Capítulo I .
Lo positivo
Un día desperté y me di cuenta de que estaba viva. Fue el día en el que hizo acto de presencia ese uso de la razón que tiene todo ser humano; fue el día en el que supe que siempre recordaría cada cosa que hiciese. No sé si alguna vez lo habéis sentido, pero… es algo increíble: cada cosa que sientes y ves se exagera, se engrandece, se convierte en el centro de tu universo. Todo se vive con más ímpetu, como si fuera una novedad, y eso hace que resulte más intrigante. Piensas que todo lo haces por primera vez; por eso, lo miras con cara de boba. Y aunque el paso de las horas y de los días delate que eso ya lo has vivido antes, que ya lo has experimentado, te das cuenta de que todo lo que ves, sientes, oyes y hueles te resulta familiar; y, por supuesto, entiendes lo extraña y curiosa que es la vida.
No me cabe ninguna duda de que todo se desarrolla del modo en el que florece nuestra razón de ser. Y ello se deja notar en la pasión con la que observamos nuestra vida y la de aquellos que nos rodea, en cómo manejamos esa resiliencia que adquirimos conforme avanza la vida y nuestros recuerdos se hacen más profundos. Lo malo ya no nos lo parece tanto porque nos acordamos de lo bueno, y aquello que creíamos dañino lo hemos considerado necesario para crecer como personas, porque somos conscientes de que lo peor está por venir. He aquí la resiliencia, esa actitud que permite que los aspectos positivos superen a los negativos.
Una vez me dijeron que no sucede algo malo sin que ocurra otra cosa buena. En ese momento crees que lo has entendido, pero, en realidad, no es así. Cuando una persona ya ha vivido, ha demostrado lo que tenía que hacer, ha resultado malherida y, pese a ello, se va visto recompensada es cuando lo comprende. Y es que si no conocemos lo bueno, no sabemos ni entendemos que lo malo es verdaderamente malo.
Tendríamos que preguntarnos muchas cosas: ¿De dónde salimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué importancia tiene la vida? ¿Cómo debo vivirla? ¿Estoy haciendo bien en experimentarla de esta manera? ¿Alguien sabe todas las respuestas?
Pues bien, desde mi punto de vista, y viviendo la vida tal y como lo hago, es sencillo contestar a cada una de estas cuestiones; lo que de verdad resulta complicado es entender las respuestas. Surgimos de la nada y tenemos un gran cometido que cumplir, el cual no conocemos hasta que no transcurre algún tiempo, cuando nos damos cuenta de por qué y para qué estamos aquí.
Entonces y solamente entonces entendemos todo lo que hemos experimentado y la manera en la que lo vivimos. Solo unos pocos, con independencia de que sean o no capaces de rectificar el pasado, siguen luchando para coger las riendas de su destino y abrazar la vida con alegría. Y todo ello para sentir en cada poro de su cuerpo esta insólita, efímera y, a la vez, grandiosa vida. Simplemente con el entendimiento.
Ese destino, ese abrazo que nos brinda la vida, no es más que el que nos da un ángel caído del cielo. Hablamos de ángeles con forma de animales o de personas. Y diréis: «¿De animales?». ¡Sí! ¡De animales! Para que nuestra mente lo procese poco a poco sin que se bloquee. Solo hay que observarlos para darse cuenta de por qué no hablan; por qué tiene más importancia un gesto o una mirada que una palabra. ¿Será porque utilizan ese cuerpo para comunicarse? ¡Quién sabe! Tal vez sea para que nos demos cuenta de que las palabras se las lleva el viento. Tenemos que aprovechar la energía que nos brinda la vida, desde la conexión que mantenemos con la tierra cuando caminamos descalzos hasta la experiencia que se genera entre el viento y cada cachito de nuestra piel y de nuestro cabello. Un contacto con algo aparentemente superfluo, pero que sí resulta necesario para un simple aliento de vida.
Todo esto parece contradictorio, pero así es. Con cada cosa que digamos o que hagamos se generará una acción opuesta, vital para no abundar y sobrepasar los límites de la realidad; esa realidad que vivimos día a día sin fijarnos siquiera en lo sencilla y bonita que es. Esa realidad que sin su contraposición no es realidad, sino ficción; una quimera que te muestra lo complicada y desagradable que puede llegar a ser.
Pues bien, este es el gran despertar de la vida: la gran sabiduría que brota de cada pequeña cosa creada con un fin. Un fin que solo sabe, o sabrá, el que está predestinado para ello.
Sin ir más lejos, lo tenemos delante de nosotros. Todos los días lo vemos, pero no lo miramos ni le prestamos atención. Un ejemplo sería la gran fábrica de oxígeno que nos rodea, necesaria para poder respirar y que estaría formada por las plantas con sus hojas y ramas; árboles y flores que nos dan toda su energía —claro está, en su justo y debido momento—, pero que, al mismo tiempo, nos la quitan durante el sueño más profundo. Sueño que nos libera del cuerpo para hacer surgir la energía que permanece reprimida y que, la mayoría de las veces, no sabemos controlar.
Realmente, todo tiene un objetivo que lo hace volver a empezar. No sabemos cuándo llegará, pero sí notaremos su presencia en el instante en el que comience a aflorar.
A esto se le llama la vie .
Bonita palabra, ¿verdad?
Capítulo II .
El sentido
Cuanto más observaba a mi alrededor más me daba cuenta de que las cosas que parecían insignificantes eran las más preciadas.
Y es que solemos pensar a lo grande; creer en algo que supere la realidad, en una idea en la que apoyarnos en determinadas situaciones. Algunas personas confían en un dios; otras en la ciencia. De ahí el significado de lo que llamamos fenómeno paranormal. Aunque sea simplemente energía, queremos creer que se trata de algo inusual, algo insólito, para poder apreciar cosas no vistas por el ojo humano. También los hay que no creen en nada. Lo que no saben es que no creer en nada ya es creer en algo, porque esa desconfianza en la existencia de un ser superior los lleva a conectar consigo mismos. Es aquí donde queda claro que la contradicción es necesaria para nuestra existencia.
Pero ¿por qué no nos fijamos en los detalles pequeños? ¿Por qué no prestamos atención a aquello que resulta inapreciable y que creó para nosotros ese ente grande, ese dios, esa ciencia o la misma nada (cosmos)? ¿Por qué no nos damos cuenta de lo que tenemos?
Si alguna vez no os habéis dado cuenta, no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos; no lo apreciamos hasta que vemos que alguien se ha hecho con ello y ya no es nuestro. Sin ir más lejos, y por poner solo un ejemplo, ¿por qué le damos tanta importancia a la cámara de fotos y a aquellos que la inventaron?
Esta constituye una de mis preocupaciones por el ser humano, ya que el hombre no aprecia que aquello a lo que le resta importancia puede resultar vital para todos. Siguiendo con el ejemplo anterior, es curioso cómo nos preocupamos solo por el cuerpo y no por lo que captan nuestros ojos, que conforman la mejor cámara de fotos del mundo. Pueden llegar a tener una resolución equivalente a 576 megapíxeles. Nos ofrecen la posibilidad de revelar la foto al instante; cuentan con procesadores que permiten almacenar lo que vemos para que forme parte de nuestros recuerdos. Cada retina contiene seis millones de células sensibles a la luz y tienen entre noventa y ciento veintiséis millones de células responsables de la visión, aun en condiciones de baja luminosidad. ¿Por qué mostrar interés solo por los ojos y no por todo lo pequeño y majestuoso que tenemos?
Y es que únicamente pensamos en ello cuando ya, por desgracia, no lo tenemos. Es ahí cuando el religioso empieza a pensar en su dios, el investigador en la ciencia y el ateo en la energía o en él mismo. Porque alguna vez hubo alguien o algo que creó ese ojo, que pensó a lo grande en todo lo pequeño que tenemos; que dio vida e hizo funcionar lo impensable en condiciones extremas. En definitiva, que inventó cada cosa o creó cada ser para otra cosa u otro ser.