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Cabaña, Toblach.
© Lebrecht Music and Arts Photo Library / Alamy
En la ladera florida de un valle alpino se alza una cabaña prefabricada con un tejado a dos aguas (¿fue así como empezó la arquitectura, con la construcción de un simple refugio de madera en plena naturaleza?). Se trata de un edificio pequeño, ni pintoresco ni inusitadamente lujoso, y está cercado por una empalizada de pino coronada por alambre de espino. Tras él, árboles frondosos trepan cual asesinos. Las hojas crepitan, los niños aldeanos chillan... Corre el año 1909 y los campesinos aún no se han desvanecido de esta región del mundo. Del interior de la cabaña sale el sonido de un piano. Las notas fluyen de manera incierta, ora a trastabillones, ora melifluas. El aire sereno de la montaña las transporta con nitidez. De súbito, algo oscuro y con plumas se precipita hacia la cabaña y se escucha el estrépito de un vidrio haciéndose añicos. El ruido recuerda al sonido de un címbalo. El piano enmudece y Gustav Mahler, el morador de la cabaña, grita de asombro al ver a una urraca perseguida por un halcón atravesar el cristal de la ventana. Ambas aves revolotean sobre su cabeza, en plena lucha.
Durante miles de años, los seres humanos han intentado imaginar la génesis de la arquitectura en tales términos: una escena idílica, una cabaña de madera y la chispa creativa que dio origen a la historia de los edificios (las urracas y los compositores no suelen ser los protagonistas típicos de estas fabulaciones, lo admito). Revisar los orígenes de la arquitectura no es sólo algo que hacen los historiadores; al igual que Mahler, muchos artistas han trabajado en estructuras «primitivas», y la popularidad de las casetas de playa, las cabañas en los árboles y los cobertizos de jardín sugieren que se trata de una idea estimulante. Artistas, veraneantes e historiadores por igual encuentran confort en la pureza de los orígenes. Sin embargo, empezar por el principio plantea casi tantas incógnitas como despeja. Sin ir más lejos, podemos preguntarnos si hubo un solo origen de la construcción o fueron múltiples. ¿Debemos descartar los intentos en vano y limitarnos a los que dieron fruto? ¿Qué sabemos de la construcción en la prehistoria? ¿Y en qué momento trazamos la línea entre las primeras estructuras sencillas y la Arquitectura con mayúsculas?
Me temo que esta última pregunta es una suerte de maniobra de distracción, pues no tengo intención de responderla. Con un gesto altivo, el historiador de la arquitectura Nikolaus Pevsner inició su Breve historia de la arquitectura europea declarando que un cobertizo para bicicletas no era merecedor de su atención porque no era arquitectura. Yo, en cambio, pasaré mucho tiempo merodeando por los cobertizos para bicicletas de la historia. Y en lo que concierne al problema de los orígenes, confieso que he hecho trampas, pues no he empezado por el principio propiamente dicho (Mahler podía tener muchos defectos, pero no era ningún Neandertal), sino que, en su lugar, he elegido un punto, que podría haber sido cualquier otro momento en el que los humanos se hubieran retirado a un refugio primitivo, que se remonta al principio de las cosas. Además, a lo largo de este proceso he cambiado la parábola de la flecha del tiempo por un juego de serpientes y escaleras de mano, tal vez menos elegante, pero también más apropiado para cartografiar un tema tan enmarañado como el que me dispongo a abordar. Si bien este libro se organiza cronológicamente en diez capítulos centrados en una construcción, en sus páginas seguiré una senda sinuosa, moldeando el tiempo y el espacio para dar cuerpo a temas como el sexo, el poder, la moralidad y su conexión con la arquitectura. Así pues, deslicémonos ahora con la serpiente de Mahler hasta la ciénaga primordial. El humilde lugar que el compositor escogió para trabajar sugiere un anhelo atávico por el tema que acometo: los orígenes de la arquitectura.
Mahler se refugió en las montañas para rehuir las distracciones de la ciudad moderna, y compuso la mayor parte de sus grandes obras en una sucesión de tres Häuschen («casitas») alpinas durante sus descansos como director de orquesta en Viena y Nueva York. La estructura de madera que he descrito al inicio fue la última casita que habitó. Se trata de una cabaña construida en un terreno perteneciente a la granja donde permaneció durante los tres últimos veranos de su vida, en el municipio tirolés de Toblach. Lejos del calor y del bullicio de Viena, Toblach seguía siendo un paraje rústico preindustrial en los albores del siglo XX . Pero la vida rural hizo enloquecer a Mahler, quien escribió cartas exasperadas a su esposa en que se lamentaba del barullo que hacían sus anfitriones. «¡Qué placer sería vivir en el campo si los campesinos nacieran sordomudos!»,
Además de la cotidianeidad irritante de la vida campestre, la estancia de Mahler en el campo resultó ser lo opuesto a un idilio: durante sus vacaciones en los Alpes en 1907 su hija menor murió a causa de una neumonía y, en 1910, él mismo sufrió una crisis nerviosa en Toblach tras descubrir que su esposa había tenido un amorío con el arquitecto Walter Gropius, posterior director de la Bauhaus y constructor de otra estructura primitiva de madera en una zona residencial de Berlín, la Sommerfeldhaus. Despechado y aquejado del corazón, Mahler falleció la primavera siguiente; al parecer, ni siquiera dentro de una caja y bien cercado pudo aislarse del mundo.
Ahora bien, Mahler no fue el único que se refugió en una cabaña; muchos artistas y escritores han trabajado en estructuras básicas similares. Hay a quien sólo le llega la inspiración en soledad, cuando regresa a los inicios más primigenios, a la construcción más elemental, quien necesita borrar la pizarra antes de abordar el acto creativo. Mark Twain, Virginia Woolf, Dylan Thomas, Roald Dahl y George Bernard Shaw escribieron en cabañas (la de Shaw pivotaba sobre su eje siguiendo la luz del sol); Heidegger y Wittgenstein filosofaron en chabolas, y Gauguin falleció en una cabaña en el Pacífico Sur rodeado de isleñas menores de edad (él la llamaba su