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Carlos Goñi - Cuéntame una historia

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Carlos Goñi Cuéntame una historia
  • Libro:
    Cuéntame una historia
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    ePubLibre
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  • Año:
    2016
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Cuéntame una historia: resumen, descripción y anotación

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Las historias que no se cuentan caen en el olvido y horadan la memoria. Eso lo sabía bien Heródoto de Halicarnaso, «el padre de la historia», como lo llamó Cicerón. El primer historiador publicó sus «investigaciones» con el fin de que «no llegue a desvanecerse con el paso del tiempo la memoria de las gestas de los hombres». Viajó por todo el mundo conocido, indagando, preguntando, observando… y recopiló sus «historias», es decir, el informe de sus indagaciones —según la traducción fiel del griego—, en una obra grandiosa que ha pasado a la posteridad con el desnudo título de Historia.

Ante la obra de Heródoto, las diferentes ediciones titubean entre llamarla Historia o Historias. A mi juicio, aquí el número gramatical es indiferente, pues el infatigable viajero de Halicarnaso quiso hacer las dos cosas: contar historias e interpretar la historia. La primera tarea lleva a la segunda y la segunda ayuda a entender la primera. Las historias conforman la historia y ésta da sentido a aquéllas. El plural y el singular se necesitan mutuamente.

Muchos han criticado el método utilizado por Heródoto. Lo consideran poco científico, poco histórico, poco profesional. Pero lo hacen a toro pasado, no tienen en cuenta que el que abre camino no dispone del mapa de carreteras que está confeccionando, que, como decía el historiador italiano Arnaldo Momigliano, «no hubo ningún Heródoto antes de Heródoto». Yo, sin embargo, admiro profundamente al pionero de Halicarnaso porque supo conjugar el trabajo de campo con la reflexión histórica, porque fue honesto presentando las pruebas como pruebas y las habladurías como tales, y porque te hace, en fin, admirar la historia. En este sentido, Heródoto es más que un historiador; es un historiófilo, un amante de la historia, como un filósofo es un amante de la sabiduría o un filólogo lo es de la palabra.

El amante de la historia se echa a los caminos. Así, el «Marco Polo de la antigüedad», como lo llamará el helenista Jaime Berenguer, viaja hasta los confines del mundo, desde Iberia hasta Babilonia y desde el Alto Nilo hasta el norte del mar Negro, para investigar, preguntar, indagar las historias de los diferentes pueblos, sus costumbres, sus creencias, sus construcciones, sus formas de vida, sus victorias y sus derrotas… con tal de entender por qué los bárbaros lucharon contra los griegos, por qué entraron en liza Oriente y Occidente, por qué la paz se cobra tanta violencia, por qué los hombres se empeñan en ser como dioses.

Contar historias llevará a Heródoto a intentar formular una ley general de la Historia. Los acontecimientos parecen ir a la deriva, incluso, muchas veces, resultan contradictorios; no obstante, siempre tienden al equilibrio. Se trata de la «ley del ciclo» que el historiador pone en boca del rey Creso: «en el ámbito humano existe un ciclo que, en su sucesión, no permite que siempre sean afortunadas las mismas personas» (I, 207). A un momento de esplendor le sigue tarde o temprano la desgracia; la soberbia, la altanería, el exceso, la prepotencia (hybris, en griego) provocan lo celos o «envidia divina» (theios phthónos). La desmedida del hombre soberbio le lleva irremediablemente a caer en el error, la ceguera y sordera de espíritu (ate) y, como consecuencia, es castigado por los dioses, porque existe una ley transhistórica, que rige la historia, cuyo cometido es poner las cosas en su sitio cuando los hombres sobrepasan los límites. Esta norma no escrita se puede formular de una manera más cercana: la felicidad humana no dura para siempre porque la divinidad envidia al hombre excesivamente feliz.

Para exponer esa ley universal e inquebrantable Heródoto echa mano de un concepto que sus contemporáneos entendían bien: el Destino. El equilibrio, por lo general en forma de castigo, se impone siempre valiéndose de pretextos aparentemente nimios. El Destino utiliza hombres particulares para provocar enfrentamientos entre pueblos, para desatar enemistades entre naciones, para hacer saltar la chispa de la guerra. Frecuentemente se manifiesta en un oráculo o un sueño; cuando eso ocurre, la historia alcanza un momento crítico que se resuelve, como en las obras de Sófocles, de forma trágica.

La guerra suele ser el medio tanto de desequilibrar los acontecimientos como de generar el equilibrio; sin ella, probablemente, no habría historia; sin ella, probablemente, Heródoto no habría escrito su Historia, en la que, como seguimos leyendo en el Proemio, quiere «exponer con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutualmente» los griegos y los bárbaros. La guerra obedece a la ley de la historia, pero su origen hay que buscarlo en un deber sagrado inscrito en el corazón humano: la venganza.

Tres siglos antes, Homero había explicado estas mismas ideas componiendo una gran epopeya: la Ilíada, donde los griegos se embarcan contra Troya por desquite de una afrenta sufrida por uno de los suyos. Heródoto lo va a intentar de forma no poética, sino racional, aportando datos, investigando, escribiendo historias que demuestren que existe una Historia, por eso, es a él a quien con todos los honores le corresponde el título con que le bautizó Cicerón.

Sea o no válida la ley que establece Heródoto, lo que no puede someterse a discusión es que su obra tiene un gran atractivo. Ya lo tuvo para los antiguos, quienes la dividieron en nueve libros y pusieron a cada uno el nombre de una Musa (lo que denota su inestimable carga literaria), y lo tiene también para nosotros, más necesitados que ellos de que nos cuenten historias. Ellas nos llevarán hasta nuestros orígenes y harán que no se nos olvide quiénes somos.

Leer a Heródoto no es únicamente mera curiosidad —y, por supuesto, un gran placer—, sino también una necesidad de nuestro tiempo; no sólo porque, como dice Alain Minc, «la historia nos tiene cogidos por la garganta», sino porque no podemos dejar que nos ahogue. El olvido, contra el que lucha la disciplina que cultivó el de Halicarnaso, nos devuelve a un estadio prehumano, mientras que la memoria nos hace humanos porque ella conforma el alma de la humanidad.

Heródoto es un contador de historias. Nos ofrece un mosaico precioso compuesto de narraciones o logoi, cuya base histórica a veces no está muy clara. Pero eso no importa; lo que importa es que el indagador ha registrado lo que ha visto con sus propios ojos (autópsia) y lo que han referido las personas con las que ha hablado: todo ello conforma lo que ha quedado en la memoria de las gentes y eso constituye la verdadera historia. Hemos de tener en cuenta que, en ocasiones, la memoria desdibuja la realidad y da lugar a leyendas o mitos, cuya relación con la historia nadie es capaz de ponderar en su justa medida.

Digámosle a Heródoto: «Cuéntame una historia», y vayamos de su mano a recorrer el mundo antiguo, tan lejano y tan cercano, tan viejo y tan nuevo, tan asombroso y tan bello. Después de cada historia intentemos sacar alguna enseñanza de la que es, una vez más en palabras de Cicerón, «magistra vitae», maestra de la vida.

Cuenta la mitología que para determinar el centro del mundo, Zeus soltó dos águilas desde los extremos de la tierra. Las aves volaban a la misma velocidad y se cruzaron en Delfos. Allí colocó el rey de los dioses una piedra de forma cónica llamada ómphalos, que significa ombligo, porque aquel lugar era por decreto divino «el ombligo del mundo». Por su parte, un rey egipcio de la Antigüedad quiso descubrir quiénes fueron los primeros habitantes del mundo. El método que utilizó no fue menos rocambolesco que el que usó el rey del Olimpo: no se valió de dos águilas, sino de dos recién nacidos a los que sometió a un experimento inhumano. El resultado nos lo narra Heródoto y nos da pie a contar nuestra primera historia.

Era una creencia común entre los antiguos que los egipcios eran los primeros habitantes del mundo. Eso fue así hasta que al rey Psamético, en el siglo VII a. C., se le ocurrió hacer un experimento para descubrir cuál era el idioma primigenio y, por lo tanto, qué pueblo era el más antiguo.

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