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Gabriel Zaid - El secreto de la fama

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Gabriel Zaid El secreto de la fama
  • Libro:
    El secreto de la fama
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2009
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El secreto de la fama: resumen, descripción y anotación

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GABRIEL ZAID nació en 1934 en Monterrey Nuevo León Es autor de los libros - photo 1

GABRIEL ZAID nació en 1934 en Monterrey, Nuevo León. Es autor de los libros Reloj de sol, La poesía en la práctica, Leer poesía, Tres poetas católicos, Ómnibus de poesía mexicana, Asamblea de poetas jóvenes de México, Los demasiados libros, Cómo leer en bicicleta, El secreto de la fama, De los libros al poder, El progreso improductivo, La economía presidencial.

Atrapar un milagro

Hay frases que llaman la atención sobre sí mismas, distraen del tema sobre el cual se hablaba y sorprenden incluso al que las dijo, como una revelación, por lo que dicen y lo bien que lo dicen. Parecen un milagro que se produjera solo. Tienen lectores antes de tener autor. En esa revelación está el origen de la literatura. Las frases observadas, celebradas, repetidas, se vuelven textos que circulan sin firma ni control. El autor se pierde de vista.

Hoy se ha llegado al extremo opuesto. Lo que llama la atención es el autor, aunque la obra se pierda de vista. Hablar de los escritores interesa más que leerlos. Los reflectores llevan la atención a las fotos, personalidades, anécdotas, premios, regalías y ventas, más que a las frases, imágenes, escenas, personajes o ideas que se quedan en la memoria.

Los primeros textos memorables (dichos, canciones) fueron breves, orales, anónimos; quizá anteriores a la pintura rupestre. Los primeros escritos literarios, anónimos y breves (conjuros, cantos rituales, invocaciones grabadas en las tumbas para acompañar a los muertos), aparecieron en Mesopotamia y en Egipto, hace cuatro o cinco mil años. Hace tres o cuatro mil, en Mesopotamia, se compusieron los primeros textos largos, anónimos y orales (Gilgamesh, Enuma elish). Hace unos 28 siglos, en Palestina, el profeta Amos escribe como un autor que se dirige al público; y hace unos 27, en Grecia, Hesíodo hace lo mismo. Tanto Amos como Hesíodo dejaron en sus textos (que ya no fueron breves, orales ni anónimos) alguna referencia a sí mismos.

Un milenio después, a fines del siglo IV, los poemas narrativos de Gregorio Nacianceno y las Confesiones de San Agustín tienen como tema central a su autor. En el siglo XVIII, la vida misma de Voltaire, Franklin, Johnson, Rousseau, Goethe, parece vivida como un proyecto creador de su figura personal. Hoy es común el autor como obra: como personaje novelesco creado para el mito y el mercado.

También la fama es de origen prehistórico. Se vuelve texto en los mitos y leyendas de autor desconocido sobre personajes conocidos. Después, los escritores mismos llegan a ser personajes legendarios, en el largo proceso que va de la creación anónima al protagonismo del autor, de la oralidad a la escritura, del microtexto a las obras completas.

La fama concentra la atención social en unos cuantos nombres. Es algo bueno, si nos lleva a leer grandes libros, a sumergirnos en grandes obras de arte. Malo, si se reduce a recitar los nombres, sin la experiencia viva de las obras, que va definiendo el gusto personal frente a los juicios de la fama.

Las grandes obras (famosas o no) son un milagro, una zona de la realidad donde la vida sube de nivel y nos habla. La conciencia absorta se pierde y se recupera con un foco más claro. La realidad adquiere más sentido, y nosotros también. Las grandes obras nos animan, nos vuelven más inteligentes y más libres, más imaginativos y creadores. Es natural hablar de esa experiencia extraordinaria, compartirla, traerla y extenderla a la vida ordinaria. La conversación sobre las grandes obras puede ser, en sí misma, un milagro creador. O mera resonancia de los nombres que suenan.

El ruido de la fama tiene también su más allá, que baja hasta la vida ordinaria repartiendo autógrafos, como un sacramento. El escultor se vuelve una escultura: un objeto de admiración o idolatría sobre el pedestal que lo separa del trato normal con los demás. Rodin fue solitario antes de volverse famoso, y se volvió más solitario cuando llegó a serlo, porque la fama es una acumulación de malos entendidos sobre los nombres que van apareciendo —dijo Rilke.

Ahora hay expertos en provocar malos entendidos. Venden el secreto de crear una personalidad que suba al pedestal de la fama, atrayendo los reflectores. Pero no hay expertos en la creación de obras maestras. Quienes, movidos por la inspiración, el azar, el oficio, tienen la buena suerte de atrapar un milagro, no deberían quejarse demasiado de ser famosos o no serlo. Después de todo, les tocó lo mejor.

Citas y aforismos

De muchos libros de la Antigüedad no quedan más que fragmentos citados por otros. De muchos libros que se conservan íntegros, circulan nada más frases aisladas, a veces apócrifas.

No cualquier fragmento se desprende y adquiere vida propia. Un desprendimiento físico de los rollos del mar Muerto puede aislar una frase que nunca circulará, por ejemplo: «Y entonces vuelven del agua» (4Q414F12), de interés limitado a la reconstrucción del rito bautismal. Para que un fragmento circule, tiene que ser un texto memorable, de interés por sí mismo, aunque forme parte de una obra más amplia. Debe prestarse a correr de boca en boca, tener rotundidad. O adquirirla, por los lapsus creadores de la memoria que mejora, distorsiona o inventa, como sucede con los dichos y cantos populares, que van rodando por la tradición, como cantos rodados por el río.

Aunque procedan de la literatura escrita, los fragmentos citados de memoria circulan como si fueran literatura oral. Los textos se transforman, tienen variantes, le cuelgan a un autor lo que es de otro o lo dejan perdido en el anonimato. Significativamente, cuando vuelven al mundo de los libros en compilaciones de frases, rara vez aparecen documentadas, como citas verificables contra el original. Se compilan (y a veces nada más se amontonan) con una simple atribución del supuesto autor. Reciben un tratamiento parecido al de los materiales folclóricos, que van cambiando con el paso del tiempo como un rostro: sin conservar el original.

Ya no se lee a Jean-Baptiste Say, pero se cita su famosa ley («La oferta crea su propia demanda»), que nunca escribió, aunque es un buen resumen de su posición al respecto (Thomas Sowell, Say’s Law: An historical analysis). Pocos han leído a Lord Acton, pero muchos citan aquello de «El poder corrompe», aunque la frase (nunca publicada por el autor, sino escrita en una carta) es: «El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente» (Lord Acton, Essays on freedom and power, ed. Gertrude Himmelfarb). Así también (incluso en compilaciones respetables) hay dos o tres versiones diferentes de la frase de George Santayana «Los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo», aunque consta en un libro (The life of reason). De igual manera que una traducción puede mejorar el original (en Otras inquisiciones, «Sobre el Vahtek de William Beckford», Borges hace la broma de que «El original es infiel a la traducción»), el texto original de muchas frases célebres puede ser decepcionante, frente a la cita de memoria.

El interés de los fragmentos citados puede ser tan grande que relegue a la sombra toda la obra de un autor (como sucede con Acton y con Say). O puede reducirla a simple estuche de frases maravillosas. La vida es sueño de Calderón de la Barca parece resumirse en el momento cumbre de leer o escuchar «que toda la vida es sueño, y los sueños sueños son». Orson Welles se burlaba de los que van a ver las obras de Shakespeare para ir reconociendo las frases famosas. Sobre lo cual, Henry C. Bunner había escrito un epigrama: «Shakespeare fue un dramaturgo muy notable que vivía de escribir cosas citables» («Shakespeare was a dramatist of note who lived by writing things to quote»; Evan Esar, The dictionary of humorous quotations).

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