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Bruce Chatwin - Retorno a la Patagonia

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Bruce Chatwin Retorno a la Patagonia

Retorno a la Patagonia: resumen, descripción y anotación

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Capítulo 1

BRUCE CHATWIN

Desde que Magallanes la descubriera en 1520, la Patagonia fue conocida como una región de espesas nieblas y huracanes en los confines del mundo habitado. La palabra «Patagonia», como Mandalay o Timbuctú, se instaló en la imaginación occidental como metáfora del Final, el punto más allá del cual nadie podía ir. Por cierto, en el primer capítulo de Moby Dick, Melville usa «patagónico» como calificativo de lo remoto, lo monstruoso y lo fatalmente atractivo:

Además, los desiertos y lejanos mares por donde revolvía su masa de isla; los indescriptibles peligros sin nombre de la ballena; todas estas cosas, con las maravillas previstas de mil visiones y sonidos patagónicos, contribuyeron a inclinarme a mi deseo.

Paul y yo fuimos a la Patagonia por muy diferentes razones. Pues si bien es cierto que somos viajeros, la verdad es que somos viajeros literarios. Cualquier referencia o analogía literaria consigue excitarnos tanto como un animal o planta raros; y así coincidimos en algunos de los casos en los que la Patagonia conmovió nuestra imaginación literaria.

A ambos nos fascinan también los desterrados. Aunque el resto del mundo reventase mañana, aún encontraríamos en la Patagonia un asombroso mosaico de las nacionalidades del globo, todas las cuales han ido a parar a esas «cimas finales del exilio» por la sola razón aparente de que estaban allí.

En la Patagonia, en un día cualquiera, el viajero puede encontrar a un galés, a un terrateniente inglés, a un hippy de Haight-Ashbury, a un nacionalista montenegrino, a un afrikáner, a un misionero persa de la religión Bahai o al archidiácono de Buenos Aires en gira de bautismos anglicanos.

O puede dar con personajes como Bautista Díaz Low, domador de caballos y anarquista al que conocí cerca de Puerto Natales en el sur de Chile; y quien, con sus propias manos, se había hecho una estancia en medio del húmedo bosque. Me sorprendió su conocimiento, un tanto embrollado, de la expedición del Beagle: no porque hubiese leído algún libro sobre el tema o tan siquiera supiese leer, sino porque su bisabuelo, el capitán William Low, había sido piloto de Darwin y de FitzRoy a través de los canales. Fue toda una generosidad por su parte atribuir a su «sangre británica» su coraje y absoluto mal genio.

Los primeros que viajaron a la Patagonia se equivocaron de medio a medio al tomarla por la Tierra del Diablo. En primer lugar, el continente estaba habitado por una raza de gigantes: los indios tehuelches, que vistos más de cerca resultaron menos gigantescos y menos feroces que su reputación y son, posiblemente, quienes le dieron a Swift su modelo para las toscos pero afables habitantes de Brobdingnag.

La Patagonia era también una tierra de extrañas aves y bestias. «Pen-gwin» es, al parecer, una expresión galesa equivalente a «pájaro incapaz de volar»; los marineros isabelinos tenían la superstición de que los pájaros bobos eran las almas de sus camaradas ahogados; y en el siglo XVII, sir John Narborough, al visitar Puerto Deseado los describió como «erguidos niñitos de delantal blanco juntos en compañía». Estaba el cóndor que, de algún modo, fue confundido con el águila de Zeus y la roca de Simbad el marino; y fue cerca de las costas de Tierra del Fuego donde el capitán Shelvocke, un corsario inglés del siglo XVIII, vio un albatros:

Los cielos estaban perpetuamente ocultos por deprimentes nubes espesas… se diría que era imposible que ninguna criatura viviente pudiese subsistir en un clima tan severo; y por cierto… no habíamos avistado ni un solo pez de ninguna especie… ningún ave marina, salvo un desconsolado albatros negro… revoloteando a nuestro alrededor como si se hubiese perdido, hasta que Hatley (mi segundo capitán) al observar, en uno de sus ataques de melancolía, que ese pájaro revoloteaba siempre cerca de nosotros, se imaginó, a causa de su color, que podía tratarse de algún mal presagio… y finalmente, al cabo de varias tentativas infructuosas, mató al albatros, confiando (tal vez) en que después tendríamos viento favorable…

Naturalmente, ese texto, antes leído por Wordsworth y luego por Coleridge, se convirtió en este otro:

En niebla o nube, en mástil o en velamen

se posó nueve ocasos;

mientras toda la noche, en blanco humo de niebla,

refulgía la blanca claridad de la luna,

¡Dios te salve, oh anciano marinero

de los demonios que te acosan tanto!

¿Por qué miras así? Con mi ballesta

yo derribé al albatros.

Tampoco contribuyó el final del siglo XIX a disipar la idea de que la Patagonia era un País de las Maravillas. En el instante en que científicos, como Darwin, rascaron el suelo, descubrieron que era un cementerio de huesos de mamíferos prehistóricos, algunos de los cuales se creyó que seguían vivos. Asimismo encontraron bosques petrificados, lagos efervescentes y glaciares de hielo azul que se deslizaban a través de selvas de hayas australes.

Capítulo 2

PAUL THEROUX

Cuando pienso en ir a alguna parte, siempre pienso en el sur. Asocio la palabra «sur» con libertad, y a muy temprana edad compré, sólo por su título, el libro Sur, de sir Ernest Shackleton. Mi primer empleo fue en el sur de Nyasalandia y no fue una mala elección: allí pude pensar con claridad y por primera vez en mi vida comencé a escribir.

No tenía nada que hacer, de modo que decidí ir a la Patagonia. Fue una elección fácil. Sabía que era la parte más vacía de América y una de las menos conocidas; en consecuencia, un nido de leyendas, semiverdades e informaciones inexactas. Y era accesible por tierra. No hay mayor placer que el de despertar por la mañana en Boston y saber que uno va a viajar 24 000 kilómetros sin tener que tomar un avión. (Me equivocaba, pero en esa época no lo sabía). La Patagonia parecía un distrito de mi propio país, sus gentes se llamaban a sí mismos «americanos». Mirando el mapa, me pareció que yendo hacia el sur podría cruzar México, atravesar de una carrera América Central y, metido en el gran embudo de América del Sur, dejarme caer lentamente por los Andes para rodar naturalmente hasta la Patagonia, adonde llegaría para descansar. Cuando partí, en Boston estaba nevando: la Patagonia prometía un clima diferente, un cambio de humor y total libertad para vagar.

Ése es el mejor estado de ánimo al comienzo. Estaba deseoso, tenía ganas. Es solamente después, en ruta, cuando uno comprende que las grandes distancias inspiran las mayores ilusiones, y que viajar a solas es, simultáneamente, un placer y un castigo.

La Patagonia no ha sido muy fotografiada. Yo carecía de una imagen mental de ella; tan sólo contaba con el fabuloso borrador de la leyenda, los gigantes de la orilla, el avestruz de la llanura y una sensación de gente desplazada, como mis propios antepasados que habían huido de Europa. Siempre que evocaba una imagen de la Patagonia, nada aparecía y yo me sentía tan impotente como si hubiese tratado de describir el paisaje de algún lejano planeta o pintar el olor de una cebolla. El paisaje desconocido es suficiente justificación para ir hacia él.

Mi otra razón era más bien simple. En 1901, mi bisabuelo dejó Italia por Argentina. Tenía cincuenta y dos años y había llevado una vida bastante miserable de labrador en un pueblecito llamado Agazzano, cerca de Piacenza. Argentina era América y una estancia significaba vivir mejor. Tenía cuatro hijos. Sabía a lo que se exponía: otros italianos se habían marchado y escribían que era un buen sitio para que se instalaran allí italianos. En efecto, había allí tantos italianos que W. H. Hudson estaba convencido de que el lugar había sido arruinado para siempre; una de sus razones para no volver jamás a Argentina fue que los italianos habían echado a perder la vida de las aves.

Sea como fuere, ese hombre, Francesco Calesa, empacó su equipaje para irse a Argentina. No era un caso insólito. Otros miles estaban haciendo lo mismo. Pero cuando llegó al barco le dijeron que en Buenos Aires había estallado una epidemia de fiebre amarilla; nadie podía ir, pues, a Argentina y el barco fue desviado a Nueva York. De ese modo, con cierto recelo, Calesa se marchó a Nueva York con su mujer y sus cuatro hijos. Nueva York le disgustó desde el primer instante y apenas llegaron se puso a tramar su huida. Pero su mujer se negó a acompañarle y, cuando Calesa finalmente dejó América, el matrimonio se deshizo. Calesa se quedó solo, envejecido y ya sin la necesaria confianza para empezar de nuevo en Argentina.

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