La música nos arranca cada aliento.
Nos corre por el oído, por la mente y por el corazón con un latido tan veloz como el del trino de cualquier pájaro. Llevamos la música en las yemas de los dedos, pero también en la punta de la lengua. La conciencia plena y la meditación resuenan con un eco natural en todos los tipos de música, nos mueven a escuchar con oídos nuevos y a incrementar nuestra receptividad ante un sonido bello. Seas o no un ferviente melómano o un ávido practicante, una conciencia elevada de las cualidades orgánicas de la música te abrirá un asombroso universo de posibilidades.
L A CONCIENCIA PLENA EN LA MÚSICA
La esencia de la meditación es maravillosamente simple y, aun así, los budistas, que la practican de toda la vida, son capaces todavía de sentir que es posible una serenidad más intensa, más profunda incluso. De un modo similar, la búsqueda a más largo plazo de la perfección por parte del músico se verá casi siempre impulsada por un deseo de alcanzar algo inmediato y personal.
E n el más amplio sentido, el ejercicio de la conciencia plena en la música consiste en estar abierto al sonido, abrazarlo y ser receptivo a él. Más allá de este laxo punto de partida, la conciencia plena se divide en distintas direcciones conforme a nuestra orientación específica. Ser consciente como músico intérprete, por ejemplo, supone acceder al más esquivo de los estados de flujo, en el que tu expresividad musical tiene la posibilidad de irradiarse hacia el exterior en un torrente vívido y continuo. Esto requiere que el intérprete se encuentre tan cómodo con el entorno y tan concentrado en la experiencia musical propiamente dicha que ya nada más importe, en especial, quizá, las cuestiones relacionadas con la ejecución (y no digamos ya el público).
Para quien está aprendiendo música, alguien que puede que tenga pocas aspiraciones o ninguna de actuar jamás en público, pero que prefiere disfrutar del placer del acto de tocar o de cantar, la conciencia plena consiste en captar cada momento valioso y fugaz. Esto hace que toquemos y aprendamos de un modo más satisfactorio y gratificante, y, al mismo tiempo, mantiene a raya esos incapacitantes hábitos de pensar en exceso, ensayar en exceso y tratar de abarcar demasiado. El acto en sí debería importarnos más que lo que pudiéramos llegar a conseguir, y, cuando no es este el caso, no puedo evitar preguntarme si es que no nos estamos enterando de nada, así de sencillo.
Para el oyente ávido, la conciencia plena consiste, fundamentalmente, en sentirse libre de distracciones hasta el punto de verse arrastrado por la música —o por el impresionante sonido de una tormenta que se abre paso por un valle, por ejemplo— y, por tanto, ser capaz de obtener un máximo placer de ello. De igual forma, habrá ocasiones en que cobre importancia desempeñar un papel más activo en la experiencia musical y no recostarnos sin más y dejar que sea la música quien haga todo el trabajo.
Ahora bien, sea cual sea nuestra orientación —que bien puede cambiar con el paso del tiempo—, nos veremos en la necesidad de adentrarnos en la naturaleza del propio sonido, no solo en nuestra receptividad hacia él, y quizá también de contemplar con nuevos ojos nuestra propia capacidad creativa.
Una dulce rendición
Todo esto se reduce a nuestra disposición a rendirnos a la intensidad y a la poesía de la música, y por tanto a relajar esa manera de aferrarnos al instinto de controlarla. Nuestra forma de pensar, de respirar y de movernos físicamente influyen en nuestra capacidad para hacer que la música alimente nuestra vida. Las ideas preconcebidas acerca de lo que puede llegar a ser la música tenderán a distraernos de lo que realmente es en este preciso instante. «Ahora viene mi parte favorita» es una frase muy común cuando estamos tocando o escuchando una pieza que nos encanta, pero nos arrebata cualquier posibilidad de conmovernos de lleno con una estrofa, con un solo o un interludio. La conciencia plena le concede pleno valor al impacto emocional inmediato de la música —cada apoyatura, cada matiz fugaz, cada vez que la voz se quiebra cuando uno no se lo espera—, de manera que nos vemos más atraídos aún hacia la propia experiencia musical. La conciencia plena en la música nos ofrece una sensación de serenidad, de equilibrio. Al dejarnos llevar en la cresta de cada ola musical, ya no nadamos contra la corriente de nuestro intelecto; de forma constante, nos vamos volviendo más compasivos con nosotros mismos, vamos estando más en sintonía con quienes nos rodean y más preparados para imaginarnos la música simplemente como una extensión de la naturaleza.
Mi viaje consciente
Mi propio viaje consciente, ahora me doy cuenta, se inició antes incluso de que empezase a los ocho años con el piano, ese instrumento que tantas veces me ha llevado por todo el mundo actuando por tierra y por mar; examinando, como juez, en festivales y dando clases magistrales. De niño me gustaba mucho estar solo, pensando, leyendo, maquinando, aprendiendo trucos de magia de revistas americanas y entregándome a la música, que parecía resaltar todos y cada uno de mis movimientos. Me perdía durante una hora seguida mirando por una ventana, viendo caer la lluvia sin más. La música que prendía la llama de mi imaginación se volvía a veces tan ruidosa, tan tempestuosa, que me recuerdo asombrado por el hecho de que mi madre no pudiera oírla salir de mis oídos.
Es gracioso cómo las suposiciones que hacemos cuando somos jóvenes sobre cómo funciona el pensamiento de los demás suelen desviarse bastante de la realidad. Desde donde me alcanza la memoria ya daba por sentado que la música no solo era un elemento central en la forma en que los seres humanos se relacionaban entre sí, sino que además se trataba de una cualidad que definía la propia vida en sí. También suponía que todo el mundo aspiraba a tocar un instrumento, al menos con un nivel suficiente como para interpretar una docena de piececillas, y que cualquiera era capaz de coger uno de ellos y ponerse a tocar una canción nueva, o al menos tararearla, solo con haberla escuchado un par de veces. Pocas de estas suposiciones resultaron ser ciertas, por supuesto, y me imagino que tuvo su importancia para mí, para ir abriéndome paso poco a poco hacia el mundo real, donde hay tantas opiniones acerca de lo que es la música como gente dispuesta a expresar la suya.