Kassel no invita a la lógica
Enrique Vila-Matas
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A Paula de Parma
C
uanto más de vanguardia es un autor, menos puede permitirse caer bajo ese calificativo. Pero ¿a quién le importa esto? De hecho, mi frase tan sólo es un mcguffin y tiene poco que ver con lo que me propongo contar, aunque podría ser que a la larga todo lo que cuente acerca de mi invitación a Kassel y posterior viaje a esa ciudad termine por desembocar en esa frase precisamente.
Como algunos saben, para explicar qué es un mcguffin lo mejor es recurrir a una escena de tren: «¿Podría decirme qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?», pregunta un pasajero. Y el otro responde: «Ah, eso es un mcguffin.» El primero quiere entonces saber qué es un mcguffin y el otro le explica: «Un mcguffin es un aparato para cazar leones en Alemania.» «Pero si en Alemania no hay leones», dice el primero. «Entonces eso de ahí no es un mcguffin», responde el otro.
El mcguffin por excelencia es El halcón maltés, el film más charlatán de toda la historia del cine. La película de John Huston narra la búsqueda de una estatuilla que fue el tributo que los Caballeros de Malta pagaron por una isla a un rey español. Se habla muchísimo, sin parar, en el film, pero al final el codiciado halcón por el que tantos incluso habían asesinado resulta ser sólo el elemento de suspense que ha permitido avanzar a la historia.
Como ya habrán intuido, hay muchos mcguffin. El más famoso se puede encontrar en el arranque de Psicosis, de Hitchcock. ¿Quién no recuerda ese robo que lleva a cabo Janet Leigh en los primeros minutos? Parece tan importante y acaba resultando irrelevante en la trama. Sin embargo, cumple con la función de dejarnos atentos a la pantalla el resto de la película.
Y hay mcguffins, por ejemplo, en todos los episodios de Los Simpson, donde el preludio que abre cualquiera de ellos muy poco o nada se relaciona con el desarrollo posterior del capítulo.
Mi primer mcguffin lo encontré en Un maldito embrollo, de Pietro Germi, adaptación cinematográfica de una novela de Carlo Emilio Gadda. En ese film, el comisario Ingravallo, cargado de cafés y perdido en el laberinto de su intrincada investigación, hablaba de vez en cuando por teléfono con su santa esposa, a la que no veíamos jamás. ¿Estaba Ingravallo casado con una McGuffin?
Hay tantos mcguffins por ahí que hace sólo un año se infiltró uno en mi vida cuando una mañana llamó por teléfono a casa una joven que dijo llamarse María Boston y ser la secretaria de los McGuffin, un matrimonio irlandés que estaba interesado en invitarme a cenar y no dudaba que yo también estaría encantado de verles y saludarles, pues pensaban hacerme una propuesta irresistible.
¿Eran multimillonarios los McGuffin? ¿Querían, por algún oscuro motivo, comprarme? Eso fue lo que pregunté como reacción humorística a aquella llamada extraña, provocadora, seguramente una broma que quería gastarme alguien.
Normalmente cuelgo de inmediato con una llamada así, pero la voz de María Boston era muy cálida y muy bella y yo, además, en ese momento, tenía un buen humor matinal y jugué un poco antes de colgar y eso me perdió porque le di tiempo a la joven Boston para citarme nombres de amigos comunes, los nombres de mis mejores amigos.
—Lo que piensan proponerte los McGuffin —dijo ella de pronto— es que conozcas, de una vez por todas, la solución al misterio del universo. Ellos la saben ya y te la quieren transmitir.
Decidí seguirle la corriente. ¿Y ya estaban enterados los McGuffin de que no salía nunca a cenar? ¿Sabían que, desde hacía siete años, solía sentirme feliz por las mañanas y por las tardes, en cambio, me entraba con puntualidad una angustia fuerte que me llevaba a pensar en panoramas negros y horribles y que hacía absolutamente recomendable que no saliera de noche?
Los McGuffin lo sabían todo, dijo Boston, estaban enterados de que era muy reacio a salir de noche. Pero aun así no querían ni imaginar que prefiriera quedarme en casa en lugar de conocer la solución al misterio del universo. Sería muy cobarde si elegía el hogar.
He recibido en la vida llamadas extrañas, pero ésta era de las que se llevaba la palma. Y por si fuera poco, cada vez la voz de Boston se volvía más agradable, tenía realmente un timbre especial que me traía recuerdos de algo que no sabía muy bien qué era, pero que me hacía sentirme más pleno de energía y contento de lo habitual en mis mañanas, ya de por sí en los últimos tiempos muy llenas de fuerza y optimismo. Le pregunté si iría también ella a la cena en la que me revelarían aquel secreto. Sí, dijo, tengo pensado ir, después de todo soy la secretaria del matrimonio y estoy obligada a ciertas cosas.
Minutos después, habiéndole sacado un buen partido a mi estado optimista, ella había ya logrado convencerme plenamente. No me arrepentiría, dijo, el misterio del universo bien valía un esfuerzo. Ya cumplí años el mes pasado, dije, te lo comento por si alguien se ha equivocado de fecha y me ha preparado una fiesta sorpresa de aniversario. No, dijo Boston, la sorpresa está en lo que van a revelarte los McGuffin, no te lo esperas.
Y
así, tres noches después, acudía puntual a la cita, a la que no se presentó el matrimonio irlandés, pero sí Boston, joven luminosa, alta, de cabello negro, muy negro, vestido rojo y maravillosas sandalias doradas, inteligente y lista a la vez. Mientras la miraba, no pude ocultar un lamento interior, que de una manera intuitiva ella, en plena juventud, captó; supo que a mí me ocurría algo relacionado con la edad, el hondo abatimiento y la pena de las cosas.
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