Agradecimientos
El diario se publica con permiso de la familia Scheffer-Voskressenski, los herederos de Iván Maiski. Les agradezco muchísimo su cooperación y su ayuda en la preparación de este volumen. También querría dar las gracias al Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, custodios de los diarios de Maiski, por permitirme acceder a los diarios originales y por su ayuda con las fuentes documentales y las fotografías. Hoy en día pocos editores acogerían con tanto entusiasmo un proyecto que implique la publicación de tres grandes volúmenes de un diario con tantas anotaciones. Doy las gracias a John Donatich, director de la Yale University Press, por su fe en el proyecto y su gran apoyo.
Debo un reconocimiento especial al profesor Shlomo Ben Ami, extraordinario académico, diplomático y político, colega leal y sobre todo amigo, que convenció a la editorial RBA, en Barcelona, para que se hiciera cargo de la inmensa tarea de traducir y publicar el monumental diario. No habría sido posible sin el entusiasta apoyo del presidente de la editorial RBA, el señor Ricardo Rodrigo Amar, a quien le estoy enormemente reconocido. Me animaron a que creara una versión del diario adaptada al público español, y en el proceso he podido contar con un equipo entregado y profesional. He tenido la inmensa suerte de contar con Jorge Rizzo como traductor del diario. Gracias a su esfuerzo disponemos de una traducción meticulosa y elegante, con una narración natural pero al mismo tiempo fiel a la característica prosa literaria de Maiski.
Este libro es el fruto de más de diez años de investigación a fondo. He tenido la gran suerte de contar con una serie de generosas becas de estudio del Institute for Advanced Study de la Universidad de Princeton, del Institute for Advanced Study de Freiburg y del Rockefeller Research Center de Bellagio, que han creado las condiciones necesarias para poder avanzar en mi trabajo y me han aportado un fértil campo de pruebas para compartir mis ideas con otros historiadores de primera fila. La mayor parte de mi trabajo, no obstante, la he hecho con el patrocinio del All Souls College de Oxford. Fue Isaiah Berlin, legendario miembro de la junta de gobierno del College, quien me presentó la primera vez en Oxford en 1969, y quien me animó a escribir allí mi disertación, y el círculo se cerró milagrosamente cuando me ofrecieron primero una membresía de visitante en el College en 2006, para luego ser nombrado miembro permanente. No tengo palabras para describir las amistades que me he forjado en el All Souls, el estimulante pero acogedor ambiente que encontré en el centro, sin duda abanderado de la actividad académica en su forma más pura. Sir John Vickers, rector de la universidad, y el difunto John Davis, antiguo rector, me han hecho sentirme como en casa, y no han escatimado esfuerzos para proporcionarme toda la ayuda y todo el apoyo necesarios.
El personal de los Archivos Nacionales de Londres y Washington, así como los de los Archivos de Estado de Moscú, han respondido amablemente a todas mis preguntas y han sido de gran ayuda, proporcionándome el material relevante para mi investigación. Del mismo modo, estoy agradecido a los entregados archivistas de más de ochenta colecciones de documentos privados que he consultado. Todos me respondieron estupendamente y mostraron un gran interés por el diario, al que contribuyeron en todo lo posible con valiosos documentos.
Debo mencionar por último a Ruth Herz, mi esposa, amiga y compañera, que sería la primera en admitir que, más que una carga para nuestra vida, los años dedicados a Maiski han supuesto un fascinante viaje juntos.
Créditos de las ilustraciones
La mayoría de las fotografías e ilustraciones de este libro proceden de los álbumes de fotos privados de Iván y Agniya Maiski, depositados en los archivos de la Academia Rusa de las Ciencias y reproducidos por cortesía de la familia Scheffer-Voskressenski, propietarios del copyright de las siguientes imágenes: 1, 4-15, 18-21, 26-32, 34-38, 40-47, 50-53, 55-56, 58-73, 75-92, 94-110: Las imágenes 2, 16-17 y 22-25 se reproducen por cortesía del Ministro de Asuntos Exteriores ruso.
Mi agradecimiento a Corinna Seeds por la fotografía (54) de su padre, sir William Seeds, de quien no hay muchas.
Las ilustraciones de David Low (39, 57, 93) se publican con permiso del London Evening Standard.
La figura 74 aparece por cortesía de la difunta lady Anne Theresa Ricketts (Cripps).
El fin de una era: el cese de Maiski
Tanto Litvínov como Maiski decidieron presentar su retirada a Moscú como un modo de protesta contra la decisión de retrasar el segundo frente, más que como una consecuencia de la prolongada lucha entre la vieja escuela de diplomacia soviética y el autoritario aparato de Stalin, ya plenamente instaurado. Querían hacer ver a sus interlocutores de Occidente que su ascenso en el seno del ministerio (ambos habían sido nombrados viceministros del Exterior) reflejaba el aprecio que les tenían en el Kremlin y su papel relevante a lo largo del tiempo. Los confidentes de Maiski, en particular Beaverbrook, se hacían eco de sus palabras, y atribuían la retirada a las crecientes sospechas de Stalin sobre las intenciones británicas, «cuyo responsable único era el primer ministro, que era fundamentalmente antirruso y demasiado mayor para cambiar». Bruce Lockhart, viejo amigo de Rusia, describe a Maiski como ansioso por saber cómo reaccionaría la opinión pública británica a su retirada. Cuando supo que había dos opiniones enfrentadas —una que lo atribuía al descontento de Stalin y la otra que sugería que Stalin «se beneficiaría de la presencia en Moscú de tan gran conocedor de Inglaterra»— los «ojos le brillaron», y admitió que «en Moscú también se hacían dos interpretaciones». Así pues, la tercera opción, la de haber caído en desgracia, se evitó. Litvínov dejó en el vicesecretario de Estado Welles la impresión de que había sido él quien había insistido en volver a Moscú para participar directamente en la política exterior de Stalin, al tiempo que se quejaba de que «carecía por completo de información sobre la política o los planes de su propio Gobierno».
Una vez en Moscú, el tenaz Maiski no tardó en informar a la prensa británica de su nuevo cargo «elevado» y de que —en sus propias palabras— «Joe lo tenía en muy alta estima». The Times informaba de que Stalin deseaba contar con él «como su mano derecha, junto a M. Mólotov», mientras Rusia preparaba su política de posguerra, puesto que valoraba su «conocimiento directo y su comprensión de Gran Bretaña, así como su sagaz interpretación de la realidad alemana, francesa y de otros países». La triste realidad, tal como deducía la revista Time, era que «el pequeño Maiski» podía acabar «perdiéndose en el laberinto burocrático del Narkomindel (lo que dejaba claro que sus constantes revoloteos por Londres habrían provocado el descontento de sus superiores)». Resulta paradójico que el propio Maiski hubiera hecho una observación similar en referencia al «ascenso» de Vansittart en 1938: «El nuevo cargo tendrá que ser considerado como una degradación, o más bien como una destitución, solo que con uniforme, condecoraciones y una pensión».
Hacía tiempo que Mólotov buscaba apartar a Maiski y a Litvínov de Londres y Washington, capitales que los dos embajadores consideraban «territorio propio». Pero Stalin no tenía problema en aprovechar sus particulares conexiones y su familiaridad con Occidente, aunque siempre bajo estrecha supervisión y en un ámbito reducido. Ni Maiski ni Litvínov se engañaron, ya que eran perfectamente conscientes de que el traslado estaba motivado sobre todo por el deseo de privarlos de la libertad relativa de la que habían disfrutado en Londres y Washington. Ninguno de los dos regresó a Moscú de buen grado. El doloroso recuerdo del terrible destino de los colegas que habían sido llamados a Moscú seguía bien fresco. Averell Harriman recordaba que Litvínov estaba «eufórico» hasta el momento de recibir la orden de retirada: «Nunca he visto a nadie hundirse tan de golpe. Su actitud demostraba que estaba en una posición bastante desfavorable con respecto a Stalin y que temía por su vida, en el caso de que la misión de Washington cayera en desgracia». La esposa de Litvínov, Ivy, que permaneció un tiempo en Washington tras su marcha, les confesó a sus amigos que tenía miedo de no volver a ver a su marido nunca más. En sus memorias inéditas explica con gran énfasis que su marido «casi se volvió loco /…/ quería quedarse /…/ inició lo que deseaba hacer por encima de todas las cosas [escribir sus memorias] porque no quería volver a Rusia». Y después explicaba que «en aquella época no hacía otra cosa que discutir con Stalin —discutir airadamente con Stalin— /…/ No podía hacer otra cosa que discutir con todo el mundo /…/ con Mólotov /…/ con todo el mundo, y nada de lo que hacían los demás le parecía bien». Una vez en Moscú (y eso podría decirse también de Maiski), Ivy «iba con mil ojos». Les rogó a sus amigos que no le enviaran libros a Litvínov, y que no fueran a visitarle, que sería «más seguro para todos».