Constantino Carvallo Rey - Diario Educar
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- Libro:Diario Educar
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2005
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Diario Educar: resumen, descripción y anotación
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Hay dos maneras de conocer el colegio Los Reyes Rojos. La más simple es dirigirse al distrito de Barranco, preguntar a los vecinos y darse de frente con el singular edificio, sede del trajín escolar. Pero eso, en verdad, es solamente un dato para la apariencia, para la fisonomía de concreto armado. El colegio es otra cosa. O mejor dicho, es muchas cosas más. Por un lado, es el número de muchachos egresados con los que uno ha tropezado en la universidad. Por el otro lado (el insondable, pero en verdad, el realmente importante), el colegio es Constantino Carvallo. Y cuando lo nombro, no me remito a los escuetos datos que le interesan al Registro Civil o al Reniec. Me refiero esencialmente a una escrupulosa labor pedagógica que, a lo largo de los años, se ha ido perfilando y acrecentando, y de la que este libro ofrece testimonio incontrastable.
En este singular volumen, se pregunta Carvallo si puede enseñarse el amor pedagógico, y olvida decir que la respuesta afirmativa la ofrece en estas valientes páginas, que son un vivo testimonio de cómo es posible (y deseable, ciertamente) realizar el eros paedagogicus. A lo largo del libro, unas veces claramente consignada, pero las más veces solamente intuida, la palabra espíritu ilumina el corazón del lector, y lo convierte en un silencioso protagonista. Aquí, Constantino nos expone, aunque involuntariamente, su eros paedagogicus. Leyendo estas evocaciones de Carvallo he ido recor-dando a los varios alumnos de Los Reyes Rojos que he conocido en la universidad. En la memoria evoco asociados muchos nombres: ahí está cada uno, con su singular independencia, seguro de sus ilusiones, cons-ciente de su fragilidad, pero firme. A través de cada uno de estos muchachos puedo dar fe de cómo ha ido Constantino perfeccionando (rectificando, acomodando, recreando) estrategias pedagógicas. Los Reyes Rojos no ha sido un colegio que ha crecido en espacio y tiene ahora más alumnos que los que tuvo en la etapa inaugural. El crecimiento de que este libro da cuenta, sin proponérselo, es el de una vocación pedagógica que ha ido madurando gracias a una vigilancia constante de propósitos y estrategias.
Yo no he podido engolfarme en la lectura del texto y olvidarme de cómo y cuándo nació mi vínculo con este muchacho Carvallo. Este libro de memorias con que ahora nos regala ha servido para que yo, que me había acostumbrado a verlo crecer por afuera, haya podido comprobar cómo y cuánto ha crecido Constantino por dentro. Vivir ilusionado con su vocación es el premio mayor a que puede aspirar un maestro. Este recuento de ilusiones y fracasos es el mejor testimonio del eros paedagogicus que viene alimentando la vida y la pasión de Carvallo.
Luis Jaime Cisneros
El filósofo y economista inglés John Stuart Mill ha escrito que "la educación verdadera depende del contacto del alma humana viviente con el alma humana viviente". Sin embargo, todo lo que tenemos para educar es el cuerpo. ¿Cómo llega un alma a acercarse a otra si su tacto está limitado por la piel, si no mira sino materia y conducta?
Me ha pedido la decana de una facultad de educación que escriba un artículo sobre la formación de los maestros. No he podido. Y es que no logro penetrar en el discurso del currículo y no encuentro qué curso, qué programa, pueda capacitarnos para lo que Mill llama "educación verdadera". Lo cierto es que, para poder educar, debe haber un modo de alcanzar la interioridad, el núcleo profundo de otro ser humano y de influenciarlo hasta modificar su voluntad, su carácter. ¿Cuál es ese camino? ¿Puede este sortear al cuerpo?
Las palabras no son la vía, eso está claro. El fenomenólogo Bernard Curtis dice que el maestro se parece a la atmósfera; su conducta manifiesta signos que se interpretan como un día soleado o amenaza de tormenta: "Gestos, ademanes y amaneramientos inconscientes: un movimiento habitual del brazo aparentemente amenazante, y un parpadeo en el ojo; ocasiones en que su voz, jamás suave y cálida, sube de tono y lastima; la tendencia a interrumpir a los niños cuando están contestando y de corregir sus errores desdeñosamente, una preferencia por las preguntas difíciles, una manera de descuidar o ignorar a un niño en particular, porque es un poco más lento en comprender que los demás; una insensibilidad hacia las dificultades que tienen los niños para entender, y hacia sus tensiones y temores consecuentes". Curtis cree que la conducta inconsciente e involuntaria del maestro es su carta de presentación ante los alumnos y que la dilatación de la pupila es más importante que la propia preparación del curso.
La voz del maestro, su tono, su textura, su ritmo, dice más que las palabras mismas y abre o cierra el complicado sendero hacia el corazón del otro. También nuestros pasos, nuestros silencios, nuestra risa, nuestra respiración. Es el cuerpo manifestando lo que somos, nuestras íntimas seguridades y, sobre todo, nuestra verdadera intención. La sinceridad o la falsedad del amor que sentimos por los alumnos no puede ocultarse; los niños la descubren en la mirada, en un ademán nuestro para ordenar silencio, en el músculo del rostro que no sabe ocultar nuestro tedio, nuestra impaciencia o nuestro miedo. Bertrand Rusell, filósofo y matemático, sostiene que "la soledad del alma humana es insoportable, nada la puede penetrar, excepto la más alta intensidad de esa especie de amor que han promulgado los maestros religiosos; lo que no emane de ese motivo es dañino o, en el mejor de los casos, inútil". ¿Qué decir sobre la formación de los maestros? ¿Puede enseñarse el amor pedagógico, puede transmitirse en aulas y con separatas?
Los maestros fracasan porque no aman a sus alumnos, no en el fondo callado de sus almas. Y el oficio desgasta y cansa como ningún otro porque alma y cuerpo se entregan sin tregua al cuidado atento del prójimo, a la generosidad multiplicada, al combate gigantesco con uno mismo para entregar siempre lo mejor.
En el día soy el rey. Doy seguridad, mis brazos parecen transmitir la fuerza suficiente para llenarlos de vida y para emprender la aventura de existir. Así mis hijos pequeños me miran como el gigante que soy. Así reino hasta la noche o hasta la llegada del dolor. Cuando oscurece voy empequeñeciendo, hasta convertirme en casi un extraño, diminuto ser sin fortaleza. Un pigmeo que ya no puede calmar la ansiedad. Entonces surge la figura materna: la mamá o la mama. Es la hora de la mujer. Solo su olor salva. Voy corriendo a la cuna porque la niña llora pero ella, que no sabe hablar, tiene la suficiente elocuencia y el inocente desparpajo para decirme en su media lengua: "Tú no. Mami". Carajo, como si la mami tuviera muchas ganas de verla a esa hora.
Lo mismo cuando algo duele. Si el llanto es de verdad rechazarán mis brazos como si fueran los del hombre lobo. Mami o Feli, una mujer, unos pechos, un aroma que recuerda sabe dios qué mundo platónico, qué paraíso perdido donde tuvieron placer incomparable y comodidad. Pequeños canallas, queridos traidores. Si todo va bien, si brilla el sol y el día promete, si no me caigo, si no viene la fiebre, si no me duele la ingle, entonces con ustedes aparece papi, papito, el campeón.
Un día me quedé solo con los convenidos. El niño se pegó un contrasuelazo y al ver que no había presencia femenina dentro de la casa ni chistó. Un héroe. "¿Te dolió hijito?". "No mucho papi", y seguimos jugando. Seis horas más tarde llegó la mami. Ni bien sonó la llave se sacudió de mis brazos como si tuviera lepra —no dijo "zafa" porque todavía no conoce esa palabra— y corrió llorando a los brazos benefactores de su mamá.
¿Cuál es la función del padre? La verdad es que es el dolor y no el placer lo que nos une a nuestras madres, la verdad es que buscamos en el cuerpo femenino el consuelo para el desasosiego que nos come por dentro, que desde niños aprendimos a retroceder hacia el útero cuando las papas queman y no supimos o no quisimos valorar los brazos firmes que ofrecía el desdeñado padre. ¿Envidia del pene? ¡Las huiflas! Ellas, las mujeres, poseen el magnetismo. Ocurre que los padres no sintonizamos tanto con el dolor o con los miedos de los niños porque mantenemos distancia de sus sentimientos, porque esos pequeños no han salido de nuestro vientre, porque no los poseemos. Son sujetos, niños, otros. No son parte de mí y no deseo que lo sean. Esa distancia tan saludable, este estar atento pero no pendiente, es despreciado por las criaturas y malinterpretado por las madres, como todo padre que se respete bien sabe. Porque el niño asustado o adolorido quiere magia, olores, hechizos de amor que nuestro cuerpo masculino no sabe dar. Esta es la misión del padre: convencerlos de la conveniencia de enfrentar la noche, el miedo y el dolor sin sucumbir a la adicción primigenia, sin emprender el retorno al huevo. Porque, finalmente, los niños crecerán y habrá un tiempo en que tendrán que aceptar la soledad esencial del alma y no habrá mamá en las horas difíciles de la madurez y el envejecimiento. Tampoco habrá papá, pero quedará su lección: que no hay dolor que dure, y que a la noche le sigue siempre el día.
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