Capítulo 1
Qué bonito es el amor
Una de las experiencias más hermosas y alucinantes de la vida es enamorarse de alguien y ser correspondida. Querer y que te quieran, estar en el mismo momento, en la misma onda, con la misma energía puesta en el amor, con la misma curiosidad y fascinación que la otra persona. Tener el mismo ritmo, las mismas ganas, la misma ilusión, y parecidas ideas sobre el amor y la pareja. Que nos apetezca a los dos lo mismo, que nos pase a los dos lo mismo, que nos veamos los dos inundados de la borrachera del enamoramiento a la vez.
Es bien difícil que esto ocurra, porque todos llegamos al amor con nuestros miedos, resistencias, intereses y deseos, y con nuestro pasado a las espaldas. Y lo más complicado es que dure: cuando nos vamos conociendo mejor y va disminuyendo la intensidad de la borrachera, empiezan los problemas.
A mí me ha pasado algunas veces en mi vida y lo he disfrutado mucho. Lo más delicioso para mí es ese tiempo en el que aún no hemos puesto palabras a lo que sentimos, ni hemos definido qué somos, ni necesitamos hacerlo. Me siento muy libre para amar cuando solo nos mueven las ganas de estar juntos y nada nos condiciona: no hay normas, no hay pactos, no hay horarios, no nos sometemos a ninguna estructura predefinida sobre cómo debemos comportarnos. No hay límites, no hay miedos, no hay obligaciones, no hay futuro ninguno: nuestro único deber es disfrutar al máximo el presente, saborear el aquí y el ahora, y olvidarnos del mundo para entregarnos al placer.
Después de este breve y extraordinario tiempo de felicidad desbordante y colocón permanente, generalmente se impone la realidad, a veces de un modo aplastante. Es cuando nos sentamos a hablar de lo que nos está pasando, de cómo nos sentimos, y de cómo nos apetece definir la relación que está comenzando.
Si las dos personas sienten lo mismo y les apetece lo mismo, entonces simplemente se trata de disfrutar del romance. La fiesta del amor se acaba cuando cada uno tiene una concepción diferente sobre el amor y la pareja, cuando colocamos a la otra persona en una posición inferior a la que querría ocupar en la jerarquía afectiva, cuando las intensidades y los ritmos son dispares, cuando uno le impone al otro su modelo amoroso idealizado o cuando damos espacio al miedo y construimos muros defensivos.
Lo curioso es que en lugar de acabar la fiesta con cariño, despedirnos con un beso e irnos a dormir a casa a pasar la resaca, lo que hacemos es empezar la relación con la esperanza de que el manantial de oxitocina, serotonina y dopamina vuelva a brotar con mayor intensidad a medida que se profundice en la relación.
Los humanos nos juntamos para probar, pero en lugar de vivir con alegría esa incertidumbre de no saber si la relación funcionará o no, solemos sumergirnos en la ilusión de haber encontrado «por fin» a nuestra media naranja. Y sufrimos mucho cuando nos damos cuenta de que con esa persona tampoco logramos la fusión romántica ni alcanzamos el amor absoluto.
Lo realmente extraño es cuando sí lo alcanzamos. Cuando podemos seguir la fiesta del amor sin muros, sin obstáculos, sin peros, sin miedos. Cuando la cosa en vez de disminuir se hace más grande, cuando ambos permanecemos desnudos y con el corazón abierto, cuando nuestra vida sigue inundada de risas, de caricias, de juegos, de conversaciones profundas, de abrazos, de sesiones increíbles de sexo… entonces no queda otra que disfrutar de la historia de amor.
Sin embargo, no todo el mundo lo logra: hay gente que no sabe qué hacer cuando se presenta la felicidad así como así, sin avisar. Pienso, por ejemplo, en esas parejas adictas al drama que, aunque se aman locamente, se inventan problemas para no aburrirse y entran en un círculo vicioso de peleas y reconciliaciones con el único objetivo de mantener la intensidad de las emociones.
Disfrutar del amor es un arte que requiere de mucho entrenamiento. Para poder vivirlo con alegría y placer necesitamos herramientas que nos permitan querernos bien, cuidar y alimentar nuestra relación el tiempo que dure, y cerrar la historia con el mismo amor con el que la empezamos.
Capítulo 2
El amor total: incondicional y para siempre
Las mujeres que ya no sufrimos por amor nos juntamos en el año 2015 en un grupo de estudio internacional en el que estudiamos el amor, el sexo y las emociones mezclando lo personal con lo político. Mi idea al crear esta comunidad virtual de mujeres era poder trabajarnos lo romántico en buenas compañías, compartir recursos, ideas, reflexiones y experiencias personales para elaborar herramientas que nos permitan explorar otras formas de querernos.
En el Laboratorio del Amor hablamos mucho sobre la necesidad de tener pareja, y sobre lo difícil que es no soñar con un compañero o compañera con la que compartir la vida. Muchas de nosotras somos mujeres autónomas y empoderadas, vivimos solas y somos independientes económicamente, pero no renunciamos al sueño de encontrar el «amor verdadero». Muchas de nosotras somos feministas, y vivimos la contradicción de querer un mundo mejor y a la vez seguir soñando con el paraíso romántico.
Sabemos que las relaciones de pareja no son tan maravillosas, ni tan fáciles, ni tan perfectas como en los mitos. Pero seguimos soñando con el amor total, y fantaseamos con encontrar a alguien que nos quiera incondicionalmente, y para siempre. Ese alguien que nos haga compañía hasta el final de nuestros días, que esté en las buenas y en las malas, que nos apoye en todo, que nos acune y nos sostenga cuando el mundo se nos venga encima. Anhelamos una relación que nos proporcione estabilidad, que nos haga sentir seguras, protegidas, y cuidadas. Que nos autorrealice como mujeres, que nos haga sentir plenas y nos permita dar lo mejor de nosotras mismas.
Es un deseo muy íntimo y a veces nos cuesta reconocernos a nosotras mismas cuán profundamente arraigado está en nuestros corazones. Sabemos que el amor de pareja no es inmutable, ni puro, ni absoluto. Está vivo y cambia, evoluciona, se transforma, a veces se estropea de golpe, otras veces se va desgastando con el tiempo. En la realidad, el amor de pareja dura un ratito, un mes, diez años, y no es tan maravilloso como nos cuentan en las películas. Pero claro, son muchos años escuchando el mismo cuento sobre las mitades que se encuentran y se fusionan en el amor.
Somos conscientes de que el amor hay que trabajarlo, hay que alimentarlo, hay que construirlo, y para mantener una pareja se necesitan toneladas de generosidad, de ternura, de empatía, de solidaridad. Todas las parejas tienen que elaborar sus pactos para convivir, para formar equipo frente al mundo, para criar hijos e hijas, si los hay. Estos pactos se van revisando conforme vamos evolucionando. A veces no se encuentran motivos suficientes para seguir con ellos, a veces la ruptura de esos pactos por parte de uno de los dos miembros de la pareja hace que la relación estalle en mil pedazos.
El romanticismo patriarcal nos hace creer que el amor es fácil, una energía mágica e inagotable que surge por sí sola y se mantiene igual en el tiempo. En este sentido, el amor es como las religiones, porque nos seduce con el paraíso del amor total. Nos hace creer que hay alguien superior a nosotras que nos ama y nos cuida en la distancia, que nunca nos falla, que siempre nos protege, que nos concede todos los deseos, nos vigila y nos castiga si no nos portamos bien, y no deja de amarnos jamás, hagamos lo que hagamos. Si tenemos fe, el amor nos llevará a la vida eterna; si aguantamos los sufrimientos de este valle de lágrimas, algún día podremos vivir felices en el paraíso romántico.
La necesidad de ser amadas de una manera absoluta surge en el mismo momento en el que salimos del vientre materno: nos pasamos la vida queriendo volver a entrar en ese espacio en el que estamos seguras, calentitas, acompañadas. Cuando nacemos nos convertimos en crías muy vulnerables, frágiles y dependientes de la madre o de las personas que nos cuidan. Nos mueve el instinto de supervivencia: nos aterra quedarnos solas porque, cuando nos dejan en una habitación, no sabemos si van a ser solo dos minutos o si nos van a abandonar para siempre. Todos necesitamos sentirnos queridos y acompañados, y si no logramos cubrir nuestras necesidades básicas (comer, beber, amar, dormir…), nuestro cerebro y nuestro sistema emocional se dañan.