Durante siglos, la mujer ha ocupado en soledad y sin rechistar los lugares que le han sido designados. Afortunadamente, el miedo y la culpa han dado paso a una lucha por acabar con los estigmas que coartan su libertad.
A través de la exposición de sus propias vivencias personales, Amarna Miller analiza el rompecabezas que significa ser mujer en la sociedad actual: desde el miedo a la violación hasta los problemas derivados de la falta de autoestima, pasando por las relaciones de maltrato, el temor a envejecer o el doble estándar y la culpa vividos en el terreno sexual.
INTRODUCCIÓN
Así empezó todo
O igo a mi madre volviendo del trabajo. La puerta de color verde oxidada por los años se atranca siempre en la mitad del recorrido, soltando un chirrido agudo que he aprendido a ignorar. Tengo once años y estoy haciendo la tarea, concentrada en algún ejercicio de mates que no consigo resolver. Llevo un collar elástico que simula un tatuaje, un pijama heredado de mi prima y las uñas mordidas. Soy de las más bajitas de mi clase y mi pelo cortado a tazón, justo por debajo de la oreja, hace que parezca una seta rechoncha. Un champiñón con gafas. Deseo ser especial. Tener algo que resulte interesante, una habilidad de esas que muestras en clase con orgullo, como poder tocarme la nariz con la punta de la lengua, o saltar bien a la comba. Pronto descubriré que puedo mover objetos con la mente o hipnotizar a la gente con un trabalenguas ancestral que he descifrado en un pergamino. Tal vez tenga una hermana secreta que es bruja y me enseñe a hablar con los animales. O a lo mejor descubriré que puedo comunicarme con seres de otro mundo. No he decidido todavía qué prefiero, estoy en ello. Lo que sí tengo claro es que me siento sola, e intento llenar ese hueco con peluches y mucha imaginación.
Mis intentos por encajar con el resto no están dando los frutos deseados. Mi último recurso es comprarme a escondidas la Super Pop ; mientras hojeo las páginas de la revista intento memorizar cuáles son los cincuenta secretos infalibles para nunca perder a tu mejor amiga y las tácticas para conquistar a mi chico ideal (test de compatibilidad incluido). Empiezo a ver series en la tele, como Malcolm in the middle o Yo y el mundo para tener temas de conversación en el recreo y me hago una lista con los grupos más escuchados del momento (Ricky Martin, Jennifer López, Dido, Andrés Calamaro y Ella Baila Sola). Tengo tan analizado mi entorno que a este ritmo pronto podré sacar una tesis doctoral de cómo es el mundo preadolescente de principios de los 2000.
Todavía no sé lo que es el bullying, pero intuyo que hay algo en mi vida que no está bien del todo. Estoy triste la mayoría del tiempo, tengo insomnio y problemas para comer. Quiero de corazón sentir que soy una niña, pero me veo empujada a reflexionar sobre cosas que todavía no comprendo del todo. Se me exige que tenga una madurez y una fortaleza que no sé cómo gestionar. Me refugio en la idea de que según vaya pasando el tiempo todo se tranquilizará, pero la realidad es que mi vida tiene cada vez más reglas, prohibiciones y etiquetas. Se meten conmigo por llevar el pelo corto y no tener agujeros en las orejas. «Es de chicos», me gritan en el recreo. Cada año que pasa hay una nueva norma que debo aprender. Ahora resulta que no puedo entrar en el mismo baño que los niños de clase. También tengo que cubrirme cuando me cambio delante de alguien, y llevar unos pantalones cortitos debajo del uniforme porque se ha puesto de moda jugar a levantarnos la falda mientras estamos en el patio. Ya no puedo ir en braguitas por casa y me obligan a ponerme la parte de arriba del bikini cuando estamos en la playa. ¿Pero no os dais cuenta de que estoy demasiado ocupada buscando amigos? No tengo espacio mental para pensar en toda esta tontería de hacerse mayor. Me dan igual los chicos, los granos o que me salgan pelos en las piernas. Intento desesperadamente comprender este juego de dinámicas que me ha venido dado. Y aunque no entiendo nada, en el fondo intuyo que tengo que ponerme las pilas rápido porque solo me quedan un par de años antes de que me venga la regla, me crezcan las tetas y las caderas. Antes de que alguien me pregunte por primera vez si me he enrollado con alguien, o si ya «lo he hecho».
La adolescencia llega con la forma de un misil nuclear que se estrella en mitad de mi pituitaria. Repentino. Inesperado. Como una persona muy grande haciendo un esfuerzo por intentar encajar en una tienda llena de piezas delicadas de cristal, sin percatarse de que lo está rompiendo todo a su paso. Las hormonas aparecen dando un golpe de Estado en mis ovarios. Me llenan los muslos de estrías y la cara de grasa. De repente, estoy plagada de pelos huérfanos en partes del cuerpo a las que nunca antes había prestado atención. Mis fantasías infantiles pasan a un segundo plano cuando me doy cuenta de que los problemas solo se van a multiplicar. Soy un capitán al que le han cambiado de lugar todos los puertos que conoce. Navegando yo sola y sin ayuda la experiencia de crecer. Madurar. Me han dicho que esto debería ser una explosión de felicidad, nuevas emociones y evolución personal, pero, sinceramente, me siento a la deriva. Tras ser dulcemente ignorada durante años, la gente empieza a prestarme atención. Especialmente, los chicos. Pese a los intentos desesperados de ser vista como la misma chica de siempre, pasas a formar parte de otra categoría, como si un alienígena de pechos redondeados y pelo sedoso hubiese ocupado tu cuerpo hasta ahora humano para hacerse pasar por ti. Es casi como hacerse famosa. Te has convertido sin quererlo en un objeto de deseo, una tentación.
Al principio intento resistirme a la experiencia. Me miro al espejo explorando esta nueva cara, este nuevo cuerpo desconocido. En general, mi decisión es que no quiero ser adulta. Creo que no estoy preparada para dar este paso. No quiero hacerme mayor. No quiero ser mujer. Me niego a llevar sujetador, sigo peinando a mis muñecas y presto poca o ninguna atención a los niños del cole, pero casi en contra de mi voluntad me empiezo a sentir atraída por la idea de comprender mi nuevo capítulo vital.
Este laberinto es mi punto de partida y es ahí donde empieza el libro que tienes entre las manos. En el mismísimo momento en que me di cuenta de que tener dos X en mis cromosomas iba a condicionar la manera de relacionarme con el mundo y conmigo misma. Cuando la sociedad me hizo descubrir lo que significa ser una puta, una estrecha, una bollera, una víbora, una marimacho. Una zorra. Entonces comprendí que la vida no es ese lienzo en blanco en el que pintas lo que te viene en gana, sino que estás influida por tus circunstancias culturales: qué significa la feminidad, el paradigma de la belleza o cuánto nos importa el qué dirán.
A lo largo de estas páginas voy a exponer algunas de las experiencias que las mujeres vivimos a lo largo de nuestra vida, tomando como marco de referencia mis anécdotas personales, que, por cierto, son las de una mujer que vive en Occidente. Caucásica. Cis. Con estudios superiores. Clase media. Criada en una ciudad grande. Hija única. Que calza un 37, no tiene coche y adora el helado de leche merengada. Hola, qué tal. Mi vida está llena de condicionantes que reducen mi perspectiva, y por ese motivo quiero poner por delante que mis análisis se ven limitados por las situaciones que he vivido. Generalizo siendo consciente del peligro que supone escribir en plural y hablar sobre «las experiencias de las mujeres» cuando eres una ficha más del tablero. Este libro es una recopilación de mis opiniones espolvoreada con unas cuantas historias. No es una tesis, ni un estudio, ni aspira a crear un marco teórico. Ni yo ni nadie tenemos el monopolio de las experiencias femeninas, ni del feminismo. Sí, también voy a hablar de feminismo. Y además voy a hacerlo dando por sentado que todo el mundo que me está leyendo considera que, como sociedad, tenemos que aspirar a alcanzar la equidad entre los géneros. Si opinas de otra manera, tienes todo mi permiso para regalar este libro a alguien que te caiga mal, usarlo como tope para la puerta o de calzador en la mesa de la salita de estar; hacerte un sombrero y llevarlo en las carreras de Ascot; crear una obra de arte dadaísta o dejarlo en una caja para que lo encuentren tus bisnietos. No hay ningún problema. Tampoco voy a pararme a definir conceptos básicos, ni voy a intentar convencer a nadie de por qué debería formar parte del movimiento. Y ya que estoy, aprovecho para mencionar que, aunque te consideres feminista, es posible que no estés de acuerdo conmigo en todo lo que digo. Está bien. Nuestras ideas se enriquecen escuchando y reflexionando con los otros, no intentando imponer un pensamiento único. Al escribir este libro estoy buscando cómplices, no alumnos. Dicho sea de paso, tampoco intento llevar la razón. Mi discurso no es un monolito. A lo largo de los años ha evolucionado y estoy segura de que, con el tiempo, seguirá transformándose.