Y debemos reconocer —así me lo parece— que el Hombre, con todas sus nobles cualidades, con las simpatías que abriga a favor de los más degradados, con la benevolencia que presta, no solo a los demás seres humanos, sino a las criaturas más humildes, con su intelecto divino que ha penetrado los movimientos y la constitución del sistema solar; con toda esta exaltación de facultades, el Hombre lleva aún en su estructura corporal el sello indeleble de su bajo origen.
Prólogo y a la vez resumen y guía del libro
Puede parecer increíble, pero la especie humana carece de una definición zoológica oficial, basada en su biología. «El mono desnudo» es una buena descripción física, y en el libro pionero de Desmond Morris con ese mismo título (publicado en 1967) se exploran otros muchos rasgos —aparte de la pérdida de pelo— del «animal humano», sobre todo en el terreno de la conducta.
Las especies animales se reconocen a partir de sus rasgos distintivos, los que tienen todos sus individuos, y no solo los de los adultos, porque las crías pertenecen a la misma especie que sus padres. En la definición, aparte de la anatomía, entran la fisiología —el funcionamiento de sus diferentes sistemas— y el comportamiento (o etología ). También su ecología, porque muchos rasgos anatómicos, fisiológicos y etológicos de las especies son adaptaciones a sus correspondientes nichos ecológicos. Además, los machos y las hembras pueden ser distintos, y esas diferencias —el llamado dimorfismo sexual — no tienen que ver con la ecología —con la adaptación— sino con la reproducción y la búsqueda de una pareja con la que tener hijos.
Sabemos muy bien que los humanos somos primates y cuáles son los caracteres diagnósticos de los monos, los que permiten distinguirlos de los demás mamíferos, como los murciélagos o los roedores. Dentro del orden de los primates hay dos grandes categorías, y en una de ellas están los hominoideos , una superfamilia en la que los humanos nos reunimos con los chimpancés, los gorilas, los orangutanes y los gibones.
Naturalmente, nadie confundiría a una persona con un chimpancé, porque pese a ser nuestros parientes vivos más cercanos —y diferenciarse de nosotros en menos del 2 por ciento de sus genes— se muestran muy diferentes a nuestros ojos. Este es un buen punto de partida para formular una definición de los seres humanos. Habrá que encontrar todas las cualidades que no tienen los chimpancés, rasgos que sin duda aparecieron después de que nuestra estirpe se separara de la suya. Hagamos, pues, esa lista y encontraremos muchas sorpresas, tanto en lo físico como en lo mental y, por tanto, en el comportamiento. Promete ser un viaje interesante por el cuerpo humano: de los pies a la cabeza.
Este era el propósito inicial del libro, simplemente caracterizar a nuestra especie, pero luego, al ponernos a escribirlo, el argumento se fue complicando cada vez más. Porque antes de intentar una definición moderna —con lo que sabemos hoy— de la especie que en 1758 Linneo llamó Homo sapiens , es obligatorio preguntarse por qué estamos aquí, qué nos hizo diferentes de los chimpancés y de las demás especies que pueblan la Tierra. Por qué somos así, tan especiales en algunos rasgos, y no de cualquier otra forma. Es una pregunta que Linneo nunca se hizo porque creía en el origen divino de las especies, que habrían salido de las manos del Creador tal cual son ahora. La explicación, por lo tanto, no estaba al alcance del hombre.
La verdadera respuesta, fundamentalmente, la dio Darwin y consiste en la evolución por medio de la selección natural. Esta explicación permite entender las adaptaciones, resultado a su vez de la competencia de los individuos entre sí por los recursos. Pero para los caracteres sexuales secundarios, los que distinguen a los dos sexos más allá de sus órganos reproductores, Darwin ideó un «mecanismo» —una ley— diferente: el principio de la selección sexual o competencia entre los individuos por la reproducción.
Los dos principios —selección natural y selección sexual— siguen la misma lógica y en el fondo son iguales: no todos los nacidos viven el mismo tiempo, porque hay una limitación —evidente— en el acceso a la comida y demás recursos necesarios. Y no todos los que llegan a adultos en cada generación procrean en la misma cantidad.
Esta última limitación es fácil de entender: en las poblaciones de mamíferos, por ejemplo, se produce un número casi infinito de espermatozoides, pero los óvulos están contados. Es el gameto —o célula sexual— más «cotizado» de los dos, y los machos tendrán que disputarse el derecho a fecundar los óvulos si «quieren» tener hijos y que sus genes sigan presentes en la siguiente generación. En realidad no quieren nada, solo actúan impulsados por sus instintos, pero de lo que no hay duda es de que todos nosotros —los vivos— descendemos precisamente de unos antepasados que se las arreglaron de alguna manera —por la fuerza, la belleza o la astucia— para originar más descendientes (y no de aquellos que se reprodujeron poco o nada).
La ley de la selección sexual tuvo menos éxito que la de la selección natural desde que Darwin la propuso hasta nuestros días. Pero la selección natural o «supervivencia de los mejor adaptados» (en expresión original no de Darwin, sino de Herbert Spencer) tenía inquietantes resonancias políticas en la Inglaterra victoriana, y un medio primo de Darwin sacó las oportunas consecuencias para su sociedad y para su tiempo. Si la selección natural era la fuerza que había producido al ser humano y lo había elevado por encima de las demás criaturas, lo correcto sería robustecer y potenciar ese «impulso ascendente» para que nos lleve —como especie— todavía más arriba. ¿Cómo? Favoreciendo la multiplicación de los fuertes, de los mejor dotados física e intelectualmente (e incluso de los más excelsos moralmente), en lugar de contrarrestar la «acción benefactora» de la selección natural al permitir que tuvieran más hijos —como parecía estar ocurriendo— los débiles, enfermizos, viciosos e inferiores en inteligencia. Esta es la idea central de un movimiento llamado eugenesia , y su fundador fue sir Francis Galton Darwin.
Galton, trece años más joven que Charles Darwin, era también nieto del famoso Erasmus Darwin, pero a través de su segunda esposa. Fue un científico brillantísimo que destacó en múltiples terrenos, como la estadística, la meteorología, la geografía, la antropología, la genética o la psicometría, entre otras especialidades. El uso de las huellas dactilares para la identificación de los individuos fue idea suya, y también los conceptos —muy usados en la ciencia estadística— de «correlación entre variables» y de «regresión». Estaba convencido de que el carácter y el talento se heredan —ponía como ejemplo a su propia familia— y, en consecuencia, pensaba que era necesario controlar la reproducción de la especie humana para mejorarla.
El movimiento eugenésico que creara Galton, fundamentado, según él, en el darwinismo y la «lucha por la existencia», tuvo continuadores después de su muerte. Sin embargo, y esto no deja de ser curioso, la selección natural de su primo Charles dejó de ser el modo que la mayoría de los biólogos evolucionistas utilizaban para explicar el origen de las especies. Paradójicamente, la selección natural no se aplicaba tanto en biología como en sociología.
En el año 1900 se redescubrieron las leyes de la herencia que el monje agustino Gregor Mendel había publicado en los tiempos de Charles Darwin (en 1866), pero que este no llegó a conocer. Darwin tenía su propia teoría de la herencia, totalmente equivocada. Su primo Galton se acercó más a la verdad, pero era Mendel quien estaba en lo cierto.