Todos los derechos reservados.
© Natalia Méndez Sarmiento 2017
© Cuentos de Mochila 2017
Cubierta y mapas: Ángela Mastrodoménico
Diseño editorial y armado del ebook: Natalia Méndez Sarmiento
Corrección: Carlos Almeyda y Paula Carrillo
Versión impresa disponible en: www.cuentosdemochila.com/tienda
Contacto: cuentosmochila@gmail.com
“El auténtico viajero vive de su desgarramiento, de la tensión entre el volver-a-encontrar y el volver-a-dejar, y al mismo tiempo ese desgarramiento es la esencia de su vida, no pertenece a ninguna parte. En el todas-partes que frecuenta constantemente faltará siempre algo, es el eterno peregrino de lo carente, de la pérdida”
Cees Nooteboom
El Camino de Santiago
PRÓLOGO
“Hoy vuelvo a la vida real”, dijo un español en el desierto de La Tatacoa cuando sus vacaciones estaban por terminar. “¿Y ustedes a qué se dedican?” preguntó. Esperaba una respuesta común, tal vez una profesión o un oficio, pero mi amiga Lina contestó: “somos viajeras”. Mientras reía, preguntó de nuevo, quería encontrar el chiste en la respuesta pero permanecimos inexpresivas. Lina replicó: “en serio, vivimos viajando”.
Ella tenía razón. Los últimos tres días en el desierto no habíamos hecho otra cosa que hablar de nuestros siguientes viajes. De hecho, estábamos allí para despedirnos porque yo regresaría a México para continuar un recorrido de catorce meses que había suspendido y Lina se iría por Suramérica después de haber visto las auroras boreales en Finlandia.
¿Vivir de viaje? Lejos de ser una auténtica nómada, puedo ahora darme cuenta de lo cierta que resultaba esta premisa: mi casa materna se había convertido en un refugio vacacional y el resto del tiempo me encontraba siempre en la ruta. Además, los destinos dejaron de ser lugares por conocer y se convirtieron en historias, en parte fundamental de la existencia y la transformación personal.
Mentiría si escribiera que fui la viajera innata que un día dejó atrás su rutina y se colgó una mochila para recorrer el mundo. Fueron años de negación antes de despojarme del sedentarismo hasta que tuve la excusa perfecta para aventarme al vacío. Prevenciones, sueños cumplidos, inhibición y aprendizaje. Así fue el primer recorrido por Suramérica, nueve meses descubriendo que era posible –o no– vivir de viaje, y que las fotografías de lugares que antes parecían inalcanzables estaban abiertas a ser conocidas.
Eme, el hombre con quien emprendimos la primera parte de esta travesía, y yo, éramos novatos. Debimos aprender de la ruta, de las personas, familiarizarnos con el autostop, la hospitalidad insospechada, las habitaciones compartidas y las maneras de hacer dinero viajando. Así conocimos Machu Picchu y la Patagonia, nos emocionamos con el Parque Tayrona y con el Salar de Uyuni, recorrimos los puntos más destacados en el mapa, todos impulsores de nuevos retos. Al culminar la primera parte de este viaje –que es también la primera parte del libro–, no me hallaba de vuelta en casa, así que descubrí que “la vida real” –al menos la mía– estaba afuera, en el movimiento constante.
Partí de nuevo. Seguía temiendo a la incertidumbre, los miedos eran los mismos, pero vistos desde otra perspectiva tenían nuevos caudales para fluir. Nos fuimos –mi mochila y yo– con el objetivo de atravesar Centroamérica y llegar a México, además, con todos los tabúes que implica ser una viajera solitaria, lo que sería una guía hacia mis cavernosas profundidades: la segunda parte del libro.
La idea de llegar a un lugar por el lugar quedó atrás. El viaje solo por marcar los puntos en un mapa desapareció. La aventura consistió entonces en enfrentar demonios, al ego y en encontrar la tranquilidad para sobrepasar obstáculos, así como la felicidad en medio de esa búsqueda. El viaje a través de América Latina se convirtió en la apertura de mi ímpetu femenino dentro de un contexto nómada.
Descubrí que amo viajar. Aparentemente es irracional porque así como me ha hecho feliz a la vez me ha hecho llorar, pero estoy enamorada de la vida semi-nómada. La acción de tomar la mochila y largarse no es en sí misma transformadora, no puedes huir de tu esencia así estés al otro lado del mundo, pero estar en movimiento provee otra perspectiva y te lleva a encontrarte contigo y con los otros, pues, como alguna vez lo dijo Henry Miller, “nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas”.
NACIONALIDAD: COLOMBIANA - GÉNERO: FEMENINO
Minutos dilatados, calurosos, angustiantes. Una agente de migración me llevó a una oficina de vidrios polarizados, sucia, demacrada y con un viejo de gafas oscuras sentado tras un escritorio desordenado.
“¿Cómo vivirá en México de turista?”, me preguntó el tipo, que era un experto para intimidar y convertir verdades en falacias y viceversa. Tenía el poder de voltear toda palabra en mi contra.
Fue un largo interrogatorio.
Me exigió contestar con monosílabos. Hizo anotaciones en su libreta que no tenían nada que ver con lo que pretendí decir. Asumió respuestas y se atrevió a lanzar juicios: “es obvio que usted, señorita, viene para otra cosa”. “¿Qué cosa?”, no respondió.
Luego de diez tortuosos minutos, dijo que se quedaría con mi pasaporte y tomaría una resolución. “¿Una resolución de qué?” pregunté. De nuevo, no contestó.
Alegué que era un abuso lo que estaba sucediendo. Él reiteró que tomaría una decisión y que mi pasaje de salida de México, meses después, era prueba suficiente de mis supuestas intenciones ilegítimas. Dicho eso, me obligó a salir de su oficina.
Pedí una llamada para avisar al consulado o a mi familia. El tipo aseguró que ya se habían comunicado y me recomendó no cuestionar ni alebrestarme con la autoridad, ¿autoritarismo?
Acto seguido, fui llevada a una sala en la que me hicieron quitar los aretes, las pulseras y cualquier accesorio. Hasta los cordones de los zapatos. También los aparatos electrónicos e incluso otros documentos, como la cédula, el pase para conducir y la tarjeta débito.
Intenté obtener una explicación. ¿A dónde me llevaban? ¿Qué iba a pasarme? ¿Por qué me hacían quitarme todos los accesorios? ¿Dónde estaba mi pasaporte? Nadie se hizo cargo de la situación: “no respondo preguntas, yo hago inventario de sus cosas”.
Me obligaron a dejar el resto de mis pertenencias en una silla para luego conducirme hacia una especie de celda. Había algunos colchones en el piso, por lo menos seis cámaras que apuntaban a todos los ángulos y un baño putrefacto. Allí estaban otra colombiana, una cubana y una africana de quien no entendí su nacionalidad.
“No te van a dar comida y es mentira que le han avisado a tu familia que estás acá. Tienes que esperar a que te saquen cuando se les antoje”, terminó por sentenciar la cubana.
Si la idea de estos agentes era levantar un muro invisible para cortarnos las alas, no tenían idea que los límites se pueden derribar porque solo existen en nuestra mente.