A la memoria de Carmen López Sánchez, Josefa Jiménez y Dolores Castro Saa, primeras militantes comunistas caídas en esta nueva etapa de la lucha que viene sosteniendo nuestro pueblo por la libertad y el socialismo.
INTRODUCCIÓN
Cuando hace unos tres años (año 1984), las militantes del PCE(r) en prisión decidimos comenzar este trabajo, se hacía ya impostergable llenar toda una serie de lagunas existentes en torno a la opresión de la mujer, sus causas y las vías para alcanzar su emancipación.
Hacer realidad ese proyecto suponía ir más allá de los cuatro conceptos generales que, por justos, siempre habíamos defendido, pero que necesitaban ser desarrollados y adecuados a las nuevas condiciones, a las nuevas experiencias que nos brinda la lucha revolucionaria en nuestro país y en buena parte del mundo.
¿Qué relación guarda la división social del trabajo entre los sexos con la aparición de la propiedad privada y de las clases? ¿Cómo entender la doble explotación de la mujer? ¿Están doblemente explotadas las amas de casa? ¿Qué papel cumple la mujer en la reproducción de la fuerza de trabajo? ¿Y la familia en la opresión de la mujer?
Estas y otras muchas preguntas fueron surgiendo en la misma medida en que nos introducíamos en el estudio y discusión del tema.
¿Por qué la mujer toma un mayor grado de participación en los procesos revolucionarios actuales? ¿Existe algún terreno vedado para la mujer por su condición de madre? Si, como está demostrado, solo el socialismo es capaz de crear las bases para acabar con la opresión de la mujer ¿cómo entender entonces, los problemas que, a menudo, se aprecian en los países socialistas en este sentido y las diferencias evidentes que todavía existen en ellos entre hombre y mujer? ¿Es posible arrinconar de buenas a primeras, por el simple hecho de hacer la revolución, todo cuanto se arrastra desde siglos atrás?
En las páginas siguientes, intentamos dar respuestas fundamentadas, teniendo como base el marxismo-leninismo, a toda esta serie de preguntas, dejando a un lado los manidos tópicos de siempre y combatiendo las viejas concepciones burguesas que tanto menudean por doquier; respuestas que hoy se hacen mucho más necesarias ante los pasos que están dando las mujeres de nuestro pueblo. Las viejas trabas, los prejuicios seculares con los que siempre han querido maniatarlas, se están resquebrajando en la misma medida en que las calles recogen sus gritos de lucha. La mitad del cielo —en palabras de Mao Zedong— blande, también en nuestro país, la conocida espada de la revolución; esa espada que defenestró al raquítico movimiento feminista cuando, una vez iniciada la reforma, intentó capitalizar y desviar la lucha de la mujer.
Ahora son momentos de saber encontrar las formas y cauces precisos para que esas mujeres que levantan resistencia a la reconversión, que defienden su derecho al trabajo, que luchan contra la OTAN y las leyes represivas, contra la tortura y por sus derechos específicos, se incorporen a la osadía de barrer, de una vez y para siempre, tantos siglos de opresión, oprobio y explotación.
En este sentido, nuestro trabajo quiere abrir una brecha que dé fuerza y seguridad a todas aquellas que ya han emprendido el camino de su emancipación y ser, al mismo tiempo, una puntual llamada para las que todavía permanecen en la sombra: sin la participación de la mujer, no hay revolución posible.
LA MUJER EN LAS SOCIEDADES PRECAPITALISTAS
1.1 Orígenes de la opresión de la mujer
Un análisis histórico del desarrollo de la sociedad nos demuestra que, en la época anterior a la aparición de la propiedad privada, en las llamadas comunidades primitivas —sociedades en las que no existía la explotación ni la opresión de unos hombres por otros—, la mujer gozaba de una posición libre y muy considerada.
En la gens —organización social de estas comunidades— existía una división natural y espontánea del trabajo que, en modo alguno, presuponía la discriminación de un sexo por otro. Debido a la función biológica de la mujer, se tendía a especializarla en actividades que la mantuvieran próxima al lugar de residencia común: cuidaba del hogar, guisaba, hilaba, cosía y recolectaba vegetales; por su parte, el hombre guerreaba contra otras tribus, cazaba, pescaba y buscaba o fabricaba los instrumentos necesarios para su actividad. Estas actividades se realizaban colectivamente y su fruto era propiedad común del grupo de familias que habitaban en un mismo lugar, si bien los instrumentos de trabajo eran propiedad de cada uno.
El nivel de productividad era tan bajo que, tanto el trabajo hecho por el hombre como el realizado por la mujer, eran igualmente necesarios y vitales y solo daban lo necesario para el propio consumo. No había excedente y la subsistencia de los miembros de la gens dependía de ambas actividades económicas en igual medida; en consecuencia, las mujeres disfrutaban de un estatus social igual e incluso superior al de los hombres. Un rasgo característico de estas comunidades era el matriarcado. Al realizarse los matrimonios por grupos, era imposible determinar la ascendencia paterna de los hijos y se imponía el reconocimiento exclusivo de la madre, con lo que las relaciones familiares solo podían estar basadas en el derecho materno. Este hecho, unido al papel jugado por la mujer en la producción, generaba una profunda estimación hacia las mujeres, hacia las madres y, en ello, podemos encontrar la causa de su relevante papel en la sociedad. La mujer de entonces era la jefa y directora de esta cooperativa familiar, participaba en las asambleas, tenía voz y voto en el consejo de la gens y proponía y disponía los jefes de paz y de guerra. Lentamente, el desarrollo de la sociedad, junto al proceso de evolución de la familia, van a ir creando unas condiciones enteramente nuevas que acarrearán importantes repercusiones para la situación de la mujer. Por una parte, la selección natural va a actuar como fuerza motriz en la evolución de la familia. Poco a poco, se irá produciendo una progresiva restricción del matrimonio por grupos; primero, excluyéndose las uniones consanguíneas; más tarde, las de los parientes lejanos, con lo que se haría cada vez más difícil el matrimonio dentro de la propia tribu. De esta manera, se irá configurando una nueva forma de familia —la sindiásmica— basada en la unión, por un tiempo más o menos largo, de una pareja. Esa unión, concertada por las madres atendiendo a determinados intereses gentilicios, podía disolverse con facilidad por ambas partes; tras la ruptura, los hijos seguían perteneciendo al clan materno. «La familia sindiásmica —señala Engels— aparece en el límite entre el salvajismo y la barbarie […] Es la forma característica de la barbarie, como el matrimonio por grupos lo es del salvajismo y la monogamia lo es de la civilización […] La selección natural había realizado su obra reduciendo, cada vez más, la comunidad de matrimonios; nada le quedaba ya que hacer en este sentido. Por tanto, si no hubieran entrado en juego nuevas fuerzas motrices de orden social, no hubiese habido ninguna razón para que de la familia sindiásmica naciera otra nueva forma de familia. Pero entraron en juego esas fuerzas motrices».
Paralelamente a la selección natural, también se va produciendo, de forma paulatina, una transformación en el orden social de estas comunidades; el hombre, con su trabajo, iba aprendiendo a incrementar la obtención de los productos naturales. Así comenzó la cría y domesticación de los animales y el cultivo rudimentario de la tierra; con la cocción del barro, nació la alfarería y, más tarde, aprendieron a fundir algunos metales. De la cría y domesticación de animales, nacieron los primeros rebaños y el empleo de animales de tiro en el cultivo de la tierra dio origen a la agricultura propiamente dicha.
Las tribus de pastores se destacaron del resto de las tribus dando lugar a la Primera Gran División Social del Trabajo. Las nuevas fuentes de riqueza crearon condiciones sociales enteramente nuevas pues, si bien en un principio esas riquezas siguieron perteneciendo a la gens, poco a poco, fueron pasando a ser propiedad particular de las familias que la componían. La codicia de los propietarios impulsó las guerras de rapiña; en estas, los jefes militares se apoderaban de la mayor parte del botín y, a la vez, tendían a apropiarse del excedente comunal ya hacer sus cargos hereditarios. Como la familia crecía más despacio que la nueva riqueza, se necesitó más fuerza de trabajo, por lo que comenzó a utilizarse a los prisioneros de guerra como esclavos.