herbert y yo. Apenas éramos capaces de dejarnos un rato el uno al otro. Pero de eso hace ahora quince largos años, y yo solo tenía dieciocho. Hoy, a los treinta y tres años, es como si el sexo me quedase tan lejos que he de hacer un verdadero esfuerzo para recordar qué sentido tenía. Casi nunca lo hacemos y, cuando lo hacemos, suele ser por una especie de sentido de la obligación. ¿Cuánto hace? ¿Un mes? Bueno, entonces supongo que tenemos que echar un polvo, la verdad. Aguarda, voy a depilarme las piernas primero.
Parece, a veces, que se me hubiese ido todo el deseo. Ya no está ahí. Antes el deseo iba despertándoseme subrepticiamente hasta inflamar mi cuerpo y mi imaginación. Para espolearlo bastaban las cosas más intangibles: el olor de la piel caliente una tarde de estío, el cruce de una mirada. Hoy en día, incluso cuando lo busco, está extrañamente ausente. Lo recuerdo bien, y eso por sí solo debería bastar —parece— para conjurarlo a capricho. Pues no. En vez de eso, me siento como si estuviese llamando a voces a un gato perdido. Todo me dice que algo debería acudir a mí corriendo, pero me encuentro dando voces en un patio trasero vacío.
Este libro no va de la muerte del amor. Herbert y yo nos tenemos mutua adoración y somos sumamente y asquerosamente dichosos. No tenemos críos que nos agoten o que entorpezcan nuestra vida sexual. Es simplemente que los fuegos artificiales en el dormitorio cesaron hace mucho tiempo. En su lugar, se ha instalado en nosotros algo que se parece al azoramiento.
¿Seguro que una relación afectuosa debería alentar la experimentación? Por mi experiencia, no. Herbert es mi mejor amigo, mi confidente, la estructura que me sostiene. Es la persona que cuida de mí, tanto si estoy pachucha como si no. Él sabe qué me pone triste y qué me enfada. Sabe qué me hace feliz. La sensación de seguridad que ha ido creciendo entre nosotros es lo más valioso del mundo.
Pero esta seguridad es un golpe mortal para el deseo. El matrimonio moderno es simplemente demasiado fraternal, maldita sea. ¿Quién va a querer poner en precario toda esa maravillosa seguridad por pedir sexo? Entre los dos cocinamos y limpiamos, charlamos sobre nuestros sentimientos y nos esforzamos en apoyarnos el uno al otro en las duras pruebas de la vida. ¿Dónde está el sexo ahí? ¿Dónde está el misterio? ¿Dónde, el escalofrío erótico?
En el nuevo y limpio mundo del matrimonio moderno el sexo es el nefando sapo que acecha en el extremo del jardín. En secreto nos da miedo, pero somos conscientes de que tendría que parecernos fascinante. Como no lograríamos reunir el valor para matarlo realmente, nos limitamos a esperar que se muera él solito. Es un incómodo recordatorio del estado natural que creemos haber eliminado de nuestra vida.
Ni siquiera, si de repente me viese asaltada por un arrebato de pasión y me entraran ganas de violar a Herbert, sabría por dónde empezar. Simplemente, ya no dominamos el idioma del sexo, ni verbal ni físicamente. Nos hemos quedado sin imaginación sexual. Me daría un corte horrible reconocer delante de Herbert que me ha parecido sexy una peli, un cuadro o un conjunto de ropa. Me resultaría de lo más ridículo, simplemente. Soy su estable y sensata esposa. No es que él fuese a desaprobar mi opinión, es solo que le chocaría tanto que se haría un incómodo silencio entre los dos. Es como si el sexo fuese un secreto mío que me guardo para mí.
A los dieciocho años me habría fastidiado horrores admitirlo, pero lo cierto es que no tenía ninguna experiencia. De alguna manera, al permanecer con el mismo compañero desde entonces (y los dos hemos sido absolutamente fieles, no tengo la menor duda), he conservado la sexualidad de una chavala de dieciocho años. Menos salerosa de lo que suena, os lo puedo asegurar… especialmente sin los beneficios del vientre plano de una chavalina.
Si en aquel entonces me hubieseis preguntado qué me parecía el sexo con Herbert, habría respondido —bastante sinceramente— que la bomba. Pero el problema es que el sexo entre él y yo ha sido siempre igual desde entonces. Y vino la devaluación. Si no progresa, un sexo que a los dieciocho años es la bomba se traduce en un sexo tedioso a los treinta y tres. Y curiosamente él y yo nos contentamos con recordar con cariño nuestras pasadas hazañas sexuales en lugar de generar otras nuevas. ¡Cuánto envidio a las amigas que entre los veinte y los treinta años tuvieron docenas de compañeros! Tienen en su haber un abanico entero de experiencias de todos los colores, al que yo simplemente no tengo acceso.
Con todo, algo ha cambiado. De entrada, fuimos capaces de follar después de un periodo de descanso especialmente prolongado incluso para nuestros parámetros habituales. Es posible que se debiera a que, en ese momento, diera la casualidad de que nos encontrábamos en una habitación de hotel con jacuzzi propio y un surtido de lubricantes en los armaritos del baño. Es lo que pasa cuando te cambian a una habitación mejor y te dan la Suite Nupcial. Habría sido para matarnos si no hubiésemos aprovechado a fondo las instalaciones. Pero, por centrarnos en lo que importa aquí, el polvo fue una auténtica pasada. Tan bueno, de hecho, que (una vez nos hubimos serenado después de la sorpresa) volvimos a hacerlo. Tres veces en un fin de semana. Algo nada desdeñable en nuestro caso, os lo puedo asegurar.
Fue como si hubiese tenido una revelación. Pero qué tonta de remate había sido. ¡Qué maldito desperdicio! Tantas mujeres de mi edad embarcándose en aventuras sexuales pero ansiando dar con El Hombre… y yo lo había encontrado. Había encontrado al Hombre hacía años y lo había desaprovechado. Mi sexualidad es responsabilidad mía y de nadie más. ¿Con qué fin voy a sacrificarla en aras de mi sentido del ridículo, tan inglés y absolutamente mío? Quince años juntos deberían proporcionar cierto grado de maestría; en nuestro caso, nos han dejado hechos dos pasmarotes aquejados de una ignorancia cegata. Ni aun queriendo, no tendría ni idea de cómo excitar a Herbert. No tengo ni idea de cuáles son sus gustos y preferencias eróticas, por no hablar de las mías. He hecho una costumbre de responder que no incluso antes de que se haya formulado la pregunta, y ya va siendo hora de poner fin a eso.
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