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André Comte-Sponville - La felicidad, desesperadamente

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André Comte-Sponville La felicidad, desesperadamente

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ANDRÉ COMTE-SPONVILLE París Francia 1952 Filósofo materialista - photo 1

ANDRÉ COMTE-SPONVILLE (París, Francia, 1952). Filósofo materialista, racionalista y humanista, uno de los filósofos franceses más brillantes y apreciados tanto dentro como fuera de su país. Se inició en la escritura en 1984, al tiempo que colaboraba en diversos periódicos. Antiguo alumno de la Escuela Normal Superior de París (donde fue alumno y amigo de Louis Althusser), André Comte-Sponville fue durante mucho tiempo conferenciante de la Universidad de la Sorbona, de la cual dimitió en 1998 para dedicarse exclusivamente a la escritura y a otras conferencias ajenas a la universidad.

Es miembro del Comité Consultivo Nacional de Ética y Doctor Honoris Causa por la Universidad de Mons-Hainaut.

Sus filósofos de influencia son Epicuro, los estoicos, Montaigne y Spinoza. Entre los contemporáneos, está próximo sobre todo a Claude Lévi-Strauss, Marcel Conche y Clément Rosset.

Es autor de más de una decena de libros: Tratado de la desesperanza y la felicidad (1984); El amor, la soledad (1992); Pequeño tratado de las grandes virtudes (1995); Impromptus (1996); La sabiduría de los modernos (1999); La felicidad, desesperadamente (2000); Invitación a la filosofía (2000); Diccionario filosófico (2001); El capitalismo, ¿es moral? (2004); La filosofía. Qué es y cómo se practica (2005); El alma del ateísmo, (2006); El placer de vivir (2010); Ni el sexo ni la muerte (2012); Esta cosa tierna que es la vida (2015).

I

La felicidad fallida o las trampas de la esperanza

¿Por qué es necesaria la sabiduría? En el fondo, podrían hacerme, o hacerse, esta pregunta. ¿Necesitamos sabiduría? La tradición contesta que sí, pero ¿qué nos demuestra que tiene razón? Nuestra desgracia. Nuestra insatisfacción. Nuestra angustia. ¿Por qué es necesaria la sabiduría? Porque no somos felices. Si en esta sala los hay que son plenamente felices, es evidente que no tengo nada que aportarles, al menos si su felicidad es una felicidad en la verdad: son más sabios que yo. Les autorizo de buen grado a abandonar la sala. Pero ¿por qué habrían venido? ¿Qué podría aportarle un filósofo a un sabio?

¿Por qué es necesaria la sabiduría? Porque no somos felices. Esto nos remite a una frase de Camus, que tenía ese talento para decir con sencillez cosas graves y fuertes: «Los hombres mueren, y no son felices». Yo añadiría: por eso la sabiduría es necesaria. Porque morimos y porque no somos felices. Si no muriésemos, aun sin ser felices, tendríamos tiempo de esperar, pensaríamos que la felicidad habría de llegar, aunque fuese al cabo de unos siglos… Si fuésemos plenamente felices, aquí y ahora, quizás aceptaríamos morir: esta vida, tal como es, finita y breve, bastaría para colmarnos… Si fuésemos felices sin ser inmortales, o inmortales sin ser felices, nuestra situación sería aceptable. Pero ser a la vez mortal y desgraciado, o saberse mortal sin considerarse feliz, es una razón de peso para tratar de arreglárselas y, como decía Epicuro, filosofar de veras, es decir, para tratar de volverse un poco más sabio.

También nos remite a otro enunciado, en este caso una aportación de Malraux. Un día, Malraux conoce a un anciano sacerdote católico, y lo que fascina al librepensador Malraux, en este personaje del anciano sacerdote, es sobre todo la experiencia de confesor que, acertadamente, presupone en él. Malraux le pregunta: «Padre, dígame qué ha descubierto, en toda esta vida de confesor, qué le ha enseñado esta larga intimidad con el secreto de las almas…». El anciano sacerdote reflexiona unos instantes y responde a Malraux —cito de memoria—: «Le diré dos cosas. La primera, que la gente es mucho más desgraciada de lo que creemos. La segunda, que no hay grandes personas». Yo añadiría nuevamente: por eso la sabiduría es necesaria, por eso hay que filosofar. Porque somos mucho más desgraciados, o mucho menos felices, de lo que los otros creen; y porque no hay grandes personas.

Éste es mi punto de partida: no somos felices, o no lo somos suficiente, o demasiado excepcionalmente. Pero ¿por qué?

No somos felices, a veces, porque todo va mal. Los que no eran felices en Ruanda o en la ex Yugoslavia, en los peores momentos de las masacres, o los que no son felices hoy en Timor oriental, o, más cerca de nosotros, los que padecen la miseria, el paro o la exclusión, o los que sufren una enfermedad grave o tienen un allegado al borde de la muerte…, que éstos no sean felices, lo comprendo fácilmente, y la mayor urgencia, para ellos, no es en absoluto filosofar. No digo que no haya lugar para filosofar en Timor oriental o en un servicio de oncología, pero diría que no es la principal urgencia: primero hay que sobrevivir y luchar, ayudar y curar.

No somos felices, pero no siempre porque todo va mal. También ocurre, y con mayor frecuencia, que no somos felices ni siquiera cuando todo va más o menos bien, al menos para nosotros. Pienso en los momentos en que uno se dice: «Lo tengo todo para ser feliz». Salvo que, ustedes lo han advertido igual que yo, no basta con tenerlo todo para ser feliz… para serlo efectivamente. ¿Qué nos falta para ser felices, cuando lo tenemos todo para serlo y no lo somos? Nos falta la sabiduría.

Sé bien que los estoicos (y los epicúreos no eran menos ambiciosos) pretendían que el sabio es feliz en toda circunstancia, le ocurra lo que le ocurra. ¿Se ha incendiado tu casa? Da igual: si tienes la sabiduría, ¡eres feliz! «Pero en la casa estaban mi esposa y mis hijos… ¡Todos han muerto!». Da igual: si tienes la sabiduría, eres feliz. Tal vez… Confieso que me siento incapaz de este tipo de sabiduría. Ni siquiera me siento capaz de desearla verdaderamente. Además, los mismos estoicos reconocían que quizá no había existido ningún sabio, entendido como ellos lo definían. Esta sabiduría, absoluta, inhumana o sobrehumana, no es más que un ideal que nos deslumbra al menos tanto como nos alumbra. Soy como Montaigne: «Espántanme esas posturas trascendentes, como los lugares altos e inaccesibles». No es una razón para vivir de cualquier manera ni para renunciar a la felicidad.

¿Qué nos falta para ser felices cuando lo tenemos todo para serlo y no lo somos? Lo que nos falta es la sabiduría o, en otras palabras, el saber vivir, pero no en el sentido de la urbanidad o la corrección del saber estar, sino en el sentido profundo de la expresión, en el sentido en que Montaigne afirma que no hay «ciencia tan ardua como saber vivir esta vida bien y naturalmente».

¿Aprender a vivir? De acuerdo. Pero entonces no podemos evitar el verso de Aragon, bellamente popularizado por Brassens: «El tiempo de aprender a vivir ya es demasiado tarde…».

Cuando era profesor de terminale, durante aquella famosa primera clase del año en que había que explicar a los alumnos qué era la filosofía, citaba a menudo la definición de Epicuro con la que he iniciado esta conferencia, y también el verso de Aragon «El tiempo de aprender a vivir ya es demasiado tarde…» (aún no sabía que una idea vecina se encuentra en Montaigne: «Nos enseñan a vivir cuando la vida ya ha pasado»). es decir, para aprender a vivir o para ser feliz.

Tenemos un deseo de felicidad. Ésta es la idea de Pascal: todo hombre quiere ser feliz, inclusive el que va a ahorcarse. Se ahorca precisamente para escapar de la desgracia; y escapar de la desgracia es acercarse aún más, al menos tanto como uno puede, a una cierta felicidad, aunque sea negativa o la misma nada… Nadie escapa del principio de placer: pretender escapar de él (mediante la muerte, el ascetismo…) es permanecer sometido a él.

Tenemos, por lo tanto, un deseo de felicidad, y este deseo es frustrado, defraudado, herido. Otro verso de Aragon, en el mismo poema: «Digan las palabras “Mi vida” y contengan sus lágrimas…». La felicidad nos falta; la felicidad se nos escapa.

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