«Más aún, es conveniente que la partera esté viendo la cara de la parturienta para poder calmar su ansiedad, asegurándole que no hay nada que temer y que el parto será fácil.»
Sorano de Éfeso (s. II )
PRÓLOGO
Parirás con dolor
Está usted atrapado en una cueva y tiene que salir como sea, porque su vida corre peligro y nadie va a venir a sacarlo de su encierro. Su suerte solo depende de usted y le queda poco tiempo. El agua está subiendo y pronto se ahogará si no escapa. Con su linterna, situada en el frontal de su casco de espeleólogo, vislumbra que al final de la baja galería por la que huye reptando se abre un pequeño hueco, por donde entra algo de claridad. Esa es la salida, la única posible.
Avanza con decisión hacia ella, pero es muy pequeña para introducirse sin más. Podría caber la cabeza tumbada, puesta de lado, si hay suerte. En todo caso, para poder pasar tendrá que quitarse el casco, porque, si no, será imposible. Lo coge con la mano e ilumina con la lámpara el conducto antes de dejarlo a un lado y meterse de cabeza. La entrada es algo ovalada, con el eje mayor en posición horizontal. También la cabeza es alargada, con un diámetro máximo que va de delante atrás, de la frente a la nuca, y otro menor que es transversal, de un parietal al otro. Tóquese ahora la cabeza, como si quisiera tomar esas dos medidas; en este libro aprenderemos toda la anatomía que podamos por medio de la palpación, o sea, por la exploración externa, el viejo método de conocimiento del cuerpo humano anterior a la radiografía, el TAC y demás tecnologías modernas que han vuelto el cuerpo «transparente».
Hay muy poco sitio para la cabeza, pero quizás pase por el tubo de paredes de piedra dejándose literalmente algunos «pelos en la gatera». Para tener alguna posibilidad de llegar al exterior hay que adoptar una postura muy concreta todo el tiempo que dure el penoso tránsito. Es preciso flexionar la cabeza para acortar su longitud. Así que tendrá usted que apoyar la barbilla en el pecho y mirar para abajo mientras avanza si quiere atravesar esas estrecheces.
Desgraciadamente, el problema no termina en la entrada al pasadizo porque más adelante se ven dos picos que salen uno a cada lado. Rápidamente la mente calcula las medidas. Apenas hay sitio para la cabeza, pero da la impresión de que la distancia horizontal entre los dos picos amenazadores es menor que la altura vertical del angustioso pasadizo.
Si es así, y teniendo en cuenta que ha entrado en el maldito conducto con la cabeza en posición horizontal, tendrá que girarla 90º para que pueda pasar por ese pequeñísimo lugar, con el eje mayor de la cabeza —recuerde, de nuca a frente— en vertical (y la barbilla apoyada en el pecho). Es sin duda el punto crítico de la salida, el más estrecho de la vía de escape. Si no lo atraviesa, se quedará encajado, sin posibilidad de volver atrás, muriendo lenta y desesperadamente.
Pero ¿y si lo consiguiera? Desgraciadamente, la pesadilla no termina ahí, porque la tenue luz entra verticalmente desde el exterior. ¡El conducto de salida que tiene que atravesar es como un tubo retorcido y además doblado en ángulo recto! La condenada escapatoria está encima y, si consigue pasar la cabeza entre los dos picos, tendrá que doblar el cuello hacia atrás al máximo para sacar al exterior primero la coronilla, luego el resto de la cabeza (parietales, frente, ojos, nariz y barbilla) y finalmente el cuerpo.
Y entonces es cuando se da cuenta de que la cabeza está implantada en ángulo recto sobre los hombros, por lo que cada vez que gire la cabeza en la gatera tendrá que hacer más tarde lo mismo con los hombros para que pasen.
Vista desde el exterior, la salida es una hendidura en la roca, una grieta por la que difícilmente pasa la cabeza. Pero los hombros también tienen que salir (a continuación). El cuerpo tiene, por lo tanto, que ponerse de lado. Pero los hombros no pueden asomar fuera a la vez, pues la grieta de salida no es lo bastante larga. Primero pasa uno, luego el otro.
Mientras tanto, la cabeza ha rotado fuera, para ponerse en ángulo recto con los hombros, en la posición natural. Una vez que los hombros se han liberado de la prisión de roca, ya puede respirar tranquilo: conseguirá escapar con menos esfuerzo. Si usted tiene claustrofobia, o imagina que la tiene, supongo que habrá pasado un mal rato leyendo estas líneas.
Habrá comprendido rápidamente el lector que la escena de la gatera en la cueva no es otra cosa que una metáfora del parto y sus dificultades. Realmente es casi un milagro que el feto a término atraviese un pasadizo tan angosto y complicado. Un tubo retorcido y doblado, lo he llamado. Y lo curioso es que en nuestros parientes más cercanos, chimpancés, gorilas y orangutanes, el parto es fácil, es decir, holgado y de trayectoria recta, por lo que las dificultades tienen que haber surgido a lo largo de nuestra evolución, después de que nuestra estirpe se separara de la de los chimpancés.
Si nos fijamos tan solo en los principales movimientos de la cabeza del feto (los hombros también tienen una dinámica complicada), veremos que en el parto humano hay seis, que se explicarán en las páginas de este libro: encajamiento, descenso, flexión, rotación interna, extensión y rotación externa. En los primates y demás mamíferos prácticamente solo hay uno: el de avance hasta el exterior.
Quizás, se nos ocurre enseguida, todo tenga que ver con la postura erguida. Por eso, tal vez los australopitecos —primeros homínidos bien conocidos, que vivían en África— tuvieran ya problemas para nacer y para parir, puesto que caminaban erguidos. Pero su aspecto general, al margen de la postura, nos recuerda tanto al de los grandes simios que cabe preguntarse si el primer viaje de su vida, el que va desde el útero materno al exterior, en el momento del nacimiento, no sería más sencillo que el nuestro.
También nuestro cerebro es tres veces mayor que el de los australopitecos, y por lo tanto la cabeza es mucho más grande, al menos en los adultos. Parece evidente que una cabeza grande en el feto dificulta su nacimiento, por lo que este debería ser más sencillo en los australopitecos, siempre y cuando su canal del parto, en el interior de la cadera, tuviera las mismas dimensiones que el nuestro.
Pero las hembras de los australopitecos medían un metro de estatura o poco más, así que es posible que sus pelvis fueran mucho más pequeñas que las nuestras. Aunque el feto a término fuese también más pequeño (los recién nacidos humanos son más grandes que los de cualquier otro primate), si la cadera de la madre fuera también más estrecha, podrían tener los australopitecos las mismas dificultades en el parto que los humanos actuales. Quizás también las madres de los australopitecos parieran con dolor. Es algo que habrá que investigar de la única forma que podemos hacerlo los paleontólogos: buscando fósiles.
En algún momento de la evolución nuestros antepasados empezaron a llegar a este mundo cuando todavía el cerebro no había crecido lo suficiente. Porque debido al incremento del tamaño cerebral que se produjo en la evolución humana, los niños tenían que nacer prematuramente antes de que, debido a su gran cabeza, no pudieran atravesar el canal del parto. No pudieran nacer.
En ese caso vendrían al mundo menos desarrollados que los de los chimpancés y tendrían que recuperar luego, después del nacimiento, el terreno perdido. Eso los haría muy desvalidos y necesitados de cuidados, y por lo tanto más dependientes. Tendrían que ser transportados en brazos al principio, y no podrían colgarse de la madre como hacen los pequeños simios. En consecuencia, está claro que habrá que buscar en la historia evolutiva —y no en un mito o en una maldición bíblica— la explicación de que una función tan natural como parir sea un problema tan grande.
Un caso de vida o muerte
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