El amor es un misterio y no es mi objetivo
develarlo.
Me propongo solamente correr alguno de los
velos que ocultan la utilización que hace la
sociedad patriarcal de dicho misterio para
mantener a las mujeres prisioneras de ilusiones
inalcanzables en las que se pierden a sí
mismas, y a los varones copartícipes de
complicidades que los mutila también a ellos.
Muchas mujeres cuidan a los hombres como si
fueran sus hijos pero les reclaman como a
padres, y muchos varones tratan a las mujeres
como hijas pero exigiéndoles como a madres.
Introducción
Creo no estar equivocada cuando considero que abordar el tema del amor es enfrentarse con uno de los grandes misterios de la humanidad. Cuando incursionamos en el complejo universo amoroso con la intención de esclarecer ciertos aspectos del llamado "amor de pareja” es posible descubrir que dicho amor ha estado profundamente condicionado por las culturas de tumo y no pocas veces ha servido como vehículo privilegiado de control del orden social. El amor, tan frecuentemente considerado indomable y fiel a sí mismo, también ha sucumbido a las influencias de los poderes dominantes. Al respecto, George Duby -excepcional historiador e investigador de la Edad Media- señala muy insistentemente que "no puede tratarse de situar la evolución del amor en el nivel de una simple historia de sentimientos, de pasiones y mentalidades aislada de la historia de otros componentes de la formación social”. Tomando en cuenta sus observaciones y las mías propias voy a plantear que, efectivamente, el amor de pareja está profundamente condicionado desde lo cultural, y que dichos condicionamientos imponen moldes que dan forma a los comportamientos amorosos en la pareja. En otras palabras, que el amor de pareja ha sid o construido socialmente a lo largo de la historia. Con esto quiero significar que la manera de expresarlo, los contenidos asociados a él, las expectativas adjudicadas, las maneras consideradas femeninas y masculinas de demostrarlo, el lenguaje amoroso, las normativas amatorias, como también las formas de gozarlo y de sufrirlo, han sido construidos en cada una de las épocas históricas, siguiendo cánones muy precisos que surgían de la moral social imperante, la que a su vez respondía a la estructura de poder dominante.
Veamos a qué me refiero. El amor es un sentimiento tan antiguo como la humanidad y de él existen vestigios en los mitos más arcaicos. Los pueblos de todos los tiempos han dejado múltiples registros del amor entre las personas a través de sus libros sagrados, textos filosóficos, poemas épicos, tragedias, comedias, novelas y tradiciones orales. Su presencia fue una constante en todas las épocas pero no fue igualmente constante la manera de concebirlo. Su fisonomía adoptó distintas expresiones que se reflejaron alternativamente en el llamado amor platónico, amor pasión, amor cortés y amor romántico, entre otros. El amor platónico suponía la sublimación de la satisfacción camal tras la búsqueda de una unión de almas en pos de un ideal de belleza, que era el camino privilegiado hacia la verdad. En este amor no tenían cabida las mujeres, ya que en la antigua Grecia, la mujer estaba apartada de la cultura superior y encaminada al matrimonio y la producción de hijos. El amor pasión , cuyo punto de partida suele ubicarse en el romance de Tristán e Isolda, hace del amor una experiencia de sufrimiento y muerte. Denis de Rougemont nos recuerda que el significado etimológico de “pasión” es sufrimiento, y señala que sin embargo ya no advertimos en su significado el contenido sufriente, sino que lo asociamos a lo que es apasionante, atractivo. Pero la pasión de amor significa, de hecho, una desgracia. El amor cortés , ese fine amour del medioevo, no era sino un desafío entre hombres que galanteaban a una mujer imposible, la Dama, a la que no podían acceder sino a riesgo de su vida, donde el juego amoroso era (al decir de Duby) en primer lugar educación de la mesura. Al respecto Duby insiste en señalar que en el amor cortés “no hay duda de que el modelo de la relación amorosa fue la amistad viril”. El amor romántico, basado en la idealización de un amor imposible por el que las mujeres eran capaces de dejarse morir, como lo han mostrado tantas novelas del siglo XIX, sigue teniendo no pocas adeptas aún en el siglo XXI. En síntesis, desde Homero hasta Stendhal, desde Sófocles y Platón, pasando por Ovidio y Goethe, hasta George Brassens, por nombrar sólo unos pocos representantes de sus épocas, el amor de pareja mostró más de una cara.
Considero de capital importancia poner en relieve algo que suele mantenerse llamativamente oculto y es que, aun cuando la construcción social del amor de pareja haya desplegado a lo largo de los siglos una amplia diversidad de contenidos, ha mantenido, a pesar de ello, una constante. Dicha constante está vinculada con los lugares asignados a mujeres y a varones en la dinámica amorosa. Me refiero a que en esa dinámica el lugar asignado a la mujer ha sido claramente el lugar de objeto. Uno de los escritos más elocuentes al respecto es el que nos ofrece Duby en su libro Damas del siglo XII. Dice así:
Para ellos la mujer es ante todo un objeto. Los hombres la dan, la cogen, la tiran. Forma parte de sus haberes, de sus bienes muebles. O, para afirmar su propia gloria, la exponen a su lado, pomposamente ataviada, como una de las piezas más hermosas de su tesoro, o la ocultan en el rincón más profundo de su morada y, si tienen que sacarla de ahí, la disimulan bajo las cortinas de la litera, bajo el velo, bajo el manto, porque importa ocultarla a la vista de los demás hombres que bien podrían intentar apoderarse de ella. De este modo existe un espacio cerrado reservado a las mujeres, estrechamente controlado por el poder masculino. Asimismo son los hombres los que rigen el tiempo de las mujeres, quienes les asignan en el transcurso de su vida tres estados sucesivos: hijas, necesariamente vírgenes; esposas, necesariamente sometidas a su abrazo porque su función es traer al mundo sus herederos; viudas, necesariamente sometidas de nuevo a la continencia. En todos los casos subordinadas al hombre, de acuerdo con las jerarquías que, según el plan divino, constituyen los miembros de la creación.
Quiero señalar algo que me parece de fundamental importancia: en este contexto, decir que la mujer ocupaba el lugar de objeto significa claramente ser objeto del deseo de otro. Esto supone, entre otras muchas cosas, que ellas quedaban instaladas en el lugar de espectadoras dependientes de las necesidades de otros, convencidas de que el deseo es patrimonio ajeno. En mi criterio, esta convicción, reforzada culturalmente por siglos de marginación, es el eslabón clave que va uniendo la cadena de los siglos respecto de los comportamientos femeninos en los vínculos amorosos. A nadie le cabe duda de que desde el siglo XII hasta nuestros días ha corrido mucha agua bajo el puente de la historia humana. Los movimientos sociales que lucharon por instalar políticas más democráticas que las feudales generaron movimientos de igualdad en diversos ámbitos. La Revolución Francesa y la Revolución Industrial promovieron mecanismos que permitieron a las mujeres escapar de la reclusión doméstica. Finalmente, los movimientos de liberación femenina sentaron las bases para una mayor independencia. Las mujeres de hoy no son las mismas que las niñas de la antigüedad, de las que se disponía como moneda de cambio para garantizar una buena prole. Las mujeres de hoy tienen acceso a la independencia (no todas ni en todos los lugares del mundo), deciden sobre sus amores y tienen la pretensión de disfrutar vínculos amorosos donde unas y otros sean sujetos de sus propios deseos. Sin embargo, el anhelo de conectarse con los propios deseos y a partir de ello legitimarse
En pleno inicio del siglo XXI es posible encontrar infinidad de vestigios de las épocas medievales que sólo aparentemente quedaron enterrados en las sombras de la historia pasada. Vestigios que muy pocas/os reconocen porque han sido meticulosamente aggiornados con una cosmética de dudosa calidad. Pero así como los maquillajes se cuartean con las lágrimas, así también las aparentes acomodaciones amorosas de las mujeres de hoy día deterioran y enferman las bases mismas en las que pretenden sustentar el amor de pareja. Algunos de los temas desarrollados en este libro pretenden dar cuenta de ello. En el primer capítulo desarrollo el tema de los llamados “cajoneos” amorosos y amores satelitales que tanto contribuyen a ocultar los deseos femeninos; en el segundo pongo en evidencia cuántas de las entregas incondicionales se convierten en equivocaciones de fatales consecuencias para el vínculo amoroso; en el tercer capítulo saco a la luz las trampas encubiertas en el mito de la media naranja, con su pretensión de eje único; en el cuarto, desnudo muchas de las supuestas “maldades” femeninas que culpabilizan a no pocas mujeres a la hora de plantear sus desacuerdos amorosos; en el capítulo quinto incluyo un tema muy puntual de la vida cotidiana, en la cual a menudo las mujeres interpretan como “actos de amor” actitudes riesgosas que poco tienen que ver con el amor; en el capítulo sexto esbozo dos teorías: la del vaciamiento y la de la plastilina, las cuales dan cuenta del sentimiento que a menudo les lleva a pensar “si no me ama me muero”; en el séptimo y último capítulo expongo la hipótesis central acerca del modelo amoroso sostenido por muchas mujeres en el vínculo de pareja, a partir de desmitificar el “aguante”, con el que se pretende salvar relaciones amorosas sin conciencia de la dimensión perversa que dicho “aguante” conlleva.