Rincón del Valle
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417813536
ISBN eBook: 9788417856519
© del texto:
Osvaldo Gil Landívar
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
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Impreso en España – Printed in Spain
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Dedicado a mi esposa Consuelo, a quien agradezco infinitamente su paciencia, apoyo y comprensión en estas mis eternas horas de soledad creativa.
También debo un agradecimiento especial a mis primeros lectores y asimismo grandes colaboradores: Andrea Wenceslau Mercado, Rocío Suarez Laguna y Luis Alberto Paz (Pio), gracias a todos por su tiempo, valiosos aportes y consejos.
Reducción de Santiago de Chiquitos — Sudamérica, verano de 1767
El sol cae inclemente sobre las espaldas de los trabajadores de las plantaciones. Este año se están cosechando algo más de diecisiete hectáreas de maíz; la producción sobrepasa por mucho las expectativas. La tierra es pródiga, todo lo que se cultiva es devuelto con generosidad por la naturaleza. Los sacerdotes de la orden de la Compañía de Jesús, a diferencia del grueso de los conquistadores de América, hacen una gran labor no solamente evangelizando a las tribus nómadas, sino también enseñándoles los secretos de la agricultura e introduciéndolos en el arte de la música, de las letras y la artesanía.
Las circunstancias no pueden ser más convenientes para los curas jesuitas: las condiciones climáticas perfectas, la riqueza de los suelos, la gran cantidad de animales silvestres para la caza, las maderas exóticas de altísima calidad, la abundancia de mano de obra, pero, sobre todo, el haber encontrado fuentes importantes de oro en los arroyos que abundan en la región ha permitido que las misiones prosperen de manera excepcional. Bellísimas iglesias construidas con madera labrada, altares bañados en oro y altos campanarios desde donde se domina la vista a kilómetros de distancia, se edifican en todas y cada una de ellas como si de una competencia arquitectónica se tratase.
Pero la vida fácil y la acumulación de riquezas, pese a que la Compañía de Jesús cumple prolijamente con los impuestos reales, está ocasionando que algunas autoridades del virreinato los miren con cierta envidia e incluso empiecen a recelar de la fidelidad de los jesuitas, sobre todo después de enterarse de que han organizado su propio pequeño ejército, con el pretexto de protegerse de tribus indómitas muy agresivas y repeler el avance de los bandeirantes que incursionan desde el este de estos territorios en busca de esclavos indios. Algo que, como era de prever, no es visto con buenos ojos por los representantes del rey Carlos III.
Peor aún ahora que el monarca acaba de decidir expulsar a los jesuitas de España y de todas las colonias en América. El motivo: una propuesta de su ministro Campomanes por haber propiciado, supuestamente, los jesuitas españoles el denominado motín de Esquilache, en el que murieron cuarenta civiles bajo las balas de la guardia real. Una de las aparentes causas para el alzamiento popular fue la aprobación de un decreto que prohibía el uso de la capa y el sombrero de ala ancha para evitar esconder armas y productos de contrabando. Aunque la teoría más acertada indica que el motivo de fondo que precipitó la drástica decisión del rey fueron las intrigas de las diferentes órdenes religiosas, que miraban con envidia a la intelectualidad jesuítica que prosperaba a velocidades alarmantes tanto en poder económico como político. Pero lo cierto es que, sin importar cuál haya sido el verdadero motivo, algo que sucede a varios miles de kilómetros de distancia y en otro continente es lo que sentencia a la peor suerte a los sacerdotes de las misiones jesuíticas de América del Sur.
Uno de estos sacerdotes es el padre Daniel Abransen, un hombre de buen porte, robusto como un toro, por no hablar de su incipiente sobrepeso; tiene los cabellos rojos y la piel muy clara, salpicada por un millón de pecas que matizan su semblante bonachón. Si bien su familia es de origen nórdico, por lo que habla bajo alemán, en realidad nació en el sur de Portugal, donde llegaron sus padres en busca de mejores días al ser contratados por la monarquía portuguesa para fabricar goletas y carabelas para llegar hasta el nuevo mundo. Daniel Abransen ingresó en la Compañía de Jesús a los dieciséis años. Sus padres, como una forma de agradecimiento a las monarquías española y portuguesa, para las cuales trabajaban desde hace muchos años, lo que les permitió acumular cierta riqueza, ofrecieron al menor de sus hijos para que sirviera a la Iglesia católica, pilar importante de estas monarquías.
El padre Daniel, tras terminar el seminario, llegó con solo veinticuatro años a las reducciones de Chiquitos. Si bien no tenía vocación sacerdotal, accedió con gusto a la petición de sus padres para servir al rey y a la Iglesia, y esto es algo que llena de orgullo al joven, y más ahora que se encuentra viviendo, literalmente, en el paraíso. Él se ha formado en los sólidos principios misionales de la Compañía de Jesús, donde se profesa la entrega total a la evangelización y una moral intachable. Una disciplina casi militar.
El trabajo diario como misionero es verdaderamente extenuante, no hay momento para el descanso. Inicia su jornada una hora antes de salir el sol, celebra la misa, imparte catequesis y visita a los enfermos; luego, hace un recorrido por los talleres artesanales donde, junto con su compañero de misión, enseña y supervisa carpintería, lutería, herrería, alfarería, pintura, música y otras técnicas y artes. El trabajo agrícola de la reducción también es guiado y supervisado con rigurosidad y el día no termina sin haber administrado a los nativos los sacramentos del bautismo, confesión, extremaunción, matrimonio y otras prácticas de piedad sacerdotal.
Esta vida de disciplina y comportamiento rígidos es controlada, de tanto en tanto, por su inmediato superior y ha logrado, en pocos años, que la dependencia y obediencia de los indígenas hacia los curas sea absoluta. Es tal la convicción y liderazgo que tienen estos imponentes clérigos que solo un par de ellos puede, sin grandes inconvenientes, manejar y hacer prosperar reducciones con poblaciones de hasta de tres mil almas. Ellos se han formado en los seminarios de la Compañía y han complementado sus estudios en universidades europeas, primero, y americanas, después. Por sus estudios y la disciplina adquirida, se han convertido en teólogos y filósofos con una fuerte formación humanística y espiritual, y han adquirido un gran talento organizativo que los hace aptos para atender todas y cada una de las vicisitudes de la vida de las reducciones y, sobre todo, llevar adelante su misión evangelizadora y la predicación de la doctrina y las virtudes cristianas en estas selvas remotas.
Pese a todos los esfuerzos que deben realizar, es imposible tener una vida mejor. Aunque el calor en estas tierras es sofocante, las maravillosas selvas plagadas de cauces de aguas frescas, la buena comida y bebida en abundancia y, sobre todo, el haberse granjeado el cariño de los aborígenes, con quienes tienen una relación que se puede señalar con absoluta soltura como de paternalista, hacen que la sensación de bienestar, el sentirse útiles a la divina providencia y al papa, al que le deben total obediencia, los tenga completamente satisfechos. No hay duda de que estos curas tienen una vida feliz y hasta alborozada, se puede decir; viven en plenitud, cantan, bailan y tocan todo tipo de instrumentos musicales, y todo esto lo enseñan, con gran entusiasmo, a los hijos de los indígenas. Desde sus fundaciones, las misiones han prosperado notablemente en sus finanzas, la orden está acumulando una importante cantidad de oro en polvo y en pepitas que, en muchos casos, transforman en bellísimos ornamentos, sobre todo para los ritos religiosos. El futuro para los jesuitas no puede ser más prometedor, el mineral lo recolectan de ricos arroyos y, con la técnica del bateo, separan el mineral de la arena.