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Bruce Bueno de Mesquita - El manual del dictador: Por qué la mala conducta es casi siempre buena política

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Bruce Bueno de Mesquita El manual del dictador: Por qué la mala conducta es casi siempre buena política

El manual del dictador: Por qué la mala conducta es casi siempre buena política: resumen, descripción y anotación

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Índice

El manual del dictador

A nuestras dictadoras,

que nos han tratado muy bien:

Arlene y Fiona

Lo que importa aquí es la pasta. [Un] líder necesita dinero,

oro y diamantes para atender sus cien castillos, mantener a sus

mil mujeres, comprar coches para los millones de lameculos

que tiene bajo sus talones y reforzar las fuerzas militares leales,

y que le quede suficiente suelto para depositarlo en sus cuentas

numeradas en Suiza.

Mobutu Sese Seko del Zaire, probablemente apócrifo

(«Mwalimu Nyerere: “How I weep for Arusha

Declaration!”», Arusha Times, 8 octubre 2005, pág. 390)

¡Y los hombres son algunas veces dueños de su destino! ¡La

culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de noso

tros mismos, que consentimos en ser inferiores!

William Shakespeare, Julio César

Introducción
Las reglas por las que hay que regirse

¡Qué curiosos son los enigmas que nos ofrece la política! To dos los días, los titulares de los periódicos nos sorprenden y escandalizan. A diario tenemos noticia de fraudes, argucias y trampas protagonizados por directivos de empresas; de nuevos embustes, robos, crueldades e incluso asesinatos perpetrados por dirigentes gubernamentales. No podemos evitar preguntarnos qué fallos puede haber en la cultura, la religión, la educación o la circunstancia histórica que expliquen el ascenso de esos malévolos déspotas, codiciosos banqueros de Wall Street y empalagosos barones del petróleo. ¿Es cierto, como dijo el Casio de Shakespeare, que la culpa no la tienen nuestras estrellas sino nosotros mismos? ¿O, más concretamente, quienes nos gobiernan? La mayoría nos conformamos con creerlo así. Y sin embargo la verdad es muy diferente.

Con harta frecuencia aceptamos las aclaraciones de historiadores, periodistas, expertos y poetas sin investigar más allá de la superficie para descubrir verdades más profundas que no apuntan ni a las estrellas ni a nosotros mismos. El mundo de la política está dictado por unas reglas. Poco durará un gobernante que sea lo bastante necio para gobernar sin someterse a estas reglas por las que hay que regirse.

Periodistas, escritores y académicos se han esforzado por explicar la política contando historias. Exploran por qué este o aquel dirigente se hizo con el poder, o cómo la población de un remoto país llegó a sublevarse contra su gobierno, o por qué una determinada política puesta en práctica el año pasado ha cambiado radicalmente el sino de millones de vidas. Y en la explicación de estos casos, un periodista o un historiador, habitualmente, pueden decirnos qué sucedió, y a quién, y tal vez incluso por qué. Pero debajo de los detalles de las muchas historias políticas que leemos hay unas cuantas cuestiones que se diría emergen una y otra vez, unas profundas y otras aparentemente menores, pero todas las cuales nos acosan y se resisten a desaparecer de nuestro pensamiento: ¿cómo se mantienen tanto tiempo los tiranos en el poder? También: ¿por qué es tan breve el mandato de los líderes democráticos?, ¿cómo pueden sobrevivir tanto tiempo países con esas políticas económicas tan equivocadas y corruptas?, ¿por qué los países proclives a desastres naturales se encuentran muchas veces tan poco preparados cuando sobrevienen? Y ¿cómo hay países ricos en recursos naturales que soportan al mismo tiempo poblaciones asoladas por la pobreza?

De igual manera nos podemos preguntar: ¿por qué los ejecutivos de Wall Street tienen tan poca percepción política que reparten miles de millones en bonos mientras hunden la economía mundial en la recesión?, ¿por qué las directivas de las empresas, sobre cuyos hombros pesa tanta responsabilidad, están formadas por tan pocas personas?, ¿por qué se conserva a ejecutivos fracasados y se les paga espléndidamente aunque los accionistas de sus compañías pierdan hasta la camisa?

De una u otra forma, estas cuestiones de conducta política surgen una y otra vez. Cada explicación, cada relato, trata al dirigente errado y su decisión incorrecta como una situación singular y excepcional. Pero en la conducta política no hay nada único.

Estas historias de las cosas horribles que hacen los políticos o los ejecutivos de las empresas resultan atrayentes a su manera perversa porque nos permiten creer que nosotros actuaríamos de otra forma si se nos diera la oportunidad. Nos permiten echar la culpa a la imperfecta persona que por alguna razón, inexplicablemente, tuvo autoridad para tomar monumentales –y monumentalmente malas– decisiones. Estamos seguros de que nunca actuaríamos como el dirigente libio Muammar el Gadafi, que bombardeó a su propio pueblo para mantenerse en el poder. Consideramos las enormes pérdidas sufridas por los empleados, pensionistas y accionistas de Enron mientras Kenneth Lay fue su director, y pensamos que no somos como Kenneth Lay. Consideramos cada caso y pensamos que son diferentes, que son anomalías atípicas. Sin embargo, están unidos por la lógica de la política, por las reglas que rigen a los dirigentes.

Los expertos en política y los magnates de la información nos han tenido en la ignorancia de esas reglas. Se contentan con culpar a quienes hacen el mal sin inquirir por qué el mundo de la política y los negocios parece ayudar a los bellacos o convertir a buenas personas en sinvergüenzas. Esa es la razón de que sigamos haciéndonos las mismas preguntas de siempre. Nos siguen sorprendiendo la extensión que ha adquirido en África la escasez de alimentos provocada por la sequía, 3.500 años después de que los faraones idearan cómo almacenar grano, así como lo devastadores que son terremotos y tsunamis en Haití, Irán, Myanmar o Sri Lanka, y aparentemente menos en Norteamérica y Europa. Nos siguen perturbando los amistosos apretones de manos y guiños que se intercambian los dirigentes democráticos y los tiranos, cuyo poder en cierto modo estos justifican.

En este libro vamos a ofrecer una manera de entender la conducta miserable que caracteriza a muchos –quizá la mayoría de los dirigentes tanto gubernamentales como empresariales. Nuestro objetivo es explicar la buena y la mala conducta sin recurrir a afirmaciones ad hominem. En su esencia, esto implicará desenmarañar el razonamiento y las razones que hay detrás de cómo somos gobernados y cómo nos organizamos.

El cuadro que vamos a pintar no será bonito. No reforzará la esperanza en la benevolencia y el altruismo de la humanidad. Pero creemos que será la verdad e indicará el camino hacia un futuro más luminoso. Al fin y al cabo, aunque la política no es nada más que un juego que juegan los dirigentes, solo con que aprendamos sus reglas se convierte en un juego que podemos ganar. Para mejorar el mundo, sin embargo, primero es preciso que todos dejemos en suspenso la fe en la sabiduría convencional. Que la lógica y la evidencia sean la guía y que nuestros ojos se abran a las razones por las que la política funciona como funciona. Saber cómo son las cosas y por qué es un primer y fundamental paso para aprender cómo mejorarlas.

La triste historia de Bell

En política, como en la vida, tenemos deseos y nos enfrentamos con obstáculos que nos impiden conseguir lo que queremos. Las normas y leyes de un gobierno, por ejemplo, limitan lo que podemos hacer. Quienes ocupan el poder son distintos de los demás: pueden concebir normas en beneficio suyo y hacer que les sea más fácil conseguir lo que quieren. Entender lo que la gente desea y cómo lo consigue puede ser de gran importancia para aclarar por qué quienes ocupan el poder hacen con frecuencia cosas malas. De hecho, la mala conducta es la mayoría de las veces buena política. Este axioma es válido ya se gobierne una población diminuta, un negocio familiar, una megacorporación o un imperio mundial.

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