François Truffaut - Las películas de mi vida
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- Libro:Las películas de mi vida
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1975
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Las películas de mi vida: resumen, descripción y anotación
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Las películas de mi vida — leer online gratis el libro completo
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Antes de consagrarse como uno de los más grandes directores de cine: Los cuatrocientos golpes, Jules y Jim, Fahrenheit 451, Besos robados, La sirena del Mississippi, El pequeño salvaje, La noche americana, etc. François Truffaut había escrito críticas apasionadas en CAHIERS DU CINEMA y ARTS ET SPECTACULES. Su forma de comentar las películas creó escuela, y contribuyó decisivamente a la formación y consolidación de lo que habría de ser la «nueva ola francesa».
Muchos de estos artículos, difíciles de encontrar hoy día, han sido recopilados ahora por su autor. Otros, inéditos, dedicados a los directores que más le gustan: Ingmar Bergman, Jean Renoir, Charlie Chaplin, Orson Welles, Luis Buñuel, Carl Dreyer, Jean Vigo, etc. se añaden a los anteriores y sirven de contrapunto necesario para calibrar la evolución de este gran autor del cine contemporáneo.
Este libro se abre con un estudio: «¿En qué piensan los críticos?», que analiza la ambigüedad existente entre los creadores y los que los someten a juicio.
En suma, una obra no sólo indispensable para los aficionados al cine sino para todos aquellos que creen que el cine forma parte de la cultura actual.
François Truffaut
ePub r1.0
Titivillus 08.04.17
Título original: Les films de ma vie
François Truffaut, 1975
Traducción: Ángel Antonio Pérez
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Jacques Rivette
«Creo que cualquier obra es buena
en la medida que expresa al hombre
que la ha creado».
ORSON WELLES
«Estos libros estaban vivos y me han hablado».
HENRY MILLER (Les livres de ma vie)
Un día de 1942, impaciente como estaba por ver la película de Marcel Carné Les visiteurs du soir, que echaban por fin en mi barrio, en el cine Pigalle, decidí faltar a la escuela. La película me gustó mucho, y esa misma tarde, mi tía que estudiaba violín en el Conservatorio, pasó por casa para llevarme al cine. También ella había elegido Les visiteurs du soir, y como por supuesto yo no iba a confesar que ya la había visto, tuve que volverla a ver disimulando para que no se diera cuenta. Fue exactamente aquel día cuando caí en la cuenta de hasta qué punto puede ser emocionante profundizar más y más íntimamente en una obra que se admira y llegar hasta hacerse la ilusión de que uno revive su creación.
Un año más tarde apareció Le courbeau de Clouzot que me satisfizo todavía más. Debí verla cinco o seis veces entre la fecha de su estreno (mayo de 1943) y la Liberación, que supuso su prohibición. Más tarde, cuando de nuevo fue autorizada, la volvía a ver muchas veces cada año. Llegué a conocer su diálogo de carretilla, un diálogo muy maduro si se compara con el de las demás películas y que contenía un centenar de frases fuertes cuyo sentido iba adivinando progresivamente. La intriga de Le courbeau giraba en torno a una epidemia de cartas anónimas que denunciaban abortos, adulterios, y corrupciones diversas y en ese sentido, la película constituía una ilustración bastante verosímil de lo que contemplaba a mi alrededor en aquella época de guerra e inmediata posguerra: colaboracionismo, delaciones, mercado negro, inconsciencia, cinismo.
Mis primeras doscientas películas las vi en «estado de clandestinidad», gracias a los novillos que hacía en la escuela o entrando en el cine sin pagar —por la salida de emergencia o por la ventana de servicios— o incluso aprovechándome por las noches de la ausencia de mis padres, con la necesidad entonces de volver a estar en mi cama, fingiendo que dormía, en el momento en que ellos regresaban. El precio de este gran placer —sumido como estaba en un sentimiento de culpabilidad que no podía sino añadirse a las emociones que me procuraba el mismo espectáculo— eran fuertes dolores de vientre, el estómago hecho cisco y el miedo en el cuerpo.
Experimentaba una gran necesidad de entrar dentro de las películas y lo conseguía acercándome más y más a la pantalla para así abstraerme del resto de la sala. Desdeñaba las películas históricas, las de guerra y los westerns porque resultaba más difícil identificarse con ellas. Por eliminación no me quedaban más que las policiacas y las de amor. Al contrario de los pequeños espectadores de mi edad, no me identificaba con los protagonistas heroicos sino con los personajes desvalidos y todavía más asiduamente con todos aquellos que se encontraban en apuros o eran acusados sin razón. Es comprensible, pues, que me sedujera desde el principio la obra de Alfred Hitchcock, consagrada por entero al miedo, y después, la de Jean Renoir, inclinada hacia la comprensión: «Lo terrible de este mundo es que todos tienen sus razones» (La régle du jeu). La puerta estaba abierta, y yo dispuesto a empaparme de las ideas y las imágenes de Jean Vigo, Jean Cocteau, Sacha Guitry, Orson Welles, Marcel Pagnol, Lubitsch, Charlie Chaplin (por supuesto), de todos aquellos que sin ser inmorales «dudan de la moral de los demás» (Hiroshima, mon amour).
* * *
Con frecuencia me preguntan en qué momento de mi cinefilia sentí deseos de convertirme en director de cine o en crítico y, a decir verdad, no lo sé. Lo único que sé es que quería acercarme más y más al cine.
Un primer paso, pues, consistió en ver muchas películas; el segundo, en anotar el nombre del director al salir de la sala; el tercero, volver a ver a menudo las mismas películas y elegirlas en función del director. El cine, en ese período de mi vida, actuaba como una droga hasta el extremo de que el cine-club que fundé en 1947 llevaba el pretencioso pero revelador nombre de «Círculo cinémano». No era raro que viese la misma película cinco o seis veces en el mismo mes sin ser capaz luego de contar correctamente su argumento, porque, en un instante preciso, una música que subía de volumen, una persecución en la noche, el llanto de una actriz, me emborrachaban, me arrebataban y me arrastraban más allá de la película.
En agosto de 1951, enfermo y prisionero en la sección de detenidos en un Hospital Militar —donde nos ponían esposas incluso para ducharnos o mear— me sublevaba en el fondo de mi catre al leer en un periódico que Orson Welles se había visto obligado a retirar de competición su Otelo en Venecia porque sus productores no podían permitirse un fracaso ante una superproducción británica, el Hamlet de Laurence Olivier. ¡Época feliz, vida feliz aquella en que se nos ve más preocupados por la suerte de las personas que admiramos que por la nuestra propia! Veintitrés años después, sigo amando el cine pero ninguna película es capaz de ocupar tanto mi espíritu como la que en ese momento estoy escribiendo, preparando, rodando o montando… Se acabó para mí la generosidad del cinéfilo, espléndida y emocionante, que a veces llena de embarazo y confusión a los que son objeto de ella.
No he conseguido encontrar la pista de mi primer artículo, publicado en 1950 en el boletín del cine-club del Barrio Latino, pero recuerdo que versaba sobre La régle du jeu. Se acababa de hallar y visionar una versión íntegra que tenía catorce escenas o planos que nunca habíamos visto. Yo enumeraba minuciosamente las diferencias entre las dos versiones. Y fue probablemente este artículo lo que empujó a André Bazin a proponerme que le ayudara a reunir documentación para el libro sobre Renoir que tenía ya en proyecto.
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