François Jacob - La lógica de lo viviente
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- Libro:La lógica de lo viviente
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1970
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La lógica de lo viviente: resumen, descripción y anotación
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La lógica de lo viviente quiere ser la historia de las preguntas formuladas en relación con la herencia; la historia de los esfuerzos para que se abran paso las nuevas preguntas o, sencillamente, se reformulen las clásicas. Siguiendo esa interrogación constantemente replanteada en los últimos siglos, Jacob nos muestra cómo se ha ido transformando la concepción de la vida y del ser humano, y cómo las respuestas abandonaron el marco de la revelación divina para convertirse en materia de investigación.
François Jacob
Una historia de la herencia
Metatemas - 59
ePub r1.0
Titivillus 17.10.17
Título original: La logique du vivant
François Jacob, 1970
Traducción: Joan Senent & M. Rosa Soler
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
FRANÇOIS JACOB (Nancy, 1920 - París, 2013) fue un biólogo francés, galardonado con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1965, el cual compartió con André M. Lwoff y Jacques L. Monod, por sus descubrimientos sobre el control genético de la síntesis de enzimas y la síntesis de virus.
Fue estudiante de Medicina en París hasta que, en 1940, la guerra interrumpió sus estudios y le obligó a refugiarse en Inglaterra, donde se enroló en el Ejército de Liberación francés. Combatió en África, donde resultó herido; participó después en el desembarco de Normandía, por lo que fue condecorado con la Croix de la Libération.
En 1947 se doctoró, por fin, en Medicina, pero no pudo ejercer como cirujano como hubiera sido su deseo, por las secuelas de sus heridas de guerra. Se dedicó, pues, a la biología, ingresó en el Instituto Pasteur y trabajó con André Lwoff en la investigación sobre bacterias y bacteriófagos. Posteriormente, profundizó en problemas de genética bacteriana, al dedicarse a estudiar los mecanismos de su reproducción (Sexuality and the genetics of Bacteria, 1961).
En 1958, comenzó a colaborar con Jacques Monod en investigaciones sobre los mecanismos de transmisión de la información genética, y junto con él, introdujo entre otros, los conceptos de RNA mensajero y de genes reguladores que, en la célula, controlan la síntesis de las proteínas.
Escribió Lógica de lo viviente. Historia de la Biología (La logique du vivant, 1970), un interesante análisis histórico sobre el concepto de herencia. En La estatua interior (La statue intérieure, 1986), narra su formación cultural y humana.
Una época o una cultura se caracterizan no tanto por la extensión de los conocimientos adquiridos como por las preguntas que se plantean. Este libro es una historia de las preguntas formuladas en relación a la herencia, más que de las respuestas que se han ofrecido. Es la historia de los esfuerzos que han llevado a la formulación de nuevas preguntas o, más bien, a la reformulación de preguntas clásicas. A través de esta interrogación constantemente replanteada durante los últimos cuatro siglos, vemos cómo se transforma paulatinamente nuestra concepción de la vida y del ser humano, y cómo las respuestas dejan de ser objeto de revelación divina para convertirse en temas de investigación.
En contra de lo que suele creerse, lo importante en la ciencia no son tanto sus productos como su espíritu. Tan importante como el resultado, por novedoso que sea, es la apertura, la primacía de la crítica, el sometimiento a lo imprevisto, por muy contrario a lo esperado que parezca. Hace mucho tiempo que los científicos han renunciado a la idea de una verdad última e intangible, imagen precisa de una realidad que estaría esperando que se la descubra a la vuelta de una esquina. Ahora ya saben que tienen que conformarse con lo parcial y lo provisional. Esta gestión precede muchas veces al hallazgo de la pendiente natural para la mente humana, que requiere unidad y coherencia en su representación del mundo bajo sus más variados aspectos. De hecho, este conflicto entre lo universal y lo local, entre lo eterno y lo provisional, vuelve a aparecer periódicamente en determinadas polémicas. Por ejemplo, la que enfrenta de nuevo, con los mismos argumentos de que se valían Huxley y Wilberforce o Agassiz y Gray, a los partidarios de la creación contra los de la evolución. Los primeros hallan constantemente en el más nimio detalle de la naturaleza la señal inequívoca que demuestra la conclusión a la que nadie puede dejar de suscribirse. Los segundos buscan interminablemente en esa misma naturaleza las trazas —muchas veces ausentes— de acontecimientos que permitan reconstruir lo que quieren que sea, no ya un mito, sino una historia, una teoría evolutiva. Este diálogo de sordos enfrentará eternamente a quienes rechazan una visión del mundo universal e impuesta y quienes no pueden prescindir de ella.
De unos años a esta parte los científicos son objeto de muchos reproches. Se les acusa de no tener corazón ni conciencia, de no interesarse por el resto de la humanidad, y hasta de ser unos individuos peligrosos que no vacilan en desarrollar —y utilizar— medios terribles de destrucción y coerción. Esto es alabarles demasiado. La proporción de imbéciles y malvados es una constante en todas las muestras de población, tanto entre los científicos como entre los agentes de seguros, los escritores, los campesinos, los sacerdotes o los políticos. A pesar del Dr. Frankenstein o el Dr. Strangelove, las catástrofes de la historia se deben menos a los científicos que a los clérigos y los políticos.
Porque no es únicamente el interés lo que hace que los hombres se maten entre ellos. También es el dogmatismo. No hay nada tan peligroso como la certeza de estar en posesión de la verdad. No hay nada que cause tanta destrucción como la obsesión por una verdad considerada como absoluta. Todos los grandes crímenes de la historia son consecuencia de algún fanatismo. Todas las masacres se han perpetrado en nombre de la virtud, de la religión verdadera, del nacionalismo legítimo, de la política idónea, de la ideología justa; en resumen, en el nombre del combate contra la verdad de los otros, del combate contra Satán. La frialdad y la objetividad que tan a menudo se reprochan a los científicos quizá serían más convenientes que el acaloramiento y la subjetividad a la hora de tratar algunos asuntos humanos. Pues no son las ideas de la ciencia las que engendran pasiones: son las pasiones las que utilizan la ciencia para respaldar su causa. La ciencia no conduce al racismo y el odio. Es el odio el que acude a la ciencia para justificar su racismo. Se les puede reprochar a algunos científicos la vehemencia con que algunas veces defienden sus ideas. Pero todavía no se ha perpetrado ningún genocidio para imponer teoría científica alguna. En las postrimerías del siglo XX, todo el mundo debería tener claro que no habrá ningún sistema que pueda explicar el mundo en todos sus aspectos y en todos sus detalles. Haber contribuido a desbaratar la idea de una verdad intangible y eterna quizá no sea el menor de los títulos de gloria de la gestión científica.
El programa
Pocos fenómenos se manifiestan con tanta evidencia en el mundo de lo viviente como la generación de semejantes a partir de otros semejantes. El niño se da cuenta en seguida de que el perro nace del perro y el trigo del trigo. Desde muy pronto, el hombre ha sabido interpretar y explotar la permanencia de las formas a través de las generaciones. Cultivar plantas, criar animales, introducir mejoras para hacerlos comestibles o domésticos supone haber adquirido ya una larga experiencia. Supone hacerse ya una determinada idea de la herencia para usarla en provecho propio puesto que, para obtener buenas cosechas, no basta con esperar la luna llena ni con hacer sacrificios a los dioses antes de la siembra; es preciso, además, saber elegir entre las diversas variedades de la planta que se cultiva. A los agricultores prehistóricos les ocurría algo así como al personaje de Voltaire que se jactaba de aniquilar a sus enemigos gracias a una adecuada mezcla de oraciones, encantamientos y arsénico.
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