Daniel Montero Bejarano nació el 22 de junio de 1978 en Madrid. Licenciado en Periodismo en 2001 por la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, fue colaborador habitual del diario El Mundo en los inicios de su carrera.
Desde 2002 realizó diversos reportajes de investigación periodística sobre proxenetismo, tráfico de personas, delitos económicos y terrorismo, emitidos en Antena 3, Telemadrid y Telecinco. Desde 2005 forma parte de la redacción de la revista Interviú, en la que ha investigado los principales casos de corrupción política y financiera de los últimos años.
Es autor de La Casta y La correa al cuello.
I. Hacienda no somos todos
¿Se acuerda del despertador que ha sonado atronador esta mañana? ¿Se acuerda del vacío? ¿De esa sensación de absurdo cuando ha visto desde la ventana que todavía el sol no ha arrancado el día? ¿Se acuerda del atasco, de la bronca con su jefe, del problema tras el problema y del recorte tras el recorte? ¿Se acuerda de la crisis, de esa losa de conciencia que le advierte cada noche que la montaña de imposibles seguirá para usted sobre su mesa de trabajo mañana? Pues todavía le espera una noticia peor. Tome asiento. Siento ser yo quien se lo cuente pero… hoy ha trabajado usted todo el día solo para pagar a Hacienda.
Según las estadísticas oficiales, cada español trabaja al año ciento cuarenta y seis días lectivos solo para abonar sus impuestos. Ahí es nada. Al final del camino, ese goteo de madrugones y sudores supone más de la mitad de su vida laboral. El fisco se lleva, por tanto, de cada español veinte años de trabajos forzados, veinte años de madrugones, de broncas, de esfuerzos. Y claro, veinte años de sueldo. Casi sin darnos cuenta, ponemos más dinero en manos del Estado de lo que invertimos durante toda una vida en nosotros mismos. Ese es el precio de ser ciudadano. El precio de vivir en sociedad, de tener carreteras, aeropuertos y tribunales, el precio de una educación y una sanidad públicas. Pero ¿esas estadísticas valen para todos? ¿Estamos hablando de un sacrificio igualitario? ¿Aportamos los españoles de una misma forma a la caja común?
Según los Presupuestos Generales del Estado, España consume cada año 386.788 millones de euros. Esa es la factura total que tenemos sobre la mesa. Una cifra astronómica que sirve para mantener los servicios de cuarenta y un millones de habitantes. Desde esa caja común se pagan los gastos en asistencia médica, las escuelas y universidades que forman a nueve millones doscientas mil personas, el funcionamiento del Congreso y el Senado, los presupuestos de cuarenta y siete diputaciones y los más de ocho mil ayuntamientos, los sueldos de los 2.659.010 funcionarios del Estado, las pensiones mensuales de cinco millones y medio de jubilados, los tribunales de Justicia, la red de carreteras y cualquier gasto que provenga directamente de las arcas estatales. Entonces, ¿de dónde sale todo ese dinero?
La inmensa mayoría de los fondos estatales —189.727 millones de euros en 2010— proviene de las nóminas y beneficios de veinte millones de trabajadores y 1,3 millones de empresas españolas. El resto procede en su mayoría de los llamados impuestos indirectos, esos que incrementan el precio de cualquier producto de consumo, por muy necesario que sea. El presupuesto nacional se complementa con tasas municipales, autonómicas o estatales, fijadas, por ejemplo, para la apertura de locales comerciales o el pago fraccionado de estacionamiento dentro de las grandes ciudades. Con esas normativas, el Estado recauda cada año otros 6.735 millones de euros.
El debate sobre la manera de sufragar los gastos públicos se ha prolongado durante siglos a lo largo de la historia. Pero una cosa es segura. No hay sociedad moderna sin impuestos. En las civilizaciones primigenias, la necesidad de sufragar las guerras con otros pueblos o clanes rivales supuso la aparición de las primeras tasas oficiales. Así, durante los tiempos de guerra, los atenienses crearon un impuesto llamado eisfora, que se rescindía cuando la situación bélica había terminado. Adiós a la guerra, adiós a los impuestos. En el antiguo Egipto, un tributo gravaba, por ejemplo, el aceite de oliva necesario para la cocina, y el Estado contaba con un importante cuerpo de escribas para recaudarlo. En el Imperio Romano aparecieron los primeros aranceles para el comercio internacional, de nombre portoria, y César Augusto creó una tasa sobre las herencias que garantizaba el retiro de sus militares tras las contiendas. A lo largo de la historia, todo bien social o de consumo ha podido ser objeto de impuestos. Incluso la virginidad. En la Edad Media, los señores de la Europa Occidental reclamaban como tributo la primera noche de bodas de todas las doncellas, siervas de su feudo, que contraían matrimonio bajo su mandato.
En la actualidad, la necesidad de recursos públicos, la inventiva de algunos legisladores y la falta de control a la hora de elaborar determinadas normativas han dejado ejemplos de impuesto realmente inverosímiles por todo el mundo. Hasta septiembre de 2007, el estado norteamericano de Tennessee tuvo vigente un impuesto para sacar dinero de las drogas ilegales. Por supuesto, allí está prohibido comprar y vender marihuana, LSD o cocaína; sin embargo, la ley obligaba al comprador a presentarse en cuarenta y ocho horas ante la oficina de Hacienda más cercana con la mercancía. Allí, los funcionarios tenían que pesarla y hacerle pagar el impuesto correspondiente. Lógicamente, nadie apareció nunca por allí para no ser detenido. El estado de Carolina del Norte tiene una legislación parecida, pero el impuesto se aplica una vez que la persona es arrestada con la droga; una situación mucho más razonable.
La legislación holandesa contempla que es perfectamente legal que una persona se deduzca de sus impuestos clases de brujería y en Alemania, hasta 1995, las empresas privadas y los particulares tenían derecho a deducirse los gastos que tuvieran al corromper a funcionarios públicos. Ese derecho tampoco fue ejercido en ningún caso, ya que para ello el empresario debía delatar al funcionario que acababa de recibir el dinero. Cayó en desuso. En Suecia, los funcionarios de la autoridad fiscal podían gravar con una tasa los nombres que consideraban inadecuados para los recién nacidos que eran inscritos en el registro civil. En 2007, una familia local saltó a los titulares por su empeño y posterior pelea burocrática para inscribir a su bebé con el nombre de pila de «Metallica», en homenaje al conocido grupo de heavy metal estadounidense. En 2005, el gobierno italiano grabó los productos pornográficos con un IVA especial del 25 por ciento, y varios países de la Unión Europea, como Irlanda o Dinamarca, tienen impuestos sobre las cabezas de ganado vacuno por la contaminación que provocan sus flatulencias.
En España, la recaudación de impuestos por las distintas vías que dependen de la Agencia Tributaria es la principal fuente de financiación del Estado y, por tanto, la forma más importante para mantener activos todos los servicios sociales que garantizan el llamado «Estado del Bienestar». Cualquier fraude, merma o escaqueo en estos pagos se traduce de forma directa en menos dinero para sanidad, educación, servicios sociales o sistemas de seguridad ciudadana, por ejemplo. Robar a Hacienda es, en realidad, robarnos a todos. Pero ¿cumplimos todos por igual con nuestras obligaciones? ¿Realmente Hacienda somos todos? La respuesta es tan clara como desalentadora.
Sencillamente, no.
Una mentira piadosa
El artículo 31 de la Constitución establece que todos los ciudadanos tienen la obligación de contribuir al «sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con sus posibilidades mediante un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad». Sobre el papel, los que más dinero tienen son los que más deben aportar a la caja común. Y de forma progresiva. Pero no es así. Al contrario de lo que cabría esperar, las clases bajas y medias de este país, los trabajadores por cuenta ajena, aquellos que cuentan con una nómina regulada pagan cinco veces más impuestos que los grandes capitales y las multinacionales. Sin paños calientes. En realidad, un mileurista español sufre una presión fiscal cinco veces mayor que la de una empresa como el Banco Santander. Y hay ya seis millones de personas en esa situación. Sin embargo, estas cifras se ocultan de nuevo bajo la mampara de un pretendido oscurantismo. Quien controla la información controla los datos. Y por extensión, interpreta los números a su antojo.