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Colin Bruce - La paradoja de Einstein

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Colin Bruce La paradoja de Einstein
  • Libro:
    La paradoja de Einstein
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1997
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La paradoja de Einstein: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Presentación

La ciencia se basa en dos actividades: percepción y reflexión. Las dos cosas tienen que ver con la realidad de este mundo y las dos son, en el fondo, dos formas de conversación.

La percepción de la realidad empieza por ver, mirar (detener la vista) y observar (detener la mirada), pero suele acabar en algo más comprometido: experimentar. Para experimentar, el investigador provoca a la naturaleza, la naturaleza contesta lo que puede estimular al científico a una nueva provocación, es decir una nueva pregunta… es una conversación genuina en la que cada nuevo experimento depende del resultado anterior. Experimentar es conversar con la naturaleza.

La reflexión es la actividad que media entre cada experimento y la creación de nuevo conocimiento científico. Reflexionar es una conversación mental del científico consigo mismo. Él se pregunta y él se contesta. Las ideas se las envía uno a sí mismo, se reflejan en algún sitio. De ahí quizá que la reflexión se llame justamente así. El científico luego, es verdad, conversa mucho con sus colegas, pero mediando siempre la conversación consigo mismo.

La ciencia es conversación. Aprender y comprender también es conversación. Aprender y comprender quizá sea una actividad íntima. Se aprende y se comprende en la soledad de la reflexión, pero siempre al final de algún tipo de conversación. Siempre he creído que algo extraño ocurre en las escuelas y universidades, en las que el alumno escucha mucho y conversa poco.

Otra norma general que envuelve la actividad científica es el sentido del humor. No es una frivolidad. Es esencial. Es una idea tácita del científico para proteger su trabajo del dogma y para no confundir una conjetura con una revelación. El humor ahuyenta el misterio y allana el terreno para la crítica.

Sherlock Holmes y el doctor Watson son dos maestros en el arte de deshacer misterios con la conversación. Por todo ello, este libro es una gran idea.

Jorge Wagensberg

Director del Museu de la Ciencia de la Fundació «la Caixa», Barcelona

Prólogo

A finales del siglo pasado, se creía que la ciencia fundamental estaba llegando con éxito a sus últimas conclusiones. El Universo funcionaba de acuerdo a leyes sencillas e intuitivamente comprensibles que habían sido descritas con precisión. El noble Lord Kelvin incluso sugirió que los futuros investigadores tendrían que limitarse a llevar a cabo análisis cada vez más detallados sobre las mismas constantes fundamentales de la ciencia: no quedaba ningún nuevo territorio por explorar.

Sin embargo, todavía había algunas anomalías por resolver. Una de las paradojas concernía a la velocidad de la luz, que resultaba sorprendentemente constante fuese cual fuese el movimiento de la fuente y del observador. Otras se referían al mundo microscópico, que parecía resistirse extrañamente a ser descrito con exactitud. En las primeras décadas del pasado siglo XX, estos detalles no resueltos iban a resquebrajar la estable y rigurosa imagen del Universo que los científicos del siglo XIX habían articulado con tanta paciencia. En la actualidad, todavía no la hemos podido recomponer. Las paradojas que siguen pendientes de ser aclaradas resultan más fascinantes que cualquier rompecabezas ideado por los compositores de los puzzles humanos; ambos tienen todavía en común la tentadora sensación de que pueden ser resueltos con un arrebato ingenioso e intuitivo.

Dos razones me han llevado a relatar esta historia de un modo algo heterodoxo. La primera es que estoy de acuerdo con la petición de Watson que aparece en estas páginas: «Nada de matemáticas, Holmes: siento pavor por el álgebra». He querido exponer las aparentes paradojas de la teoría cuántica y de la relatividad en términos puramente visuales y lógicos, de modo que todos los lectores tengan una razonable oportunidad de pensar en ellas por sí mismos y formarse su propia opinión sobre si existe alguna alternativa a la extravagante descripción de la Naturaleza que han proporcionado los físicos. La segunda razón es tratar de que toda la información pueda ser asimilada de la mejor manera posible. Cuando hoy día entro en una librería, me quedo absolutamente intimidado por el gran número de libros científicos que se exhiben en las estanterías. Me convertiré en una mejor persona si leo éste, me digo, mientras ojeo algún excelente volumen informativo. Pero no soy una mejor persona: soy de las más perezosas, así que acabo dirigiéndome a las secciones menos serias de la tienda. En la actualidad, nos vemos abrumados por una gran cantidad de información y, por eso, he puesto todo mi esfuerzo en tratar de que estas historias no resulten más difíciles de leer que los libros de ficción más accesibles.

Quiero expresar mi agradecimiento a la señora Jean Conan Doyle por haberme permitido utilizar los famosos personajes de su padre. Sir Arthur poseía un talento especial para describir de manera muy creíble a los hombres fundamentalmente inteligentes: en la imaginación de todo el mundo, Sherlock Holmes ha prevalecido en su campo durante más de un siglo. Como sabemos, él se consideraba un científico. Muchos de sus famosos aforismos —el saber se adquiere primero a través de la observación y, después, de la deducción; no teorices antes de que se produzcan los hechos; acepta lo improbable una vez que lo imposible haya sido excluido; una excepción refuta la regla y no puede ser ignorada— describen exactamente esas reglas que tiene que seguir una buena investigación científica, con un lenguaje sencillo que debe de ser la envidia de muchos modernos filósofos de la ciencia. También me he apropiado del famoso profesor Challenger, personaje cariñosamente irascible y sin pelos en la lengua. En un mundo en el que demasiados científicos están aprendiendo el modo de actuar de los políticos —no cuestiones las opiniones de tus superiores y maestros; muéstrate correcto y evasivo cuando te inviten a comentar algún disparate— necesitamos urgentemente a alguien como él.

También quiero agradecer la colaboración de mi hermana Belinda y de mi editor Jeff Robbins, que leyeron el manuscrito a medida que lo iba escribiendo y me aportaron muchas y valiosas sugerencias.

Colin Bruce

Oxford

Abril de 1997

1. El caso del científico aristócrata

—Espero por su bien, Watson, que la ciencia popular no corrompa el cerebro.

Levanté la vista de la revista científica ilustrada que estaba leyendo. Sherlock Holmes pasaba el rato frente a mí, sentado en el sillón más cómodo y sin hacer nada, excepto fumar su pipa.

—Estoy intentando ampliar un poco mis conocimientos —dije con cierta aspereza—. No cabe duda de que usted me considera incapaz de comprender las sutilezas…

—De ninguna manera, Watson. ¡Dios me libre! Simplemente estaba a punto de expresar que espero que su artículo no esté escrito al estilo de una conferencia, como a veces sucede, sino que contenga la información suficiente para permitirle a un lector inteligente como usted formarse sus propias opiniones.

Los ojos de Holmes repasaron la portada.

—De hecho ¿qué artículo está leyendo? ¿El de la naturaleza de las estrellas? ¿Ese sobre el origen de la Tierra?

Sentí que me sonrojaba.

—Bueno, Holmes, de hecho, actualmente la revista también está publicando por entregas uno de los trabajos de Herbert George Wells, La máquina del tiempo, y simplemente le estaba echando un vistazo.

Mi amigo soltó un bufido.

—¡De verdad, Holmes, estoy haciendo todo lo que puedo! —grité—. Pero si usted está intentando educarme, debe hacer algunas concesiones.

»En primer lugar, los misterios de las matemáticas están fuera de mi alcance.

Holmes sonrió, luego levantó su mano derecha solemnemente con la palma dirigida hacia mí.

—De acuerdo, Watson, tiene mi palabra: cualquier cosa que busque para hacer trabajar su cerebro, definitivamente no serán las matemáticas. De hecho, los detalles de las ciencias exactas suelen ser secundarios respecto a la lógica de la investigación científica. Lo importante es comprender los principios, no los cálculos.

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