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Bruce Chatwin - Colina negra

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Bruce Chatwin Colina negra
  • Libro:
    Colina negra
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1982
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Colina negra: resumen, descripción y anotación

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Luz

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I

Durante cuarenta y dos años, Lewis y Benjamin Jones durmieron juntos, en la cama de sus padres, en la granja conocida por el nombre de «La Visión».

El bastidor de la cama, que era de roble, con cuatro columnas, procedía de la casa de su madre, en Bryn-Draenog, y de la época en que se había casado, en 1899. Sus desvaídas cortinas de cretona, que tenían estampado un diseño de consólidas reales y de rosas, protegían de los mosquitos en verano y de las corrientes de aire en invierno. Los talones encallecidos habían desgastado las sábanas de hilo, agujereándolas, y algunos tramos de la colcha confeccionada con retales se habían deshilachado. Bajo el colchón de pluma de ganso había otro, de crin de caballo, y en éste se habían formado dos depresiones que dejaban un lomo entre los durmientes.

La habitación estaba siempre oscura y olía a lavanda y naftalina.

El olor de naftalina provenía de una pirámide de sombrereras apiladas junto al palanganero. Sobre la mesa de noche descansaba un acerico en el que aún permanecían hincados los alfileres de sombrero de la señora Jones; y en la pared del fondo colgaba un grabado de la Luz del mundo de Holman Hunt, encuadrado por un marco de falso ébano.

Una de las ventanas miraba hacia los verdes prados de Inglaterra; la otra retrotraía la vista hacia Gales, en dirección a Black Hill: la Colina Negra que se alzaba más allá de un bosquecillo de alerces.

El cabello de ambos hermanos era aún más blanco que la funda de las almohadas.

Todas las mañanas el despertador sonaba a las seis. Escuchaban el programa de radio para agricultores mientras se afeitaban y vestían. Abajo, daban un golpecito al barómetro, encendían el fuego y hacían hervir el agua para el té. A continuación ordeñaban y distribuían el pienso antes de volver para desayunarse.

La casa tenía toscas paredes revocadas y un tejado de lajas de piedra tapizadas de musgo y se alzaba en el fondo del patio, a la sombra de un viejo pino albar. Pasando el establo había un huerto de manzanos achaparrados por el efecto del viento, y después los campos formaban un declive hacia la cabaña, y el arroyo estaba bordeado por abedules y alisos.

Hacía mucho tiempo, la finca se había llamado «Ty-Cradoc» —y en esa comarca aún se conserva el nombre del legendario jefe británico Caractacus— pero en 1737 una niña enferma llamada Alice Morgan vio a la Virgen flotando sobre unas matas de ruibarbo, y volvió corriendo a la cocina, curada. Para celebrar el milagro, su padre rebautizó la granja con el nombre de La Visión y talló las iniciales A. M. con la fecha y una cruz sobre el dintel del porche. Se decía que el límite entre Radnor y Hereford pasaba exactamente por el centro de la escalera.

Los hermanos eran gemelos idénticos.

Cuando niños, sólo su madre había podido distinguirlos; ahora la edad y los accidentes los habían curtido de distinta manera.

Lewis era alto y nervudo, de hombros fornidos y andar seguro y paso largo. Todavía a los ochenta años podía caminar por los cerros durante todo el día, o blandir el hacha durante todo el día, sin cansarse.

Despedía un olor fuerte. Sus ojos —grises, soñadores y astigmáticos— estaban profundamente engarzados en el cráneo, y se hallaban protegidos por unas gruesas lentes redondas con montura de metal blanco. Lucía sobre la nariz la cicatriz de un accidente de bicicleta y, desde entonces, la punta se curvaba hacia abajo y viraba al púrpura cuando hacía frío.

Bamboleaba la cabeza mientras hablaba; si no jugueteaba con la cadena del reloj, no sabía qué hacer con las manos. En compañía de otras personas siempre tenía una expresión perpleja, y si alguien formulaba un aserto concreto, él optaba por decir: «¡Gracias!» o «¡Es usted muy amable!». Todos convenían en que se entendía maravillosamente con los perros pastores.

Benjamin era más bajo, más rubicundo, más pulcro y más cáustico. La papada le caía hasta el nivel del cuello, pero aún conservaba la longitud íntegra de su nariz, que empleaba en la conversación a modo de arma. Tenía menos pelo.

Él se ocupaba de todo lo que fuera cocinar, zurcir y planchar, y llevaba las cuentas. Nadie podía ser más vehemente a la hora de regatear el precio del ganado, y seguía discutiendo durante horas hasta que su interlocutor hacía un ademán de exasperación y decía: «¡Ya está bien, viejo cicatero!», y él sonreía y replicaba: «¿Qué pretende insinuar con eso?».

En muchas millas a la redonda los gemelos tenían la reputación de ser increíblemente tacaños… pero no siempre lo eran.

Por ejemplo, se negaban a sacarle un penique de provecho al heno. Éste, afirmaban, era el don que Dios concedía al agricultor, y con tal que a La Visión le sobrara heno, sus vecinos más pobres podían llevarse el que necesitaran. Incluso en los días desapacibles de enero, bastaba que la anciana señorita Fifield la Loma remitiera un mensaje con el cartero, para que Lewis montase en el tractor y le llevara un cargamento de fardos.

La ocupación favorita de Benjamin consistía en asistir al parto de los corderos. Durante todo el largo invierno esperaba el fin de marzo, cuando los zarapitos empezaban a intercambiar reclamos y se iniciaba el alumbramiento. Era él, no Lewis, quien permanecía en vela para vigilar a las hembras. Era él quien tiraba del cordero en un parto difícil. A veces, tenía que meter el antebrazo en la matriz para desenredar a un par de mellizos; y después, se sentaba junto a la lumbre, sucio y satisfecho, y dejaba que el gato le lamiera la placenta de las manos.

En invierno y verano, los hermanos iban a trabajar con camisas de franela a rayas, sujetas en el cuello por botones desmontables de cobre. Sus chaquetas y chalecos estaban confeccionados con una tela basta estriada, y sus pantalones eran de pana más oscura. Usaban sombreros de muletón con el ala doblada hacia abajo, pero como Lewis tenía la costumbre de descubrirse delante de cada desconocido, sus dedos habían desgastado la pelusa del suyo.

De cuando en cuando consultaban sus relojes de plata con un despliegue de fingida solemnidad… no para saber la hora sino para comprobar cuál de los dos desgranaba sus pulsaciones con más rapidez. Los sábados por la noche se turnaban para tomar un baño de asiento delante del fuego; y vivían consagrados a la memoria de su madre.

Como conocían sus respectivos pensamientos, hasta reñían sin hablar. Y a veces —quizá después de uno de estos altercados mudos, cuando necesitaban que su madre los uniera— se plantaban delante de su colcha confeccionada con retales y escudriñaban las estrellas de terciopelo negro y los hexágonos de percal estampado que antaño habían sido sus vestidos. Y sin pronunciar una palabra podían volverla a ver… vestida de rosa, atravesando la plantación de avena con un jarro de sidra para los segadores. O vestida de verde, en un almuerzo de esquiladores. O con un delantal de rayas azules, inclinada sobre el fuego. Pero las estrellas negras les traían el recuerdo del ataúd de su padre, instalado sobre la mesa de la cocina, y de las mujeres de facciones blancas como la tiza, llorando.

Nada había cambiado en la cocina desde el día de su funeral. El empapelado, con su diseño de amapolas silvestres y helechos bermejos había sido oscurecido por el humo resinoso, y aunque los pomos de bronce estaban tan relucientes como de costumbre, la pintura marrón se había descascarillado de las puertas y los zócalos.

A los gemelos nunca les pasó por la cabeza la idea de renovar estos raídos ornamentos por temor a cancelar el recuerdo de aquella luminosa mañana de primavera en que, hacía más de setenta años, habían ayudado a su madre a revolver un cubo de pasta de harina y agua, y habían visto cómo el engrudo formaba una costra sobre el pañuelo con que ella se tocaba la cabeza.

Benjamin mantenía fregadas las lajas del suelo que habían sido de su madre, la parrilla de hierro de la chimenea lustrada con una sustancia negra de grafito, y una tetera de bronce siseando siempre sobre el antehogar.

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