En este nuevo libro de superación, Walter Riso nos aproxima al apasionante mundo de la asertividad y el respeto por uno mismo. El autor nos lleva de la mano de la psicología, en un lenguaje sencillo pero a la vez profundo, a comprender por qué a veces doblegamos nuestro espíritu, aunque tengamos la opción de no hacerlo. En palabras del autor: Cada vez que agachamos la cabeza, nos sometemos o accedemos a peticiones irracionales, le damos un duro golpe a la autoestima: nos flagelamos. Y aunque salgamos bien librados por el momento, logrando disminuir la adrenalina y la incomodidad que genera la ansiedad, nos queda el sinsabor de la derrota. ¿Quién no se ha mirado alguna vez al espejo tratando de perdonarse la sumisión o no haber dicho lo que en verdad pensaba? ¿Quién no ha sentido, así sea de vez cuando, la lucha interior entre la indignación por el agravio y el miedo a enfrentarlo? Aun así, en cada uno de nosotros hay un reducto de principios donde el "yo" se niega a rendir pleitesía y se rebela. Tenemos la capacidad de indignarnos cuando alguien viola nuestros derechos o somos víctimas de la humillación, la explotación o el maltrato: podemos decir NO. En el proceso de aprender a querernos a nosotros mismos, junto al autoconcepto, la autoimagen, la autoestima y la autoeficacia, que ya he mencionado en Aprendiendo a quererse a sí mismo, hay que abrirle campo a un nuevo "auto": el autorrespeto, la ética personal que separa lo negociable de lo no negociable, el punto de no retorno. Detrás del ego que acapara, está el yo que vive y ama, pero también está el yo aporreado, el yo que exige respeto, el yo que no quiere doblegarse, el yo humano: el yo digno.
El espíritu no debe ser jamás sometido a la obediencia.
Émile Chartier, “Alain”
Para que pueda ser he de ser el otro, salir de mí, buscarme entre otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia.
Octavio Paz.
Parte III:
LA ANSIEDAD SOCIAL:
EL MIEDO A LA EVALUACIÓN NEGATIVA Y A COMPORTARSE DE FORMA INAPROPIADA
El “yo” y los “otros”
CUANDO ESTAMOS FRENTE a otro ser humano, nuestra atención se concentra en dos aspectos: lo que yo hago y lo que el otro hace. Evaluación y autoevaluación, mirar y mirarse, observar y autoobservarse, dos procesos inseparables que definen toda relación social.
Un paciente tímido, con problemas de autoestima, me decía que nunca coincidían ambas evaluaciones: “Hay días en que me siento bien conmigo mismo, me siento más grande, más importante, mi ego se infla… Pero casi siempre ocurre algo negativo en mi entorno social y me tira al suelo: una crítica, un comentario mordaz sobre mi figura o mi manera de ser, alguien que no me saluda, en fin, siempre pasa alguna cosa… Y en otras ocasiones, me levanto con un yo lastimoso, me siento como una cucaracha, me da vergüenza lo que soy… Y ese día, justo ese día, llegan los refuerzos, los halagos, los buenos comentarios. La verdad es que estoy harto, ¿cómo hago para que el mundo coincida conmigo?”.
Hay una sola respuesta posible al interrogante de mi atribulado paciente: Mantenga el “yo” arriba todo el tiempo, independientemente de lo que el medio haga o diga, y sólo enconces coincidirán ambas visiones.
Yo y otros, otros y yo, autopercepción y percepción: la doble faz de nuestra mente tratando de identificarse a sí misma. Una identidad móvil que nunca se completa, que jamás se acopla totalmente, pero que puede
mantenerse tan alto como queramos.
De estas dos operaciones mentales surge el modo en que nos relacionamos con la gente. Si nos sentimos seguros con nosotros mismos (evaluación del “yo”), y percibimos a las personas significativas que nos rodean como amigables y no amenazadoras (evaluación de los “otros”), nos sentiremos cómodos, espontáneos, tranquilos frente a los demás: el miedo a la evaluación negativa será mínimo o nulo.
Pero si salimos mal parados en cualquiera de las dos evaluaciones, el equilibrio se altera, el temor se convierte en un problema y es probable que la fobia social o el trastorno de ansiedad social haga su aparición. Nos sentimos rechazados, tensos e incapaces de actuar con libertad.
La prevalencia a la fobia social (es decir, la frecuencia con que la enfermedad aparece en un grupo o región determinada), fluctúa entre el 3 y el 13 por ciento. Es decir, en una población de dos millones de habitantes, ¡habrá alrededor de 200.000 personas con problemas de ansiedad social! Una verdadera urbe de individuos angustiados, incapaces de resolver su dilema fundamental: quiero y necesito a la gente, pero me asusta lo que ellos puedan pensar de mí. Si me alejo, me deprimo, y si me acerco, el miedo me inmoviliza.
Como puede deducirse, si una persona teme hacer el ridículo, verse tonta o actuar inapropiadamente, la asertividad se convierte en el peor de sus enemigos, porque la expresión de sentimientos la desnudaría, la mostraría tal cual es y sacaría a la luz su vulnerabilidad; ya no podría esconderse y escapar al escarnio público, real o imaginado. La mayoría de las personas socialmente ansiosas muestran una marcada ambivalencia ante la posibilidad de ser asertivos: les gusta la idea, pero no les agrada exponerse.
Cabe recordar que los ansiosos sociales son expertos camaleones, genios del disfraz y de las máscaras. Una paciente experta en pasar desapercibida, me decía: “¿Cómo se le ocurre proponerme eso de la asertividad?
¡Parecería que no ha entendido mi caso! ¡Si me muestro como soy, me van a ver como soy! ¡Dios mío, qué vergüenza! No me complique la vida aún más… Vea, yo quiero ser menos ansiosa con la gente, pero sin darme a conocer, estando oculta, ¿me entiende?… Tanta honestidad y espontaneidad me pone los pelos de punta…
No, no, definitivamente nada de asertividad… ¿No hay alguna forma de hipocresía saludable o deshonestidad positiva que me pueda servir?”.
El rostro ajeno nos define y nos reglamenta en algún sentido. La mirada del otro es el origen de la evaluación interpersonal y, probablemente, como decía el psicoanalista Ericsson, el inicio de una emoción tanto o más perturbadora que la culpa, una emoción más demoledora y antigua, difícil de erradicar, casi arquetípica: la vergüenza.
Para muchos autores, el miedo a la evaluación negativa o a proyectar una mala imagen social está íntimamente, ligada a la vergüenza, tanto, que algunos la consideran una “emoción social”, pariente cercana a la culpa.
En los siguientes apartados veremos cómo la ansiedad social puede interferir en el comportamiento asertivo y bloquearlo. Aunque el miedo interpersonal puede manifestarse de muchas maneras, señalaré los factores más relevantes:
La vergüenza de sí mismo.
El miedo a dar una mala impresión y la necesidad de aprobación.
El miedo a sentirse ansioso y a comportarse de manera inapropiada.
El miedo a las figuras de autoridad.
1. La vergüenza de sí mismo.
Todos en algún momento de nuestra vida hemos experimentado vergüenza. ¿Quién no ha cometido alguna vez errores o equivocaciones en público, generando hilaridad y miradas burlonas? ¿Quién no ha sentido esa mezcla de pesar y alivio (“pena ajena”) por no estar (¡gracias a Dios!) en los zapatos de quien ha hecho el ridículo o ha cometido la mayor de las torpezas?
La famosa expresión, “Trágame tierra”, posee el encanto de la sabiduría popular. Es un hecho fácil de comprobar que la vergüenza produce, al igual que la ansiedad, un fuerte impulso a retirarse de la situación. Pero mientras que en la ansiedad la huida tiene un carácter anticipatorio y preventivo, en el acto vergonzante la retirada se presenta ante un hecho real que ya ha ocurrido: ya “metimos la pata”, ya no se puede sacar y lo único que queda es escapar o, mejor, desaparecer mágicamente a lo Harry Potter. La sensación que produce vergüenza es poco menos que insoportable. La vida debería darnos al menos una segunda oportunidad y tener una función de deshacer, como la herramienta del programa Word, para regresar al pasado inmediato y subsanar la equivocación ola torpeza.
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