y a Sasha, que no tuvo la oportunidad.
PREFACIO
Hace diez años escribimos un libro sobre el trabajo que hacemos. Para nuestra sorpresa, encontró un público. Nos sentimos halagados, pero para nosotros resultaba evidente que con aquello era suficiente. En realidad, los economistas no escriben libros, y menos aún libros que pueda leer un ser humano. Nosotros lo hicimos y, sin saber cómo, salió bien; era hora de regresar a lo que hacemos normalmente, que es escribir y publicar artículos de investigación.
Eso es lo que hicimos mientras el albor de los primeros años de Obama daba paso a la locura psicodélica del Brexit, a los chalecos amarillos y al muro; y mientras dictadores pomposos (o sus equivalentes electos) sustituían al optimismo confuso de la Primavera Árabe. La desigualdad está por las nubes, se avecinan catástrofes naturales y desastres en la política global, pero nos hemos quedado con poco más que clichés para hacerles frente.
Escribimos este libro para mantener la esperanza. Para contarnos a nosotros mismos la historia de lo que salió mal y por qué, pero además como un recordatorio de todo lo que ha salido bien. Un libro sobre los problemas de nuestro mundo, pero también sobre la manera en que este puede recomponerse, siempre que hagamos un diagnóstico honesto. Un libro sobre en qué han fallado las políticas económicas, cuándo nos ha cegado la ideología, en qué momento hemos ignorado lo obvio, pero también sobre dónde y por qué la buena economía es útil, especialmente en la actualidad.
El hecho de que sea necesario escribir este libro no significa que seamos las personas adecuadas para hacerlo. Muchos de los problemas que ahora mismo asolan el mundo son particularmente acuciantes en el norte rico, mientras que nosotros hemos dedicado nuestra vida a estudiar a la gente pobre de los países pobres. Resultaba obvio que tendríamos que meternos de lleno en mucha bibliografía desconocida, y siempre existía la posibilidad de que pasáramos algo por alto. Nos llevó un tiempo convencernos de que merecía la pena intentarlo.
Al final decidimos asumir el riesgo, en parte porque nos cansamos de observar en la distancia cómo el debate público sobre los problemas económicos fundamentales —la inmigración, el comercio, el crecimiento, la desigualdad o el medioambiente— perdía el rumbo cada vez más. Pero también porque, cuando lo pensamos, nos dimos cuenta de que, de hecho, las dificultades a las que a menudo se enfrentan los países ricos eran sorprendentemente parecidas a las que estábamos acostumbrados a estudiar en el mundo en desarrollo: gente a la que el desarrollo deja atrás, una desigualdad creciente, la falta de fe en el Gobierno, unas sociedades y una política fragmentadas, etcétera. Aprendimos mucho en el proceso, y eso nos dio fe en lo que nosotros, como economistas, hemos aprendido a hacer mejor, que es ser obstinados con los datos, escépticos con las respuestas manidas y las panaceas, modestos y honestos respecto a lo que sabemos y entendemos, y, tal vez lo más importante, dispuestos a probar ideas y soluciones, también a equivocarnos, siempre que eso nos lleve hacia el objetivo último de construir un mundo más humano.
HAGAMOS QUE LA ECONOMÍA SEA GRANDE OTRA VEZ
Un médico le dice a su paciente que solo le queda medio año de vida. El médico le aconseja casarse con un economista y mudarse a Dakota del Sur.
PACIENTE: ¿Curará eso mi enfermedad?
MÉDICO: No, pero el medio año se le hará bastante largo.
Vivimos en una época de polarización creciente. De Hungría a India, de Filipinas a Estados Unidos, de Reino Unido a Brasil, de Indonesia a Italia, el debate público entre la izquierda y la derecha se ha vuelto cada vez más un ruidoso intercambio de insultos, en el que las palabras estridentes, usadas de manera gratuita, dejan muy poco espacio a los cambios de opinión. En Estados Unidos, donde vivimos y trabajamos, el voto a diferentes partidos en unas mismas elecciones está en el nivel más bajo desde que hay registros.
En Francia e India, los otros dos países en los que pasamos mucho tiempo, el auge de la derecha política se discute, en el mundo de élite «ilustrado» y liberal en el que vivimos, en términos cada vez más apocalípticos. Hay un claro sentimiento de que la civilización tal como la conocemos, basada en la democracia y el debate, se encuentra amenazada.
Como científicos sociales, nuestro trabajo es proporcionar hechos e interpretaciones de hechos con la esperanza de que puedan ayudar a mediar en esas divisiones, a que cada bando entienda lo que dice el otro, y de este modo llegar a un desacuerdo razonado, si no a un consenso. La democracia puede coexistir con las discrepancias, siempre que los dos lados se respeten. Pero el respeto requiere cierta comprensión.
Lo que hace que la situación actual sea particularmente preocupante es que el espacio para ese debate parece estar reduciéndose. Parece que hay una «tribalización» de las opiniones, no solo sobre política, sino sobre cuáles son los principales problemas sociales y qué hacer con ellos. Una encuesta a gran escala descubrió que las opiniones de los estadounidenses sobre una amplia variedad de asuntos se agrupaban como racimos de uva. Las personas que comparten algunas creencias centrales, por ejemplo, sobre los roles de género o si el trabajo duro siempre conduce al éxito, parecen tener las mismas opiniones sobre una serie de asuntos, de la inmigración al comercio, de la desigualdad a los impuestos o el papel del Gobierno. Estas creencias centrales son mejores predictores de sus opiniones políticas que sus ingresos, su grupo demográfico o dónde viven.
En cierto sentido, estos asuntos ocupan un lugar destacado en el discurso político, y no solo en Estados Unidos. La inmigración, el comercio, los impuestos y el papel del Gobierno son igualmente cuestionados en Europa, India, Sudáfrica o Vietnam. Pero con demasiada frecuencia las opiniones sobre ellos se basan por completo en la afirmación de unos valores personales específicos («Estoy a favor de la inmigración porque soy una persona generosa», «Estoy en contra de la inmigración porque los migrantes amenazan nuestra identidad como nación»). Y cuando algo reafirma estos puntos de vista, es a través de cifras ficticias y de una lectura de los hechos muy simplista. En realidad, nadie piensa demasiado en los problemas en sí.
Esto es bastante desastroso, porque parece que hemos caído en tiempos difíciles. Los prósperos años de crecimiento global, alimentados por la expansión del comercio y el extraordinario éxito económico de China, pueden haberse acabado, entre la desaceleración del crecimiento de China y las guerras comerciales que se desatan en todas partes. Los países que progresaron con esa corriente de desarrollo —en Asia, África y América Latina— empiezan a preguntarse qué será lo próximo para ellos. Por supuesto, en la mayoría de las naciones del Occidente rico a estas alturas el crecimiento lento no es nada nuevo, pero lo que hace particularmente preocupante la situación es la rápida descomposición del contrato social que observamos en todos esos países. Parece que hemos regresado al mundo dickensiano de Tiempos difícile s, con los ricos enfrentándose a unos pobres cada vez más alienados, sin una solución a la vista.