A veces, sin querer, nos perdemos. Y no es culpa nuestra tampoco. La cuestión es que vivimos en una sociedad con demasiados estímulos y excesiva información, y nos olvidamos de procesarla. Es sencillo. Cada día te llegan miles y miles de mensajes por todas partes: en tu móvil, en las redes sociales, en la publicidad que hay en la calle o en el panfleto que decides coger al salir del metro. Todo eso son detalles, información, conocimiento que debería procesarse en nuestra cabeza para después decidir si lo asimilamos o no. Si descatalogamos o no. Pero no es así. La inmensa mayoría de las ocasiones no hacemos caso de nada. Es más, hemos creado tal barrera de indiferencia que podemos ver un vídeo sobre maltrato animal y a los pocos segundos reírnos con un meme que nos acaban de enviar.
Eso nos pasa a todas, y por eso, en muchas ocasiones, tampoco nos paramos a pensar dónde estamos. Si a todo esto le sumamos que esos estímulos nos condicionan en una sociedad perfectamente delimitada, el resultado es que consiguen que ni tan siquiera conozcamos qué pensamos o qué queremos. Parece que todo el mundo busca el mismo objetivo: estudiar, sacarse una carrera, encontrar trabajo con contrato indefinido, vivir con su pareja, casarse, tener hi jos y morir. No dudo que haya gente cuyo ideal de vida sea ese, pero ¿es el de todo el mundo? O más importante aún, ¿es el tuyo?
Por eso es fundamental saber quién eres. De dónde vienes. A dónde vas. Y, sobre todo, vivir el ahora, sabiéndolo aquí, en este momento, y permitiéndote fluir. Siempre te vas a tener que encontrar a ti misma, eso tenlo claro. Las circunstancias de la vida hacen que cambies de visión, de parecer, de cuerpo, de entorno, de persona. Así que mantente alerta, escucha cuando tu alma te pide ese cambio y fluye. Sin miedo. Sí, serás tú, pero actualizando la última versión de tu software.
No te limites. Las etiquetas son excelentes porque sirven para comunicarnos y englobar mucha información en una sola palabra o en un conjunto de ellas. Eso es genial, un avance brutal en el lenguaje. Por ejemplo, es mucho más fácil decir «soy poliamorosa jerárquica» que decir «tengo una relación no monógama sin exclusividad afectiva o sexual, con pleno consenso y consentimiento por todas las partes y con una relación principal que tiene una serie de privilegios frente al resto». ¿Notas la diferencia? Por eso son importantes las etiquetas. Pero que no te asfixien. Deben servir como punto inicial para poder desarrollarte a tu antojo.
Olvídate de seguir el patrón establecido. Si queremos romper con todo, tenemos que romper con lo que se espera de nosotras. Que nos identifiquemos con unas etiquetas no significa que seamos todas iguales. Decir que eres gorda o delgada no se traduce en que todas las gordas o delgadas tienen exactamente la misma complexión, ¿verdad? Por eso mismo, decir que eres bisexual no significa que siempre te apetezcan por igual hombres o mujeres. Debes partir de la etiqueta para encontrarte a ti misma. Ella te da el camino, recórrelo sin miedo.
1.1. Identidad de género
¿Qué es el género? Podríamos filosofar durante horas para llegar a conclusiones muy distintas. Para la sociedad actual, el género está asociado a la genitalidad. Si tienes pene eres un hombre. Si tienes vagina eres una mujer. Tan sencillo como esto, ¿no? Pero la realidad es mucho más compleja, y es que el género no es lo mismo que el sexo. Es más, existe la intersexualidad, una variación que presenta características, tanto genéticas como fenotípicas, del hombre y de la mujer. Es algo que se contempla a nivel externo y que se manifiesta en la presencia de genitales alejados de lo normativo, ofreciendo una escala de variaciones entre el pene y la vagina. Así hay quienes quizás tienen la abertura más pequeña con el clítoris más grande o un pequeño pene con testículos y abertura. Las posibilidades son muy extensas. Pero, entonces, ¿qué género tienen dichas personas?, se pregunta la sociedad. Pues es tan sencillo como dejar que ellas se definan.
El género es, en realidad, una construcción social y especialmente cultural. Podríamos asegurar que es un estado. Nos definimos en base a un modelo binario que además tiene asignada a cada uno de sus elementos toda una serie de normas llamadas «roles de género». Esta es la ley del género que tienes que cumplir. De hecho, la llevas estampada desde que naciste. Si viniste al mundo con vagina, seguramente te pusieron una maravillosa diadema (aunque tuvieses una mierda de pelo en la cabeza). Te hicieron los agujeros para llevar pendientes, pintaron tu habitación de rosa y te plantaron miles de vestiditos monísimos. De ese modo, la gente por la calle podía diferenciar tu género. O, al menos, el que socialmente te había sido asignado. ¡Y, por favor, no nos vayamos a equivocar! Si de repente dices que es una niña y resulta que el cachorrito tiene pene, te disculpas en seguida. ¿Cómo hemos cometido ese gravísimo error?
Los roles de género te siguen acompañando. Mira a tu alrededor. Mujeres con tacones y falda, hombres con camisa y corbata. Mujeres con las piernas cruzadas, hombres despatarrados en los asientos del metro. Mujeres a las que se les pasa el arroz, hombres que pueden vivir como les salga de los cojones el resto de su vida. Mujeres que tienen que ser limpias y organizadas, hombres que, bueno, son hombres y no saben cómo fregar. Mujeres perfectamente depiladas, hombres que nacen con pelo y en los que, por lo tanto, es natural. Y podría estar así el resto del libro, pero, créeme, sería profundamente aburrido. La conclusión es que nuestra forma de hacer es una interpretación de ese género. Cómo tú eres actualmente es la representación de algo que se te ha asignado al nacer. Quizás nunca te hayas preguntado quién eres, cómo te sientes o cuál es tu género. Quizás en su día lo hiciste y te diste cuenta de que tener pene no significaba ser hombre.
La genitalidad no debería definir nuestro género. Eso es un concepto demasiado complejo como para reducirlo a su mínimo exponente. Y mucho menos a la ropa. Es absurdo mirar raro a un hombre que lleva las uñas pintadas, ¡las uñas! Estamos hablando de color en una parte de nuestro cuerpo. ¿Por qué debería ser un símbolo de femineidad o de masculinidad? ¿Por qué debería ser exclusivo de mujeres? O, peor, ¿por qué debería denotar una orientación sexual? Es tremendamente estúpido asignar un color a un género, algo que cada persona ve de forma diferente y, lo que es mejor, algo que en realidad es un reflejo de la luz en la materia. ¿Qué colores ves cuando no hay iluminación? ¡Ninguno!
Deberíamos empezar a asumir que la complejidad de ser quienes somos va mucho más allá de nimiedades como colores, prendas de ropa, cortes de pelo o formas de caminar, entre otras cosas. Y que, al mismo tiempo, la combinación de todo ello es la forma que tenemos de exteriorizar nuestro interior. Exprésate como te salga del coño o de la polla. De verdad. No te dejes guiar por una ley intangible, no perpetúes la censura de expresión en el género y rompe con lo que se espera de ti. Cumple solo contigo, con lo que quieres ser, con lo que quieres mostrar. Construye tu género y fluye, joder, que no hay nada más bonito que la complejidad.
1.1.1. Géneros binarios versus no binarios
Blanco o negro. Derecha o izquierda. Arriba o abajo. Vivimos en un mundo binario. O, al menos, eso es lo que quieren hacernos creer. Todo lo que está establecido está dividido en dos. Sí, incluido el género: hombre o mujer. ¿Pero no nos damos cuenta de la escala de grises que hay en medio? ¿Que entre derecha e izquierda hay un centro? ¿Que entre arriba y abajo hay un punto neutro? Simplificar la vida resulta más fácil. Y, en parte, sí, es más fácil de manipular. Si reduces toda la complejidad a algo binario, las personas solo pueden escoger entre dos opciones: