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Cristina Caboni - El lenguaje de las abejas

Aquí puedes leer online Cristina Caboni - El lenguaje de las abejas texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Maeva Ediciones, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Cristina Caboni El lenguaje de las abejas

El lenguaje de las abejas: resumen, descripción y anotación

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Angelica es «la mujer que susurra a las abejas». Viaja por el mundo en su autocaravana acudiendo a la llamada de apicultores que necesitan ayuda con sus panales, pues su capacidad para entender a las abejas es legendaria. Aprendió todo lo que sabe de Margherita, una mujer mayor que, durante la ausencia de su madre, la cuidó cuando era niña en la idílica isla de Abbadulche, en Cerdeña.
Cuando Angelica sabe de la muerte de Margherita y que esta le ha dejado en herencia su casa y sus terrenos de Abbadulche, encuentra un nuevo propósito, defender su propiedad ante el acoso de una importante constructora, que quiere hacerse con los terrenos. Angelica emprenderá un viaje muy personal en el que se reencontrará consigo misma, descubrirá un lugar en el que echar raíces y quién sabe si también el amor.

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El lenguaje de las abejas — leer online gratis el libro completo

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Índice Una abeja se posa en un capullo de rosa la chupa y se va la - photo 1
Índice

Una abeja se posa

en un capullo de rosa:

la chupa y se va…

la felicidad, a fin de cuentas,

es bien poca cosa.

Trilussa

Este libro es para mi marido, Roberto,

y para mi hijo, Davide.

Porque tienen un corazón bueno.

Y saben ver la belleza de las abejas.

Abejitas de oro

buscaban la miel.

¿Dónde estará

la miel?

Está en la flor azul,

Isabel.

En la flor

del romero aquel.

Federico García Lorca

Prólogo

D enso en salobridad, preñado de humedad y de recuerdos, el viento marino sube desde la escollera. Margherita Senes abre los ojos y contempla el azul brillante del cielo.

Está cansada.

Desde hace unos meses, se le para la respiración con frecuencia, igual que los latidos de su corazón.

–Ya casi estamos –murmura, con la vista fija en el horizonte.

Y después sonríe.

Su falda resbala ligera sobre el escalón y se sienta despacio. Es blanca, porque a las abejas les gustan los colores del día y del sol. Su mano, en tiempos fuerte y decidida, aferra un sombrero de paja con velo. Hace años que ya no se lo pone, aunque lo lleva siempre consigo.

Sus abejas son mansas, y ella trabaja con paciencia y ternura, limitándose a recoger lo que la colmena no consume. Las abejas lo saben, por eso han llegado a un acuerdo. Ese trato que hicieron se pierde en el tiempo, ella era apenas una niña.

La nueva guardiana.

El tenue zumbido la envuelve y la relaja. Es como una melodía que a ratos se hace más intensa. De vez en cuando el agua del manantial se une a ese sonido, contándole historias de tiempos lejanos.

Se pone de pie.

Ahora su respiración es más regular, también el corazón le parece más ligero.

–Vamos –susurra. Vuelve junto al hoyo que protege a las abejas de la violencia del mistral. Las observa un instante, absorta en el vuelo de las obreras que vuelven al nido cargadas de polen. Sonríe, y su mirada se desliza hacia el fondo del bosque.

Allí está, alcanza a verlo aunque esté lejos. Un olivo milenario, forjado por soles cegadores y noches de esplendorosa luna. Un viejo rey, rodeado por su corte de esmeralda y musgo, con las raíces hundidas en el agua más pura. Sus ramas poderosas parecen acariciar el cielo. Alarga la mano como para rozarlas.

Es solo un instante. Enseguida se vuelve hacia el sendero. Se siente alegre mientras lo recorre.

–La bajada siempre es más fácil –dice bajito.

Solo le queda una última cosa que hacer. Ahora está preparada, ahora puede hacerlo porque lo siente en su corazón. Ahora tiene que hacerlo. Para que quede memoria de ella y de las demás.

Ese pensamiento la acompaña durante todo el camino a casa, y también después, mientras escribe una carta, la cierra y la deja en la mesa, sobre el mantel de encaje. Junto al sobre de papel hay un plato de porcelana, contiene un panal nacarado que expande a su alrededor el aroma de la cera nueva y la miel de primavera.

Miel de romero (Rosmarinus officinalis)

Fina, aromática y delicada, es la miel del despertar y la claridad. Propicia el cambio. Recuerda al perfume de las flores azules de las que se obtiene. Casi blanca, su cristalización es cremosa.

E ra el amanecer, su momento preferido. Por los colores, el silencio y el aroma. Y por la promesa inherente a ese nuevo día que apenas comenzaba.

Y amaneceres, Angelica Senes había visto muchos. Idénticos todos, pero muy distintos a la vez. Los españoles, por ejemplo, incendiaban el cielo límpido y sabían a lágrimas, pero también a libertad y a infinito. Los nórdicos, en cambio, eran opalescentes y gélidos, racionales y eficientes. Más al sur, en Grecia, la aurora se presentaba de improviso, centelleante como un castillo de fuegos artificiales.

Y el amanecer de sus recuerdos. Estaba hecho de cristal fino, y en ese azul sin límites se podía ver reflejada la propia alma.

Bajó de la autocaravana con paso ligero, en los ojos tenía el poso de una noche sin descanso y, entre las manos, una pequeña palanca de metal. Se adaptaba perfectamente a la palma de su mano, de la que conocía cada curva. Era lisa y fina en el extremo, pero tan sólida que podía levantar un panal lleno de miel. Era también la prolongación de su brazo.

En los momentos en que se sentía más propensa a la melancolía, a Angelica le gustaba pensar que ese objeto tan particular la identificaba. Lo había construido para ella Miguel López, el artífice de la explotación apícola española en la que había vivido sus primeros años lejos de casa, en una finca donde se cultivaba el romero de hojas plateadas, el cielo era azul, y las colinas, de tierra roja. En aquellos tiempos, a Angelica no le gustaba mucho hablar, una cualidad que el anciano apicultor había apreciado. Por esa razón empezó a llevársela consigo cuando visitaba los colmenares, o cuando partía a pie en busca de nuevos emplazamientos.

Miguel se dio cuenta enseguida de que hablaba el lenguaje de las abejas. Algo muy poco frecuente. En toda su vida jamás había visto a nadie como Angelica Senes. Esa muchacha tenía algo especial. Algo arcaico.

La había observado a escondidas y había descubierto que no solo sabía hablar con las abejas, sino que cantaba. Cantaba para ellas. Mientras la voz clara de la muchacha se elevaba sobre el campo de flores azules, Miguel sintió que su viejo corazón se aceleraba. Una emoción profunda le devolvió a la memoria cosas adormecidas por el tiempo y los años transcurridos. Y, como no podía donarle su saber, pues en materia de abejas Angelica sabía más que nadie, decidió fabricarle algo especial, algo que no poseía: una palanca.

Su fuerza.

La construyó aprovechando una herradura a la que dio forma con paciencia, golpe a golpe. De apariencia delicada, era ligera, forjada a medida para una mano pequeña. Una mano de mujer.

Desde ese día, Angelica nunca se había separado de ella. También en esta ocasión la llevaba consigo, ahora que llegaba a otro campo de romero. No necesitaba nada más para manejar una colmena.

La finca se extendía hasta donde alcanzaba la vista, rodeada por un mar verde y azul. Las finas hojas de las plantas, incrustadas de rocío, reflejaban la luz aún incierta de la mañana, mientras la brisa ligera se llevaba su intenso aroma.

Romero: del néctar de sus flores se obtenía una miel clara, casi blanca, que cristalizaba deprisa y con delicadeza. Aromática, dulce y cremosa. Su preferida.

La humedad se elevaba del campo, una nube opalescente que apenas empezaba a deshilacharse. Un gran mastín color chocolate se había quedado esperándola en la vieja autocaravana, que era su casa desde hacía años. Sus ojos, alerta y oscuros, seguían los movimientos de su dueña. Cuando ella le hizo un gesto con la mano, el enorme animal corrió a su encuentro.

–Ven, Lorenzo, es hora de irnos –le dijo, acariciándole la cabeza.

Empezaría por ahí, decidió mientras bajaba el sendero. De vez en cuando miraba a su alrededor, reparando en cada detalle y sobre todo olisqueando, pues las peores trampas se ocultaban en el aire. Hasta que no viera las colmenas con sus propios ojos, no sabría decir qué les pasaba a las abejas de François Dupont, el hombre que la había contratado hacía una semana.

Ese era su oficio: apicultora itinerante.

Conocía bien a las abejas, su zumbido era su melodía favorita, un lenguaje que comprendía íntimamente, hecho de perfumes, de sonidos y de sabiduría. Resolvía los problemas que aquejaban a las colmenas, y después se marchaba.

Era una guardiana. La última guardiana de las abejas, depositaria de un arte antiguo que se transmitía solo de mujer a mujer.

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