Martin Meier - Óscar Romero: Mística y lucha por la justicia
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- Libro:Óscar Romero: Mística y lucha por la justicia
- Autor:
- Editor:Herder Editorial
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- Año:2015
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Óscar Romero: Mística y lucha por la justicia: resumen, descripción y anotación
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Martin Maier
Óscar Romero
Mística y lucha por la justicia
Traducción: Malena Barro
Herder
Título original: Óscar Romero
Traducción: Malena Barro
Diseño de la cubierta: Claudio Bado y Mónica Bazán
Edición digital: José Toribio Barba
© 2001, Verlag Herder Freiburg im Breisgau, Alemania
© 2005, Herder Editorial, S.L., Barcelona
1.ª edición digital, 2015
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3154-8
Depósito legal: B-14551-2015
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
Í NDICE
P RÓLOGO
El tercer milenio –a pesar de las promesas– no está produciendo una humanidad más humana. Además está proliferando el miedo. Para las minorías que viven en la abundancia, el miedo –nuevo– al terrorismo; para las mayorías que viven en la miseria, el miedo –de siempre– a la pobreza, la injusticia, la ignorancia y el desprecio. Éstas necesitan un abogado «defensor», personas, instituciones. Aquéllas necesitan profetas que muevan a conversión.
En un mundo así, es cierto que proliferan espiritualidades, que a veces son una especie de mercancía para llenar vacíos en el sujeto moderno o postmoderno. Pero nuestro mundo necesita otra cosa. Puede ser la esperanza y la sonrisa de Juan XXIII, el paso silencioso que da Maximilian Kolbe, o la mujer africana que, cuando tiene que huir, lleva sobre su cabeza lo que le queda de su casa y a dos o tres niños agarrados de sus manos. Esas cosas no son todavía «espiritualidad». Son realidades que humanizan, sin las cuales las diversas espiritualidades no lo harán, o no de manera suficiente, en nuestro mundo de hoy.
El libro de Martin Maier nos ofrece una de esas realidades que humanizan. Comparto plenamente su tesis fundamental sobre «monseñor Romero como maestro de la espiritualidad», cómo la va exponiendo el autor y cómo argumenta en su favor. La documentación es buena y está bien trabajada. El contacto personal con quienes conocieron a monseñor le otorga una dimensión de profundidad a las fuentes escritas y da calor humano a las conclusiones. Me parece que lo más importante del libro es la intuición certera que guía y posibilita al autor adentrarse en la verdad más fundamental de monseñor Romero. Sobre esto quiero extenderme un poco en este prólogo.
La clave para comprender a monseñor queda muy bien formulada cuando cita de él estas palabras: «La gloria de Dios es el pobre que vive» ( gloria Dei, pauper vivens ), y comenta: «ésta es la fórmula breve de la fe y de la espiritualidad de Romero». A algunos les llamará la atención lo novedoso del contenido, pues introduce en Dios al «pobre que vive», pero quizás sea más profundo el hecho en sí mismo: monseñor Romero tuvo la audacia de decir qué es la gloria de Dios, qué es lo último de la realidad. Cierto es que tenía apoyo literario en Ireneo ( gloria Dei, vivens homo ), pero su propia reformulación no es una mera extrapolación conceptual de Ireneo, sino convicción última personal –lo que el autor enfatiza con otras palabras, al hablar de «el grito de los pobres como llamada de Dios».
¿De dónde proviene esa convicción, la clave de ser y hacer de monseñor Romero, lo que será la clave de su «espiritualidad»? Según entiendo, el autor ve las raíces últimas de esa convicción –histórica y teologal– en un nuevo ver . Y pienso que así fue. Dedica varias páginas a discutir si esa novedad fue cambio o conversión, tarea que no me parece superflua porque ayuda a afinar y comprender mejor que en realidad hubo «un nuevo ver».
Eso nuevo es, por una parte, lo más antiguo: la realidad real del pueblo salvadoreño, es decir, su pobreza, la injusticia y el pecado que la produce. En términos de «espiritualidad», lo más importante es que esa realidad se le mostró, se le reveló. Por otra parte, eso nuevo fue también algo con lo que, probablemente, no contaba y fue revelación todavía mayor: el potencial de bondad y de verdad en el pueblo. «El pueblo es mi profeta.» «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor.» Fue la experiencia de gracia.
Este nuevo ver le llevó a varias actitudes y praxis que fueron centrales en los tres últimos años de su vida. Le llevó a lo que suelo llamar la «superación del docetismo eclesial», muy extendido en la Iglesia. Monseñor, con ojos nuevos, quería una Iglesia que fuese ante todo «real», es decir, salvadoreña, y eso no sólo a base de superficiales barnices culturales. De ahí sus escalofriantes palabras: «Me alegro hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida... Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo». De ahí que, en monseñor Romero, el recordatorio de Karl Barth de que hay que predicar con la Biblia en una mano y el periódico en la otra no es palabra vacía. Más aún, en el caso de Romero habría que ir más allá: hay que predicar encarnados en la realidad –sobre la que, después, hablan los periódicos.
Este nuevo ver llegó a ser humano y cristiano al estar transido de misericordia. Se consuma la verdad de lo que se ve en «los ojos de misericordia». Es un ver que lleva por su esencia a la salvación de las víctimas; la verdad debe ser hecha, no sólo comunicada –como aparece a lo largo del libro. Baste decir que su palabra profética nacía de la misericordia hacia el pobre: defenderlo diciendo su verdad, y diciéndola –aun en contra de otros– porque ellos no la podían decir. De ahí sus conocidas palabras: «sus homilías querían ser la voz de los sin voz». Desde esta específica forma de «ver», la «espiritualidad» de monseñor Romero es lo que Johann B. Metz ha llamado «mística de los ojos abiertos» y confirma lo que dice Gustavo Gutiérrez: «a Dios hay que contemplarlo y hay que practicarlo». Ese modo de ver es esencialmente salvífico, porque lleva a la salvación del otro, de las víctimas, sobre todo, y a la salvación del propio monseñor. Eso es evidente en el libro de Martin Maier y en la vida de monseñor. Sólo quiero añadir dos breves reflexiones para profundizar en ello. El «ver» viene, ante todo, de la realidad, no primariamente de textos sobre la realidad. Y de ahí que la necesidad, radicalidad y dirección de la praxis tenga la fuerza de la realidad, no sólo la fuerza de normas externas a ellas, aunque sean eclesiales y aun bíblicas. La segunda es que de esa manera se supera una cierta comprensión gnóstica de la salvación, que acaece, de alguna forma, fuera de la realidad, por medios ajenos a ella, además de ser elitista para iniciados.
Por último, ese nuevo ver –aunque ahora penetramos ya en lo más hondo e impenetrable del ser humano, y por ello bueno será entrar en silencio y de puntillas– le llevó a la «novedad» de Dios y de su Cristo. Baste recordar su visión de Dios como Dios de vida, añadiendo simultánea y dialécticamente su visión de los ídolos como aquellas realidades históricas, realmente existentes, que generan y necesitan víctimas para subsistir. Y su visión de Cristo, presente en la historia, hasta poder decir a los campesinos masacrados: «Ustedes son el cuerpo de Cristo».
Esto es en mi opinión lo más importante que este libro saca a luz. Para terminar, hagamos dos breves reflexiones. La primera es que monseñor Romero, a quien el autor llama «maestro de espiritualidad», prácticamente no habla ni menos teoriza sobre lo que es espiritualidad y cuál es la suya. Y también en esto se parece a Jesús. También monseñor «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38), pero no fundó ni consciente ni inconscientemente una escuela de espiritualidad (aunque se pueda reconstruir un modo «romeriano» de ser, por así decirlo). Lo suyo fue ser humano, cristiano y salvadoreño con la máxima honradez y esperanza posibles, y con la máxima apertura a eso que llamamos «gracia», eso bueno que nos sale al encuentro, y que él lo encontró en su pueblo y lo vivió con sorpresa agradecida. Que la última fuente estaba en el misterio de Dios, era evidente. Así interpreto la insistencia de monseñor Romero en la oración, como lo recoge el autor. Lo que queda claro de monseñor, prosiguiendo la cita de Hechos, es que «Dios estaba con él» y no conocemos otra forma mejor de decir que fue hombre de Espíritu.
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