PRÓLOGO
La mayoría de los prólogos están dedicados a cantar las alabanzas de los autores y sus libros. Jeremey y su libro sin duda lo merecen. Sin embargo, él mismo consideró que al lector le sería más útil conocer la historia tras mi primera charla TED. Mi pasión es ayudar a las personas a alcanzar el éxito, así que lo haré encantado.
He asistido a unas veinte conferencias TED, a partir de 1994. Para mí se convirtió en una suerte de peregrinación anual acudir a ver a oradores fascinantes y zambullirme en ideas que merece la pena difundir. Durante años fui un mero espectador, demasiado tímido como para hablar ante los grandes nombres. Por entonces pocas personas sabían siquiera que las conferencias existían. Cuando le explicaba a alguien que iba a asistir a una conferencia TED, la respuesta habitual era: «¿Ted qué? ¿Cuál es su apellido?».
Entonces, en 1998, en el trayecto de avión hacia las TED, viajaba sentada junto a mí una adolescente. Venía de una familia pobre, pero aspiraba a ser alguien en la vida, y me preguntó: «¿Cuál es la clave del éxito?». Pese a que yo había alcanzado un cierto grado de éxito, fui incapaz de responderle. Bajé del avión, me dirigía a las TED y me hallé de pie en una sala llena de personas de éxito de multitud de ámbitos distintos. Entonces tuve una revelación. ¿Por qué no preguntarles qué les había ayudado a alcanzar el éxito y descubrir dónde estaba la clave para ello?
Me emocioné. Me vinieron unas ganas tremendas de entrevistar a aquellas personas. Pero entonces se instalaron en mí la duda y la timidez; ¿por qué iban a querer aquellas personas hablar conmigo? No era ningún periodista famoso. Me quedé paralizado, sudando, con mariposas en el estómago y me desplomé contra la pared. Estuve a punto de poner fin al proyecto incluso antes de haberlo arrancado, cuando de repente se me acercó caminando Ben Cohen, el cofundador de la marca de helados Ben & Jerry’s Ice Cream. Me dije que era ahora o nunca, de manera que lo asalté y espeté: «Ben, estoy trabajando en un proyecto. Ni siquiera sé qué preguntarle, pero ¿puede explicarme qué le ayudó a conseguir el éxito?». Y me contestó: «Claro, vamos a tomar un café».
Quizá pienses que aquel pequeño éxito enterró mis temores. Nada más lejos de la realidad. Durante las primeras 300 entrevistas, la vergüenza, la ansiedad y las mariposas se apoderaron de mí cada vez que me acercaba a alguien. Pero no era más que una cuestión de práctica y ahora, mil entrevistas después, ya no me da vergüenza. Si se me pusiera en el camino Oprah, me lanzaría a sus brazos.
En aquel momento llevaba seis años estudiando el éxito y tenía una tonelada de información útil por compartir. Pero ¿qué hacer con ello? La mera idea de hablar en público hacía que me echara a temblar. Me apunté entonces a un curso para aprender a hablar en público. (En realidad, mi mujer lo cursó antes y me copié de ella, que es lo que suele ocurrir.) Asistí a aquel curso cada lunes por la noche y me forcé a colocarme delante de un grupo reducido de personas y dar una charla de dos minutos. La primera semana estaba tan asustado que apenas pude abrir la boca. Pero, tras doce semanas de práctica, el miedo y la timidez desaparecieron como por arte de magia.
Concluido el curso, seguía sin ser un gran orador, pero al menos era capaz de dar una charla sin que me temblara todo el cuerpo. Me sentía preparado para empezar a compartir mis averiguaciones, sobre todo entre gente joven, como la muchacha de la avión. Compuse una presentación en PowerPoint de dos horas de duración e impartí unas cuantas charlas a grupos reducidos de estudiantes de secundaria y universidad en sus salas de estar. Y, a medida que fui ganando confianza, me obligué a hablar ante centenares de estudiantes en el auditorio de una universidad.
Llegó el año 2004 y se aproximaba la siguiente Conferencia TED. Me apetecía compartir mis investigaciones con los asistentes que me habían concedido entrevistas en los años precedentes. Le envié un mensaje de correo electrónico a Chris Anderson, que se colocó al mando de TED en 2002: «Chris, voy a visitar Silicon Valley por negocios. ¿Podría mostrarte los resultados de mis investigaciones en torno al tema del éxito? Podría ser una buena conferencia TED». Tuvo la amabilidad de quedar conmigo para desayunar en Buck’s Diner, en Woodside, y le mostré la presentación en PowerPoint de dos horas. (¡Pobre Chris!) Y me hizo una crítica fabulosa… pero no me concedió una conferencia TED.
Entonces, un año después, en 2005, Chris envió un comunicado anunciando que querían programar algunas charlas de tres minutos, además de las habituales de 18 minutos, y que se abría la convocatoria para los interesados. Respondí al instante: «Chris, ¿recuerdas aquella presentación de dos horas que te hice en el Buck’s Diner? Pues podría hacerla en tres minutos». Chris: «¿¿¿En 180 segundos??? Piensa que el micrófono se desconecta…». Yo: «¡Y tanto! ¡Ni un segundo más!». Chris: «Venga. Te apunto. Buena suerte».
Ahora la presión era acortar la charla de dos horas a tres minutos. Pasé semanas recortando y revisando, y practiqué cientos de veces. Durante todo aquel tiempo, aquellos 180 segundos se cernían sobre mí, a punto para cortarme el micro a media frase. No obstante, el enemigo de los tres minutos en realidad es un aliado, porque obliga a llegar al corazón del contenido y a expresarse con una claridad cristalina.
Finalmente me encontré sentado en la fila delantera de las conferencias TED, esperando a que llegara mi turno para subir al escenario. Eché un vistazo a mi alrededor y vi ponentes de la talla de Bill Gates y otros grandes nombres a quienes admiraba profundamente. El presentador anterior a mí era James Watson, ganador de un Premio Nobel por haber codescubierto la estructura del ADN. Si estás nervioso, nada mejor para apaciguarte que salir a hablar después de él… Pensé: ¿qué demonios estoy haciendo aquí? A nadie le interesa lo que tengo que decir. Mi nerviosismo iba en aumento; tenía retortijones de estómago. Eché un vistazo al papel que llevaba en la mano, donde había garabateado tres recordatorios: 1. Diviértete. 2. No dejes de sonreír. 3. Richard Feynman. ¿Por qué aquel gran físico? Porque en su libro ¿Está usted de broma, Sr. Feynman? explica cómo se calmó en una ocasión en que debía hacer una ponencia con Albert Einstein entre el público:
Recuerdo muy claramente cómo me temblaban las manos al verlos sacar mis notas de un sobre marrón. Pero entonces ocurrió un milagro […]: en el momento en que empiezo a pensar en física y tengo que concentrarme en lo que estoy explicando, nada más puede ocupar mi mente, y quedo completamente inmunizado contra el nerviosismo.
Así que allí estaba yo, temblando, recordándome aquellas claves; y luego subí al escenario TED y me concentré al cien por cien en el contenido de mi charla y en lo que necesitaba comunicar. Todo lo demás desapareció. Establecí contacto visual con algunos miembros del público, pero tenía la mente completamente absorta en lo que estaba diciendo. Miré al reloj. ¡Oh, no! Ya estaba en marcha. Los 180 segundos habían empezado a descontar. Hice la presentación volando, sin pausas, sin detenerme, sin esperar a que se acallaran las risas, y acabé justo a tiempo. ¡Uf! Y ésa es la historia previa a mi primera conferencia TED.
Me gustaría dejarte con unos cuantos consejos que se hacen eco de lo que leerás en este libro. En primer lugar, olvídate de ser un gran ponente. Sal al escenario y difunde tus ideas lo mejor que sepas. No es el lenguaje lo que inspira a las personas; es el contenido. En segundo lugar, piensa que cada cual tiene un estilo propio. Ken Robinson tiene el suyo y yo tengo el mío. Sé auténtico y comunícate como sueles hacerlo cuando no estás en el escenario. Y, en tercer lugar, sigue el guión. Si has invertido días, semanas y, en ocasiones, meses elaborando un discurso, no lo lances por la borda e improvises sobre la marcha. He visto a varios oradores empezar improvisando y siempre es la peor parte de su charla. Y, por último, practica, practica y practica. Es la clave para llegar a ser bueno en algo, incluido hablar. He entrevistado muchos grandes oradores. Nadie es buen orador «por naturaleza». Todos han practicado hasta la saciedad.