Primera edición en esta colección: febrero de 2015
© Catherine L’Ecuyer, 2015
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ISBN: 978-84-16256-57-0
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DANIEL P. MOYNIHAN
A Alicia, Gabriel, Nicolas y Juliette.
Prólogo
El contenido de este nuevo libro de Catherine L’Ecuyer está basado en una teleología educativa con base humanística. En sus páginas afloran los conceptos de: verdad, bondad, belleza, motivación interna, apertura trascendente, capacidad de imaginación, reflexión, austeridad, dominio de uno mismo, asunción positiva del sufrimiento, curiosidad y capacidad de asombro –esta última, objeto de un anterior y exitoso best seller de la misma autora–. La educación debe adecuarse a la naturaleza del sujeto –aquí, el niño–, con sus motivaciones internas, su curiosidad, su afán por lo bueno, lo verdadero y lo bello, sus posibilidades emergentes de imaginar, de reflexionar y de descubrir lo que hay de verdadero en las cosas, personas y acontecimientos; en definitiva, la educación ha de hacer sinergia con estas capacidades, para que el niño se autorrealice en plenitud y se abra a lo trascendente. Pero todos estos conceptos no pasarían de ser una sarta programática abstracta si no viniesen subrayados por su concreción en lo real. Y aquí reside el meollo de esta obra, redactada al filo de los obstáculos que interponen las nuevas tecnologías y las falsas concepciones neuropsicológicas del desarrollo humano, para construir un proceso educativo basado en la realidad de los niños y en la del mundo.
La realidad comprende todo lo que posee existencia efectiva, y la verdad lógica es la adecuación de nuestro conocimiento a lo real. La industria cibernética ha ideado la confusa y contradictoria denominación de «realidad virtual» para designar una simulación digital de objetos, ámbitos o eventos, así como del efecto que las respuestas del sujeto ejercen sobre esta pretendida realidad. La llamada «realidad virtual» debe distinguirse de los sistemas de representación directos y naturales, como el lenguaje, y de los cuasinaturales, como las imágenes, la fotografía, la comunicación escrita, telefónica o radiada, que atraviesan las barreras del tiempo y del espacio, pero no tratan de manipular al usuario.
La realidad virtual, desde su propia denominación, pero también en su propia naturaleza, posee un carácter invasivo y trata de engullir al sujeto en una realidad que no es tal. El perfeccionamiento de los dispositivos y programas que «virtualmente» –es decir, no realmente, sino de forma simulada– tratan de presentar la realidad, puede añadir, qué duda cabe, una percepción enriquecida o «hiperreal» de supuestas realidades en las que el sujeto puede instalarse y sobre las que tiene la sensación de poder actuar con una rapidez, facilidad y eficacia fuera de lo común. Estas simulaciones, bien medidas, son utilizadas para el entrenamiento profesional (pilotos aéreos con experiencia previa de vuelo real, estudiantes de medicina con conocimientos teóricos y práctica paralela en ámbito real, etc.), y también, pero con resultados aún controvertidos, para la intervención terapéutica sobre personas con minusvalías físicas (dispositivos ergonómicos, simulación de equilibrio y marcha, comunicación aumentada) o con diversos trastornos psicopatológicos (modificación de conducta para mejorar trastornos de ansiedad, fobias, impulsividad, etc.). Además, cómo no, las técnicas publicitarias también están apoyándose en la «realidad virtual» y en otros recursos de las nuevas tecnologías (NT) basadas en la informática. Las aplicaciones de las NT han supuesto también un paso gigantesco en la historia de la comunicación a distancia, antes posible mediante la escritura, el teléfono y la radio, haciéndola ahora instantánea y actual a través de la mensajería digital.
Cabe decir que las NT son «nuevas» tecnologías para nosotros, los adultos, que tuvimos que aprender a usarlas pasada nuestra cuarentena; los jóvenes no utilizan esa denominación, porque se han criado con las NT, algo así como para nosotros eran los grifos, los libros, la radio y los interruptores para encender o apagar la luz cuando éramos niños. Es cierto que el uso de las NT resulta muy asequible y gratificante, pero la gratificación que generan es a muy corto plazo y de forma reiterativa (cada pocos segundos). La atención es la actualización de la conciencia sobre un objeto externo o interno determinado entre los muchos que se prestan a la percepción; la atención sostenida supone un esfuerzo por parte del sujeto, quien debe poseer la motivación interna suficiente, cuando opera sobre el mundo real. Las NT, en cambio, llevan las riendas de la mente sin especial costo de atención para el usuario, pero esto contribuye a extraerlo de la realidad y a hacerlo flojo cuando la realidad le supone un esfuerzo de atención.
L’Ecuyer realiza aquí un acertado análisis de los excesos derivados de una neurointoxicación de la psicología y de los procedimientos educativos apoyados en neuromitos, que no son sino una caricatura de lo que las neurociencias del desarrollo humano vienen ofreciendo. Así, la buena voluntad de los padres es manipulada al animarles al uso de dispositivos y programas informáticos «interactivos» que pueden, supuestamente, multiplicar de forma exponencial la inteligencia y los saberes de sus pequeños. Falta allí la acción del adulto que, bien conectado con la cabecita del niño (intersubjetividad), sabe dosificar y gestionar prudentemente lo que es apropiado en cada momento evolutivo para cada chaval. Viene a mi memoria la mirada de asombro escéptico que un amigo de mis hijos, a sus nueve años, me dirigía cuando, con un puñado de cañas, una buena cantidad de papel grueso, largo ovillo de cuerda y algunos trapos, acometimos la construcción de «la cometa más grande del mundo». El asombro desconfiado inicial de ese chico se convirtió poco a poco en entusiasmo cuando comprobó, en aquel lugar de veraneo, por lo demás algo aburrido, que «aquello» volaba solemnemente y era objeto de admiración por todos los del pueblo. Hoy día esa persona es un excelente ingeniero aeronáutico. Creo que aquel descubrimiento real, pedestre y artesano pudo influir en su futura orientación vocacional. No sé si un videojuego de avioncitos lo hubiese influido de la misma forma para preguntarse, ya desde joven, en qué consiste volar.
El niño posee de forma innata la curiosidad, la capacidad de asombro y el impulso de inventar nuevas experiencias en el reducido ámbito de su casa o en la plazuela más próxima, con sus camaradas. Cierto es que, en la actualidad, nuestras ciudades, su tráfico y sus prisas no brindan a los niños las mismas posibilidades de imaginar sus propias diversiones y descubrimientos, pero la solución, al menos para la mayoría de las familias, no es «desterrarse» a una urbanización impoluta e inexpugnable en la que se puede gozar de todo bajo la mirada de un portero automático. La ciudad es muy interesante para niños y adultos, como también lo es la aventura campestre; digo aventura porque es difícil conseguir que los niños caminen por caminar o intuyan,