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Antonio Machado Carrillo - Catorce días: Reflexiones sobre la vida, la mente y más cosas

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  • Libro:
    Catorce días: Reflexiones sobre la vida, la mente y más cosas
  • Autor:
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    Caligrama
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  • Año:
    2017
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Catorce días: Reflexiones sobre la vida, la mente y más cosas: resumen, descripción y anotación

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Antonio Machado Carrillo es un biólogo canario que un buen día marchó a Laos y se puso a escribir durante «catorce días». El producto de este encuentro consigo mismo es una mezcla de cuaderno de viaje, ensayo filosófico, libro de divulgación y legado intelectual difícil de etiquetar, pero que no deja indiferente al lector. Explica y razona el sentido de la vida (materia viva) y de la mente (materia pensante) como fenómenos cósmicos; aborda la importancia que la información tiene en la evolución del universo y en la de los seres vivos; trata de los instintos y logros culturales de nuestra especie vista como amalgama psicobiológica; del futuro de la naturaleza en una psicosfera, de la humanina, de los riesgos del ecofascismo, de los males de la abundancia, de la infoxicación, de las creencias, de la razón de vivir o ikigai de las personas, y de más cosas como se indica en el título. Es un libro generoso con el que se aprende; que invita a la reflexión, o tal vez la imponga...

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Ca torce días
Reflexiones sobre la vida, la mente y más cosas

Segunda edición: junio 2018

ISBN: 9788417234775
ISBN eBook: 9788417321895

© del texto:

Antonio Machado Carrillo

© de esta edición:

, 2018

www.caligramaeditorial.com

info@caligramaeditorial.com

Impreso en España – Printed in Spain

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Este libro está dedi cado a ti,
lectora o lector, y a nadie más.

Prefacio

Hoy es lunes 24 de julio de 2017 . Por fin me he sentado ante la mesa; tengo papel en abundancia, un tintero recién estrenado, mi fiel Pelikan, café de montaña, la pipa cargada con tabaco de Virginia, sosiego y tiempo por delante. Mucho sosiego a esta hora de la tarde.

Oigo algunos pájaros ocultos en la fronda del bosque, el chirrido de los insectos —que acabaré por desvelar cuáles son— y el batir de las aspas del ventilador que pende del techo, haciendo más llevadero el calor húmedo que me hará sudar un par de días hasta que mi fisiología se ajuste al cambio de clima. Esta vez he buscado distancia con mi isla y con los asuntos de familia y profesionales, pues ambos te secuestran la atención dejando migajas de recogimiento a lo largo del día, insuficientes para la tarea que me he impuesto.

Más que tarea, se trata de una promesa que hice a mi mujer hace ya un par de años y con visos de eternizarse. Surgió de modo inocente, un día cualquiera en que hablábamos de la vida y las personas, de sus anhelos y desvelos. Y en medio de la cháchara que iba adquiriendo matices de debate, parece que le sorprendió la tranquilidad con la que expresaba mis ideas sobre el sentido de la vida; la claridad de entendimiento en asuntos sobre los que se ha vertido tanta tinta a lo largo de la historia. Llegamos a un punto de silencio reflexivo, cosa rara en ella que es mujer de carácter e indómita en los debates; gajes de ser periodista, supongo:

—Pues si lo tienes tan claro… ¡escríbelo! —fue su desafío. Yo recogí el guante por galantería o quizás porque intuí que tal vez no fuera del todo descabellado dejar por escrito mi particular visión de la «vida». Asumido el reto, muchas veces me he visto dándole vueltas al asunto, sobre todo mientras me ducho, porque soy pensador de ducha, aunque debo confesar que tanta creatividad mañanera acaba casi siempre escabulléndose por el sumidero, como si el agua raptase celosa las ideas de mi cabeza para llevárselas cuerpo abajo y desaparecer con ellas camino al mar.

Suena pretencioso querer aportar algo novedoso sobre un tema tan trillado como el sentido de la vida, pero es que los tiros no van por ahí. He de advertirte que no es mi intención entrar en el ring de los ensayos filosóficos, metafísicos o religiosos, que de seguro llenan estanterías. De hecho, creo que desde mi época de adolescente y después de reconocerme como ateo, no he leído ninguno específico. Y mal podría confrontar mis ideas con las de pensadores dedicados a esta cuestión, si es que al final hubiera materia para debate.

Soy científico y, como tal, estoy familiarizado con los formalismos que la ciencia impone al modo en que genera su conocimiento, y de ello tendré que hablar en algún momento. En ocasiones, he abordado asuntos humanos bajo una perspectiva quizás sociobiológica —puestos a etiquetar— siguiendo las maneras de un ensayo, pero de modo poco ortodoxo; casi como un divertimento intelectual. Pues ahora ni lo uno ni lo otro. Renuncio ab initio a querer demostrar nada ni voy a discutir las ideas de otros. Con este texto, personal y subjetivo, quiero plasmar mi modo de ver algunas cosas y entender el mundo, sin más. Me espanta el proselitismo y espero sinceramente no caer en sus redes. Y si se me escapa algún ramalazo, sé indulgente y que este aviso sirva de antídoto.

Para empezar, debo aclarar que al hablar de la vida puedo referirme tanto al fenómeno natural objeto de estudio de la biología, como a la vida de nosotros, los seres humanos, que difiere bastante de la de otras especies animales, o a la vida personal de cada cual, con sus luces y sus sombras. Estas tres «vidas» están relacionadas y la gracia de todo radica tal vez en el modo en que, quien esto escribe, ha llegado a entender la vida de los seres humanos como una amalgama vida-mente muy particular, lo que me embarca en una misión explicativa de hondo calado. Recalco lo de explicativa, porque solo pretendo que entiendas por qué entiendo como entiendo las cosas, lo compartas o no.

Para alejar toda sospecha que pudiera colarse con estas explicaciones, he adoptado un formato particular para este texto, desarrollándolo como un cuaderno de viaje, muy reflexivo, eso sí, pero personal y subjetivo como corresponde a este género. Por eso, he recurrido a la pluma y el papel como mejor manera de hacer un volcado de mis ideas «a capela» —si cabe la expresión—, entrelazadas con las vivencias o menudencias de estos catorce días de vacaciones que me he regalado y, luego, con tiempo, cuando ya regrese a mi isla de Tenerife, complementaré algún que otro punto con notas a final de texto y así evitaré que las ramas acaben pesando más que el tronco. Además, necesitaré echar mano a mi querida biblioteca para cubrir aquellos datos o referencias de los que no me acuerdo.

¡Vaya!, al final he acabado por introducir algo parecido al «método», como se hace en los trabajos científicos. Parece que es cierto que el que nace lechón, muere cochino.

Me ha interrumpido Tong, la joven laosiana que trae más café humeante acompañado de esa sonrisa tan generosa que se prodiga en el sudeste asiático. Todavía no he mencionado que Laos es el destino que elegí como refugio para esta escapada. Estoy a unos doce kilómetros al norte de Luang Prabang, en un pequeño complejo de cabañas embutidas en el bosque tropical que orla una de las laderas del río Namkhan, afluente del Mekong, y bastante aislado de todo. Se llama Zen Namkhan Bou tique Resort y localmente se conoce como The Resort , pero yo me referiré a él como Zen Namkhan, para no cederle puntos gratis a la pérfida Albión.

Escogí las fechas en julio y agosto, en plena temporada del monzón, con la esperanza de que los aguaceros ahuyentasen a los turistas que van infestando cada vez más toda esta parte de Asia. De momento, bien. Solo hay una pareja neozelandesa, maduritos ambos (como yo), comiendo en una mesa algo alejada dentro de este comedor-pagoda abierto al bosque circundante. Observo que son de esas personas que se agachan cual zancudas para acercar la boca a la cuchara mientras mantienen clavado el antebrazo al canto de la mesa. A los postres, saca cada cual su moderno teléfono móvil y se ponen a darle al dedito, implantando un brexit interpersonal bastante penoso de contemplar.

Me concentro en mi plato, que estética y psicología en complicidad te pueden arruinar un buen yantar. Acaban de servirme una tempura de verduras locales bien crujientes y extraordinariamente sabrosa. La acompaño con un Chardonnay mejorable; igual es de Nueva Zelanda...

Para remate, el caballero anuncia el esfuerzo de despegarse de la silla con un pedo —que se le escapa, quiero pensar— incamufl able a la distancia que nos separa. Me recuerdo que no es culpa suya, pues el metano que libera proviene de las bacterias simbiontes que pululan en su intestino. Bien mirado, no somos esa individualidad con que nos gusta recrearnos, sino algo parecido a un transporte colectivo de bacterias, sin las cuales no podríamos subsistir. Las flatulencias son el tributo que pagamos, bastante llevadero por lo común.

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