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Erwin Schrödinger - Mente y Materia

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Erwin Schrödinger Mente y Materia

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Al preguntarse si la mente y la materia el sujeto y el objeto el yo y el - photo 1

Al preguntarse si la mente y la materia (el sujeto y el objeto, el yo y el mundo exterior, etcétera) son dos cosas muy distintas o, por el contrario, la misma y única cosa, así como qué lugar ocupa la conciencia en la evolución de la vida y qué papel desempeña en las cuestiones morales el estado de desarrollo de la mente humana, Erwin Schrödinger, Premio Nobel de Física, invade sin reparos terrenos tradicionalmente ocupados por filósofos, teólogos, psicoanalistas y hasta, en determinados aspectos, políticos.

Cuando Schrödinger plantea, por ejemplo, la cuestión de si todavía puede esperarse algún desarrollo biológico en el hombre de hoy o la de cómo puede darse su evolución intelectual paralela, las respuestas, rotundas, inquietarán a algunos y escandalizarán a otros. Además de la luz que aporta a la cada vez más candente discusión sobre el porvenir del hombre, el mayor mérito de este libro es el de obligar a pensar. Es difícil que quien lo lea permanezca indiferente e, indefectiblemente, algo se pondrá en movimiento en sus criterios preconcebidos.

Como muy bien dijo de este librito el crítico del Scientific American, J. R. Newman: «Lo lees en unas horas; lo recuerdas durante toda la vida…».

Erwin Schrödinger Mente y Materia Conferencias Tarner leídas en el Trinity - photo 2

Erwin Schrödinger

Mente y Materia

Conferencias Tarner leídas en el Trinity College, Cambridge, en octubre de 1956

Metatemas - 2

ePub r1.2

Basabel 7.2.2016

Título original: Mind and Mater

Erwin Schrödinger, 1958

Traducción: Jorge Wagensberg

Editor digital: Basabel

ePub base r1.2

A mi célebre y querido amigo Hans Hoff con profunda devoción Las bases físicas - photo 3

A mi célebre y querido amigo

Hans Hoff

con profunda devoción

Las bases físicas de la conciencia
El problema

El mundo es una construcción de nuestras sensaciones, percepciones y recuerdos. Conviene considerar que existe objetivamente por sí mismo. Pero no se manifiesta, ciertamente, por su mera existencia. Su manifestación está condicionada por acontecimientos especiales que se desarrollan en lugares especiales de este mundo nuestro, es decir por ciertos hechos que tienen lugar en un cerebro. Se trata de un tipo muy peculiar de implicación, que sugiere la siguiente pregunta: ¿qué propiedades específicas distinguen estos procesos cerebrales y los capacita para producir esta manifestación? ¿Podemos averiguar qué procesos materiales tienen esa capacidad y cuáles no? O más simplemente: ¿qué clase de procesos materiales están directamente relacionados con la conciencia?

Un racionalista se inclinaría por liquidar rápidamente la cuestión, más o menos en la forma siguiente. La conciencia está asociada, por nuestra propia experiencia y por analogía con los animales superiores, a cierto tipo de procesos en la materia organizada y viva, o sea a ciertas funciones nerviosas. Las formas más primitivas de la conciencia, o el problema de cuánto podemos retroceder o «descender» en el reino animal para encontrar todavía algún tipo de conciencia, no son sino especulaciones gratuitas, preguntas sin respuesta que deben dejarse para los soñadores ociosos. Más gratuito aún es entregarse a reflexiones sobre la posibilidad de que incluso otros fenómenos, orgánicos o materiales en general, puedan asimismo relacionarse de alguna manera con la conciencia. Todo ello es pura fantasía, irrefutable por indemostrable, y por lo tanto sin valor alguno para el conocimiento.

Pero no puede mantenerse esta visión del mundo sin resignarse a admitir al mismo tiempo una fantástica laguna. La aparición de las células nerviosas y de los cerebros en muchos organismos es un acontecimiento muy especial, cuyo sentido y significado se comprenden bastante bien. Se trata de un mecanismo particular con el que el individuo responde a situaciones cambiantes con un comportamiento adecuadamente cambiante, un mecanismo para adaptarse a un entorno. Es el más elaborado o ingenioso de todos los mecanismos y alcanza rápidamente un papel preponderante allí donde aparece. No es, sin embargo, sui generis. Grandes grupos de organismos, como las plantas, consiguen funciones similares en forma muy distinta.

¿Estamos acaso dispuestos a creer que esta circunstancia de los animales superiores, circunstancia que muy bien podría no haberse dado, fue condición necesaria para que el mundo se iluminase a sí mismo a la luz de la conciencia? Si las cosas hubiesen ido de otro modo, ¿no se hubiera quedado todo en una representación en un teatro vacío, en algo para todos inexistente o, mejor dicho, en algo simplemente inexistente? Esto sería para mí el hundimiento de una imagen del mundo. La urgencia por encontrar una salida a este impasse no debe amortiguarse por el temor a la astuta burla de los racionalistas.

Según Spinoza, cada ente particular es una modificación de la sustancia infinita, esto es, de Dios. Se manifiesta a sí mismo mediante cada uno de sus atributos, en particular mediante su extensión y su pensamiento. El primero es su existencia corpórea en el espacio y en el tiempo, el segundo es —en el caso de un animal o de un hombre vivo— su mente. Pero, para Spinoza, cualquier cuerpo inanimado es al mismo tiempo «un pensamiento de Dios», es decir, también existe mediante el segundo atributo. Encontramos aquí la audaz idea de la animación universal, una idea que no es nueva, ni siquiera para la Filosofía occidental. Dos mil años antes, los filósofos jónicos tomaron de ella el sobrenombre de hilozoístas. Después de Spinoza, el genio de Gustav Theodor Fechner no se negó a atribuir un alma a una planta, a la tierra como cuerpo celestial, al sistema planetario, etc. No comulgo con estas fantasías, pero tampoco desearía tener que juzgar quién se ha acercado a una verdad más profunda, Fechner o el desastre racionalista.

Una respuesta posible

Vemos que todo intento por extender el dominio de la conciencia, según el criterio de que algo así puede razonablemente relacionarse con algo distinto a un proceso nervioso, necesariamente se precipita hacia especulaciones indemostradas e indemostrables. Pero pisamos suelo más firme si empezamos en dirección opuesta. No todo proceso nervioso, ni en absoluto todo proceso cerebral, van acompañados de conciencia. A muchos procesos no les pasa, aunque lógica y biológicamente se parezcan a procesos conscientes. En realidad, no son sino un conjunto de impulsos aferentes, seguidos de otros eferentes cuya significación biológica está en regular y sincronizar acciones, parte en el interior del sistema y parte a través de un entorno cambiante. Tenemos, en primer lugar, los actos reflejos en los ganglios vertebrales y en las regiones del sistema nervioso que éstos controlan. Pero también existen (y aquí nos detendremos a hacer nuestro análisis) muchos procesos reflexivos que sí pasan por el cerebro, pero que de ningún modo caen en la conciencia o que apenas lo hacen. Así pues, la distinción no es nítida en el último caso; existen grados intermedios entre los puramente conscientes y los totalmente inconscientes. Las características distintivas que buscamos no deben ser demasiado difíciles de encontrar si observamos y estudiamos algunos procesos representativos, fisiológicamente muy similares, que tienen lugar en el interior de nuestro propio cuerpo.

En mi opinión, la clave debe encontrarse en los bien conocidos hechos siguientes. Cualquier serie de acontecimientos, en la que intervenimos con sensaciones, percepciones y quizá con acciones, se escapa gradualmente del dominio de la conciencia si se repite de igual modo y con mucha frecuencia. Pero salta inmediatamente a la región consciente si el acontecimiento o las condiciones ambientales experimentan alguna variación con respecto a todas las incidencias previas. En principio, sólo estas modificaciones o diferencias entran en la esfera consciente que distingue la nueva incidencia de las anteriores, y suele requerir por ello «nuevas consideraciones». Todos podemos ofrecer docenas de ejemplos extraídos de la experiencia personal, por lo que, de momento, renunciaré a citar alguno.

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