Sumario
¿ Qué es la filosofía? La pregunta ya es filosófica o, en cualquier caso, puede llegar a serlo (ninguna pregunta es filosófica por sí misma: solo llega a serlo en el seno de una determinada problemática, que le concede su sentido y su alcance), lo que explica que haya tantas respuestas diferentes, o poco le falta, como filosofías diferentes. Al encuadrarse este libro en una colección enciclopédica, uno aspiraría sin embargo a una respuesta ecuménica, aunque fuera escolar, que pudiera aclarar al gran público sin desagradar demasiado a los especialistas. Pero ¿cuál? La etimología no es suficiente. Que philosophia , en griego, signifique «el amor o la búsqueda de la sabiduría» no lo ignora nadie. Pero ¿qué es la sabiduría? ¿Y qué demuestra una etimología?
Razonemos más bien de una manera aristotélica: busquemos el «género próximo» y la «diferencia específica». ¿En qué categoría más general se puede incluir la filosofía? ¿Una actividad? ¿Una práctica? ¿Una disciplina? Sin duda, pero significa abordar el problema desde demasiado lejos. ¿Un saber? Es una respuesta tradicional y obsoleta. Las palabras «filosofía» o «sabiduría», hasta el siglo XVIII, podían designar el conjunto del saber racional, tanto en griego antiguo (por ejemplo, en Aristóteles)
El mismo ejemplo impide, para definir la filosofía, tomar como punto de partida los libros: Sócrates no escribió ninguno. La filosofía es más una praxis , en el sentido aristotélico del término, que una poiesis , más una actividad que una creación, más una práctica que una obra. No tiene necesidad, para ser lo que es, de una finalidad exterior; se basta a sí misma y no produce otra cosa, cuando ello sucede, que por añadidura.
Sócrates, «el maestro de los maestros», La fórmula, por muy clarificadora que sea, no podría tomarse al pie de la letra: incluso las provocaciones silenciosas de un Diógenes solo tienen que ver con la filosofía gracias al discurso que las acompaña (comenzando por el del propio Diógenes) o el que implican (por ejemplo, los discursos de Antístenes o de Sócrates). No basta con masturbarse en la plaza pública para ser filósofo. Es necesario todavía que eso produzca un sentido, y no como síntoma, sino como argumento o como objeción, lo que solo puede suceder a causa de alguna doctrina o razonamiento que ejemplifique, incluso tácitamente, y que se podría, al menos en derecho, explicitar. No todos los filósofos han escrito. Pero todos hablaron y razonaron; de lo contrario, no serían filósofos.
Tal es el género , todavía no próximo, del que yo partiría: la filosofía es una práctica discursiva y razonable (más que «racional», pues un delirio, a su manera, también lo es). Se incluye en el mismo conjunto, desde este punto de vista, que las matemáticas, la biología, el periodismo (cuando es razonable) o una investigación policial (cuando es discursiva). Tenemos entonces que encontrar la o las diferencias específicas que caracterizarán a la filosofía en el campo más general de la razón discursiva. La filosofía es una determinada especie de discurso razonable. Pero ¿cuál? ¿Cómo especificar la filosofía? ¿Por la búsqueda de la verdad? Esta es una dimensión necesaria, pero no suficiente, puesto que se puede buscar la verdad sin hacer filosofía (tal es el caso, la mayoría de las veces, de los científicos, de los periodistas o de los comisarios de policía). ¿Por la búsqueda de la verdad a propósito del Todo ? Eso sería reducir la filosofía a la metafísica, que no es más que una de sus partes, y excluir de su campo, muy injustamente, a un Maquiavelo o a un Bachelard. ¿Por la abstracción? Sí, en gran medida. La filosofía se hace con palabras, pero con palabras que designan la mayoría de las veces ideas generales, nociones o conceptos. Se hace con razonamientos, pero que tienden hacia una verdad necesaria o universal, más que al establecimiento de un hecho contingente o de una verdad singular.
Esto es lo que distingue a la filosofía frente a la historia y la literatura. La poesía, decía Aristóteles, es «más filosófica» —porque es más general— que la historia. No dice lo verdadero, sino lo verosímil; no lo que sucedió, sino lo que puede (o podría o habría podido) suceder; no lo real, sino lo posible o lo necesario. aunque esta conjunción feliz y rara no invalida tampoco la diferencia esencial entre poesía y filosofía. Los Ensayos de Montaigne, por muy deliciosamente singulares que sean varias de las proposiciones que contienen, solo son filosóficos —y lo son con seguridad— por las concepciones o interrogaciones generales que exponen. «Me describo a mí mismo», prevenía su autor. Pero cualquier hombre, al llevar en sí «la forma entera de la condición humana», no nos da que pensar únicamente sobre sí mismo (eso solo sería literatura), sino, y de un modo deliberado, sobre la humanidad en general, sobre la vida, sobre la muerte, sobre la política, sobre la razón, sobre la amistad, sobre la felicidad, sobre el ser, sobre el tiempo, etc.; en resumen, sobre lo que se puede llamar la filosofía de Montaigne, que no es la de Platón ni la de Hegel, tanto da, aunque también es filosofía y —así es al menos la definición que busco— en el mismo sentido de la palabra. Por lo demás, Montaigne se incluye bajo este concepto en el programa de nuestros últimos cursos de bachillerato, del mismo modo que en la casi totalidad de nuestras historias de la filosofía y «Diccionarios de filósofos». Es de justicia: si bien desconfía de los sistemas, no se niega ni a la abstracción ni al razonamiento, donde destaca, y no desdeña elaborar —por ejemplo, sobre el conocimiento o la virtud— algunas teorías al menos provisionales. No hay más sabiduría que singular, apunta («Aunque podamos ser expertos en el saber de otro, solo podemos ser sabios con nuestra propia sabiduría»). Pero esta es una afirmación general, que concierne bajo este concepto a la filosofía, y no a la sabiduría. Lo mismo sucede, aunque no me pueda detener en ello, a propósito de la naturaleza o el tiempo. Por eso Montaigne es filósofo, y no simplemente, cosa que sería suficiente para merecer su gloria, uno de nuestros más grandes escritores.
Ocurre lo mismo, y a fortiori , con Platón o con Kant, con Aristóteles o con Hegel, con Hume o con Nietzsche, con Bergson o con Popper. La abstracción, incluso para descubrir lo concreto, es su camino obligado. Esto nos permite precisar nuestra definición: práctica razonable y discursiva, la filosofía también es una práctica teórica , es decir, indisolublemente abstracta, por lo que respecta a sus objetos, y general, si no universal, en cuanto a sus resultados. Esto elimina del campo de nuestra definición, y era evidentemente necesario, tanto al periodismo como a la investigación policial —aunque uno y otra fueran razonables, como es de desear—. No quiero decir, desde luego, que un periodista o un comisario de policía no puedan elaborar teorías generales, por ejemplo sobre la información o sobre la criminalidad. Pero cuando lo hacen, no concierne a su oficio. Atañe a la filosofía, por lo menos si proceden de una forma abstracta y rigurosa: habrán conseguido lo que se podría llamar una filosofía de la información o una filosofía del crimen, de las que es difícil pensar, en realidad, que podrían prescindir (por eso es deseable que haya filosofía en nuestras escuelas de periodismo, como existen desde hace tiempo, en nuestras facultades de derecho, cursos de filosofía), pero que también pueden provocar el interés, en proporción a su universalidad, de todo ser razonable finito dotado de una cultura filosófica por lo menos mínima. La filosofía no es patrimonio de nadie. Todo el mundo tiene derecho a ella, puesto que todos la necesitan; aunque únicamente en función de la razón y la abstracción de que son capaces.
Esto concede la razón a Auguste Comte, que pretendía que el filósofo fuera «el especialista de las generalidades». Es una definición peligrosa, que podría convertirse pronto en peyorativa (la palabra «generalidad», sobre todo en plural, lo es a menudo), pero que no carece de cierta inquietante y estimulante verdad. En filosofía, uno no escapa a las generalidades, en el sentido peyorativo del término (a la mala abstracción, a la vaguedad, a la imprecisión), más que por su talento o su genio, que convierten una idea general (a fuerza de inteligencia, de rigor y de creatividad) en una obra a la vez singular y universal —ya no una idea general, sino un concepto.