Las abejas zumban, no hay duda.
Cualquier niño pequeño lo sabe. Pero también canturrean, susurran y cascabelean. A veces, cuando das un golpecito en el lateral de la colmena en pleno invierno, emiten un sonido como el murmullo de las hojas secas. Si se enfadan, chillan como un mosquito estridente. Pero en las tardes cálidas y soleadas de primavera, cuando están seguras de que el invierno tendrá que esperar su turno todo un año, las abejas vibran haciendo un sonido sin igual: el de la pura satisfacción.
L AS COSAS DEL EGO
«¿Te pican muchas veces?» suele ser lo primero que te preguntan. «¿Te duele?» es lo segundo. «No tanto como antes, acabas por acostumbrarte».Tardé bastante en comprender por qué no era correcto responder así. Al principio, consideraba las picaduras como un toque de distinción. Criaba abejas, lo normal era que me picasen. Le quitas importancia y sigues adelante. Tras una temporada de sufrir picaduras, parece que el veneno pierde efectividad.«Te acostumbras».Incluso empiezas a desear que te piquen y a disfrutarlo, como una taza de café bien cargado.
M e llevó algún tiempo reconocer la absurda arrogancia de mi actitud. O algo aún peor. Podría decirse que sufría de «síndrome de Hybris». Voy a ilustrar lo que digo con un ejemplo. En un agradable día soleado de mitad de verano, cuando el néctar rezuma por los campos en flor, las abejas están contentas. Su provisión de néctar no cesa de aumentar y no parece importarles que abras la colmena para echar un vistazo. Así son las cosas en un cálido día veraniego. Pero el panorama es muy distinto en un tibio día de finales de octubre. Y fue en un momento así cuando ascendí la ladera hasta el colmenar. Vi a las abejas pululando de aquí para allá y pensé que nos les importaría que me asomase a mirar. Unos segundos después de haber levantado la cubierta, había dieciséis aguijones atravesándome los vaqueros. No había tenido en cuenta que una fuerte helada había marchitado las flores hacía un par de semanas. No habría más néctar hasta la primavera. Y eso suponía que las abejas no podrían reponer sus reservas de miel durante seis meses como mínimo.
El tiempo era engañosamente similar al de un día de junio, no así el humor de las abejas. Sin ninguna perspicacia, yo no lo había comprendido. Y las abejas pagaron el precio de mi ignorancia.
Las abejas melíferas mueren cuando te pican. A diferencia de las avispas, viven exclusivamente del polen y de la miel que elaboran con el néctar de las flores. La mayoría de las avispas son carnívoras. Cazan y matan para alimentarse. Pueden picar una y otra vez mientras buscan comida. Sin embargo, clavar el aguijón es una decisión muy costosa para una abeja melífera. Necesitan una razón de peso para sacrificarse.
Y esa razón la encuentran en la defensa de su colmena. Es casi lo único que las enfurece hasta el punto de atacarte. Están preservando la miel que necesitarán para sobrevivir al invierno. Están protegiendo su único refugio, la colmena, que tanto esfuerzo les ha costado construir. Están defendiendo a su reina, sin la cual no habría futuro. Y están custodiando a las crías, a quienes alimentan durante sus primeras semanas de vida hasta que son capaces de valerse por sí mismas.
Los griegos tienen una palabra para esto
La hybris se traduce como soberbia o arrogancia extrema. La hybris suele indicar una pérdida de contacto con la realidad y una sobreestimación de la propia capacidad y habilidades, sobre todo en quienes ostentan el poder. Quizá parezca exagerado equiparar los errores de un apicultor novato con la esencia de la tragedia. Pero lo cierto es que el día que me presenté ante las abejas como su amo y señor, con mi buzo de apicultor, desdeñé las normas más elementales de su naturaleza. En ese momento no me sentí arrogante. Es lo normal en quien padece el síndrome de Hybris, supongo. Pero indiscutiblemente estaba sobrevalorando mi capacidad y mis habilidades.
He comprendido después que la imagen que me formo de mí mismo es un obstáculo en numerosas ocasiones. Aquella vez, la idea que me había hecho de mí en cuanto apicultor fue la que me llevó a actuar de ese modo. En lugar de fijarme en lo que debía hacer, provoqué la muerte innecesaria de varias abejas y lo consideré normal, incluso admirable, puesto que estaba desempeñando mi labor. Las abejas me acribillaban y morían porque la idea preconcebida que tenía de mí me impedía ver lo que en realidad estaba sucediendo. En mi ignorancia, no paraba de incurrir en errores imprudentes. Desde luego, no era como para sentirse orgulloso.
No eres el único en comprobar, amigo,
que prever carece de sentido.
De ratones y hombres, los planes mejor trazados
quedan de golpe truncados,
y la dicha prometida, vana ilusión,
se convierte en pesares y dolor.
Mas afortunado eres si conmigo te comparas,
pues es solo el presente el que penas te depara,
pero, ¡ay!, si yo vuelvo la mirada,
me entristece el panorama,
y aunque nada logre ver si adelante miro,
miedo me da cuanto imagino.
ROBERT BURNS, FRAGMENTO DE «A UN RATÓN AL DESHACERLE EL NIDO CON UN ARADO»
Si este poema encierra resonancias del estado de la política mundial o de los escombros de una relación rota, seguro que hay buenos motivos para que así sea. Todos nos preguntamos con perplejidad, igual que Robert Burns, por qué los proyectos mejor trazados por ratones y hombres se truncan tan a menudo. En opinión del poeta, la diferencia entre los roedores y nosotros es que al menos ellos solo viven y experimentan las convulsiones del presente; mientras que nosotros, dotados de visión de futuro y de recuerdos del pasado, nos enfrentamos a problemas más complejos.
¿Qué tiene esto que ver con la meditación?
El reto de un apicultor es evitar causar sufrimiento tanto a sí mismo como a las abejas. Por otro lado, debe responsabilizarse del bienestar de las que tiene a su cuidado. ¿Cómo evito provocar sufrimiento a la vez que cumplo con mis responsabilidades? Esta misma pregunta es la que debo hacerme en cuanto padre, marido, hijo o ciudadano. Una forma de responderla sería comprender por qué los planes que concebimos con tanto esmero se tuercen tan a menudo. Dudo que mucha gente se acerque al altar con el plan de casarse para, unos años más tarde, enriquecer a algún abogado en una enconada batalla por el divorcio. Y, sin embargo, no es raro que las cosas terminen así.