Jennifer Crusie
Mujeres Audaces
© 2007, Jennifer Crusie
Título original: Fast Women
Traducción de Eduardo Hojman
Para Valerie Taylor
Porque ella me advierte cuando mis escenas son aburridas, mi sintaxis está torcida, y mis personajes son unos idiotas.
Porque ella me recuerda que yo siempre creo que mi carrera está terminada en la mitad de cada libro, y porque ella escribe relatos verdaderamente maravillosos y después me deja ser la primera en leerlos.
Continúa esquivando camiones, cariño.
Clarice Cliff, Sussie Cooper
y la compañía Walking Ware Designers,
por diseñar objetos de cerámica que me asombran y me deleitan cada vez que los veo.
eBay
por poner en venta tarde o temprano todo lo que existe en el universo, y de esa manera hacer que la investigación sea mucho más divertida que lo que era antes.
Abigail Trafford
por haber escrito Crazy Time , su brillante y compasivo estudio sobre el divorcio y la recuperación.
Jennifer Greene, Cathie Linz, Lindsay Longford, Susan Elizabeth Phillips y Suzette Vann
por escucharme armar la trama de mis libros todas las primaveras sin quejarse y por ser la única razón para viajar hasta el aeropuerto O’Hare.
Patricia Gaffney y Judith Ivory
por perfeccionar el arte de la amistad y el oficio del aliento incondicional, y por soportar una escandalosa cantidad de sollozos por e-mail y cybergemidos.
Jen Enderlin
por ser una vez más una editora cuya inteligencia, intuición, empatía, entusiasmo y paciencia de santo, me hacen posible escribir sin beber ni tomar drogas, aunque no sin chocolate y papas fritas con vinagre.
Y Meg Riley
por protegerme de todo, incluso de mí misma y, mientras tanto, por negociar un contrato excelente.
Sin la ayuda de todas estas buenas personas, no podría haber escrito este libro, ni habría querido hacerlo.
El hombre que estaba detrás del atestado escritorio parecía el diablo, y Nell Dysart dedujo que eso no era extraño considerando que de todas formas hacía un año y medio que estaba camino al infierno. Encontrarse con Gabriel McKenna sólo quería decir que ya había llegado a destino.
– Sí, me parece que deberías investigar eso -le dijo él al auricular del teléfono con una impaciencia apenas disimulada, mientras sus agudos ojos telegrafiaban su irritación.
Era grosero hablar por teléfono delante de ella, pero él no tenía una secretaria que atendiera el teléfono en su lugar, y ella estaba allí para solicitar un puesto, no como cliente, y él era un detective, no un vendedor de seguros, por lo que era posible que las reglas normales de las relaciones sociales no se aplicaran.
– Iré el lunes -dijo-. No, Trevor, no sería mejor esperar. Hablaré con todos ustedes a las once.
Sonaba como si estuviera hablando con un tío problemático, no con un cliente. El negocio detectivesco debía de ser muchísimo mejor que el aspecto que tenía ese lugar si él podía tratar a los clientes de esa forma, en especial a clientes llamados Trevor. El único Trevor que Nell conocía era el padre de su cuñada, que era más rico que Dios, entonces tal vez Gabe McKenna era en verdad poderoso y exitoso y sólo necesitaba que alguien manejara su oficina y la pusiera en orden. Era algo que ella podía hacer.
Nell recorrió con la mirada la destartalada habitación y trató de tener una actitud positiva, pero el lugar se veía oscuro bajo la otoñal luz de una tarde de septiembre, más oscuro todavía porque las antiquísimas persianas de los igualmente antiguos ventanales estaban cerradas. El Edificio McKenna estaba en la esquina de dos de las calles más bonitas del German Village, un barrio en el que la gente pagaba montones de dólares para poder mirar desde sus ventanas los ladrillos de las históricas calles y la arquitectura de Ohio, pero Gabriel McKenna tenía las persianas bajas, probablemente para no ver el desorden que había en la oficina. Las paredes estaban cubiertas con fotos en blanco y negro llenas de polvo, los muebles necesitaban una limpieza y encerado, y al escritorio había que pasarle un arado. Nunca, en toda su vida, había visto tanta basura en una sola superficie, solamente contando los vasos de plástico…
– Sí -dijo él, con voz baja y firme. La luz de la lámpara de su escritorio, que tenía una pantalla verde, le proyectaba sombras en el rostro, pero ahora que sus oscuros ojos estaban cerrados, estaba lejos de parecer satánico. Era más como un empresario promedio, de cabello oscuro y cuarentón, con una camisa a rayas y una corbata floja. Como Tim.
Nell se puso de pie abruptamente y dejó caer su cartera sobre la silla. Se dirigió al ventanal para abrir las persianas y hacer que entrara un poco de luz. Si limpiaba la oficina, él podría dejar las persianas abiertas para dar una mejor impresión. A los clientes les gustaba hacer los negocios a la luz, no en un pozo del infierno. Dio un tirón al cordón pero éste se quedó inmóvil, entonces volvió a tirar, con más fuerza, y esta vez se salió y le quedó en la mano.
Oh, grandioso. Ella miró hacia atrás, pero él seguía hablando por teléfono, los anchos hombros encorvados; entonces empujó el cordón sobre el alféizar. Se cayó sobre el piso de madera, y el extremo de plástico hizo un sonido agudo y hueco cuando chocó, y ella se inclinó sobre la ventana, cubierta por la persiana, para levantarlo de atrás de la silla que se interponía en el camino. Estaba justo fuera del alcance de sus dedos, otra maldita cosa que estaba fuera de su alcance; entonces ella empujó las persianas con más fuerza, estirándose para tocarlo con las puntas de los dedos.
La ventana se quebró contra su hombro.
– Hasta el lunes -dijo él por teléfono, y ella pateó el cordón detrás del radiador y volvió a su asiento antes de que él pudiera darse cuenta de que le estaba destruyendo la oficina.
Ahora tendría que obtener el puesto para poder ocultar las huellas de su vandalismo. Y, además, estaba ese escritorio; alguien tenía que salvar a este tipo. Y además estaba el dinero que necesitaba para pagar el alquiler y otros lujos. Alguien tiene que salvarme, pensó.
Él colgó el teléfono y se volvió en dirección a ella, con aspecto cansado.
– Lo lamento, señora Dysart. Se dará cuenta de lo mucho que precisamos una secretaria.
Nell miró el escritorio y pensó: Necesitas más que una secretaria, amigo. Pero dijo:
– Todo está perfectamente bien. -Iba a mostrarse alegre y dispuesta costara lo que costase.
Él recogió su curriculum.
– ¿Por qué se fue de su último trabajo?
– Mi jefe se divorció de mí.
– Es una buena razón -dijo él, y comenzó a leer.
Ese hombre tendría que mejorar su talento para relacionarse con las personas, pensó ella mientras bajaba la mirada y la dirigía a sus sensatos zapatos negros, firmemente plantados sobre la antigua alfombra oriental donde no podrían volver a meterla en problemas. Ahora bien; si se hubiera tratado de Tim, éste le habría ofrecido sus condolencias, un pañuelo de papel, un hombro sobre el que llorar. A continuación le habría sugerido la adquisición de alguna póliza de seguros, pero se habría mostrado compasivo.
Había una mancha en la alfombra, y ella la frotó con la punta de un zapato, tratando de borrarla. Las manchas hacían que un lugar diera sensación de fracaso; los detalles eran importantes en un ambiente de negocios. Frotó con más fuerza, los hilos de la alfombra se separaron y la mancha se hizo más grande; no era una mancha: ella había encontrado un agujero y se las había arreglado para desarmarlo y duplicar su tamaño en menos de quince segundos. Tapó el agujero con el pie y pensó: Llévame, Jesús, llévame ahora.
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