Prólogo
El futuro del capitalismo
Después de todas las grandes crisis económico-financieras se produce una efervescencia intelectual con la intención de explicar tres «pes»: qué pasó, por qué pasó y qué ha de hacerse para que no vuelva a pasar. En este contexto, los principales actores del drama tiran de pluma para justificar sus actuaciones en los momentos críticos y, casi siempre, para explicar cómo «salvaron al mundo» del apocalipsis. Mervyn King, gobernador del Banco de Inglaterra entre 2003 y 2013, no ha elegido este camino. En su libro, El fin de la alquimia, huye de la anécdota para elevarse al mundo de los principios en un ejercicio de honestidad intelectual, plasmada con un estilo riguroso, claro y brillante. Para el autor, la causa de la Gran Recesión no radicó en la incompetencia de los políticos o de los banqueros, aunque también hubo de eso, sino en el sistema y en las ideas sobre las que aquél se sustentaba. Sin una revisión y corrección de esos fundamentos, lord King considera inevitable un nuevo Armagedón en un tiempo no lejano.
El último capítulo del libro, «La audacia del pesimismo: el dilema del prisionero y la próxima crisis», podría haber sido perfectamente su preámbulo. En él, King ofrece una perspectiva de la actual coyuntura económica global y de su problemática. Considera que el mantenimiento de las tasas de interés en niveles tan bajos como los presentes no sirve para estimular la demanda y genera importantes desequilibrios. Estima que el euro es inviable desde una óptica económica y, sobre todo, política. Se muestra escéptico ante la evolución de la economía china..., y rechaza la tesis en boga de que los países desarrollados estén condenados a una situación de «estancamiento secular». Confía en la fuerza creadora del capitalismo competitivo, pero afirma que la recuperación de su vitalidad exige introducir reformas destinadas a elevar la productividad, restaurar los equilibrios macroeconómicos y reformar nuestros sistemas monetarios y bancarios. Este último punto constituye la esencia de su libro.
Para el autor de El fin de la alquimia, el talón de Aquiles del capitalismo moderno es el modelo monetario y bancario imperante. El núcleo central de su análisis trata de demostrar esta tesis y plantea una alternativa para corregir esas deficiencias sin perder los beneficios que el dinero y la banca proporcionan a las economías de mercado. Pero, antes de embarcarse en esa tarea, King realiza una reflexión previa. Articula su visión general de la economía alrededor de un fenómeno para él clave, la presencia de una «radical incertidumbre». Cómo lidiar con ella, esto es, con la incapacidad de los individuos de concebir lo que nos depara el mañana, es el principal desafío del capitalismo. El no incorporar este «hecho de la naturaleza» a la teoría económica moderna es uno de los factores explicativos de los errores de juicio que llevaron a la crisis y del fracaso de las políticas aplicadas para superarla.
Esa crítica no es novedosa. La hipótesis de la «radical incertidumbre» tiene un evidente aroma keynesiano, el de los «animal spirits», y guarda una estrecha correlación con las principales proposiciones de la denominada behavioral economic (economía conductual o, mejor, psicológica). En sus versiones radicales o moderadas, ambas impugnan o cuestionan la racionalidad de los individuos a la hora de adoptar decisiones económicas. La gente propende a tomar el statu quo como algo fijo e inmutable, sin contemplar otras posibilidades, otros cursos de acción más beneficiosos para ella. Ello se debe a una variedad de errores cognitivos que, en numerosas ocasiones, la llevaría a actuar de una manera inconsistente con sus propios intereses. Así pues, la hipótesis de un homo economicus, maximizador en todo momento de su función de utilidad, el dibujado en los modelos de competencia pura y perfecta de la teoría del equilibrio general, es una utopía que impregna y contamina la ciencia económica dominante. Este enfoque resulta simplificador en exceso y necesita ser matizado.
En un ensayo de 1953, Milton Friedman señaló que, si bien la gente no resuelve los complejos problemas neoclásicos de optimización en su vida cotidiana, se comporta como si lo hiciese. Con la información a su disposición, tiende a tomar decisiones racionales gracias a una combinación de experiencia y de atajos cognitivos, o, en términos hayekianos, de razón, de instinto y de tradición. A través de un proceso de ensayo y error, seres humanos imperfectos aprenden y generan resultados que no son perfectos, pero su cercanía a la racionalidad es superior a la proporcionada por sus alternativas. King parece olvidar que el proceso competitivo no se sustenta en la omnisciencia de quienes operan en él, sino en todo lo contrario, en la inexorable limitación del conocimiento humano. La cooperación voluntaria de millones de personas en el mercado permite acumular y procesar, a través de las señales lanzadas por los precios, un volumen de información superior al disponible por cualquier agente económico y por cualquier otro sistema. Ello, junto a un marco institucional adecuado, es el medio para reducir la radical incertidumbre que tanto preocupa a lord King.
Dicho esto, la aceptación de la irracionalidad del comportamiento individual y de sus negativas consecuencias económicas en sus versiones suaves o duras, plantea una pregunta: ¿quién ha de corregir esa falla? La respuesta keynesiana y la de los paladines de la economía conductual asignan esa tarea a la esfera pública, esto es, a los políticos y a los burócratas. Esto supone asumir que este colectivo no exhibe los mismos «defectos» que el resto de los mortales, una presunción excesiva y refutada por la realidad. Ni la teoría ni la evidencia empírica proporcionan base alguna para determinar a priori cuáles son los verdaderos intereses de los individuos, ocultos, según parece, bajo una capa de irracionalidad que sólo el Estado y sus servidores son capaces de descubrir. Aunque no es la intención de King, su posición abre el portillo a una indiscriminada expansión de la actividad estatal en la economía.
El autor de El fin de la alquimia se lamenta, y con razón, del exceso de formalización de la economía contemporánea, transformada en una disciplina matemática y abstracta que ha fallado en predecir la crisis pasada habiendo osado profetizar el futuro. Al mismo tiempo, se lamenta de que la mayoría de los modelos macroeconómicos, incluidos los utilizados por muchos bancos centrales, dejen fuera el dinero y la banca. Para él, las separaciones entre la economía real y la monetaria y entre el corto y el largo plazo provienen de concepciones erróneas, porque la moneda no es nunca neutral. Con matices, esas dos impugnaciones no son aplicables ni a la escuela austríaca ni a la escuela de Chicago cuyos puntos en común son muchos, a pesar de que los seguidores de una y de otra ensanchan con demasiada frecuencia sus discrepancias.