Creo que responder a esta pregunta me conducirá a resumirte la historia de mi vida; por lo menos, de mi vida profesional. Estoy convencido de que estudié Psicología para descifrar este misterio. Es más, escribo este libro con la misma intención. Ya me dirás, cuando termines su lectura, si estás más cerca de la respuesta.
La etapa del conductismo
En el año 1984 inicié mis estudios de Psicología en la Universidad de Gerona. Por aquel entonces no era posible terminar la carrera en mi ciudad natal. Allí realicé los tres primeros cursos y los dos últimos los completé en la Universidad Autónoma de Barcelona, en Bellaterra. Me especialicé en psicología experimental, pues me fascina la investigación, y mi prácticum no lo desarrollé con personas, sino con ratas, en el Laboratorio de Psicología Básica. De mis profesores aprendí teorías psicológicas; de mi maestro, Ramón Bayés, aprendí a apasionarme con la psicología, y de las ratas, metodología. Siempre les estaré eternamente agradecido. Lo que más me ha ayudado a abrirme camino en la vida ha sido, precisamente, cuanto me enseñaron. La mezcla de la metodología y de la pasión ha marcado mi forma de interpretar la psicología.
Te cuento mis antecedentes para que entiendas mi primera respuesta a la pregunta que da nombre a este capítulo: la conducta de las personas está regulada por sus consecuencias. El condicionamiento operante de Burrhus Frederic Skinner hizo mella en mis convicciones.
Durante mi época de estudiante me gustaba ir al cine. En especial, me gustaban las comedias. Procuraba ver todas las películas de este género que había en la cartelera. Si soy sincero, debo confesarte que la mayoría me decepcionaban. A pesar de los desengaños, seguía acudiendo a las salas cada vez que se estrenaba una comedia. Y es que, muy de tanto en tanto, una de las comedietas que veía me fascinaba. No había una regla fija (de cada cuatro películas que veía, una me encantaba), sino que era aleatorio. Tanto podía ver siete bodrios consecutivos como dos obras maestras seguidas. Estaba enganchado a las comedias porque la industria cinematográfica me había sometido a un programa de reforzamiento intermitente, idóneo para el mantenimiento de una conducta. Skinner, de nuevo, tenía razón. Era así de sencillo.
Mientras estudiaba Psicología en Gerona, jugaba a tenis de mesa. Mi objetivo era probar la élite de este deporte. Pronto advertí que esa meta no era realista: no estaba dotado para el ping-pong. Y, por más que entrenaba, mi progresión no alcanzaba a llamarse élite. Entonces tuve una idea: puesto que yo no llegaría, ayudaría, con la psicología que estaba aprendiendo, a que otros deportistas llegaran por mí. Esta fue la razón por la que cursé asignaturas de psicología del deporte durante el segundo ciclo de la carrera en Bellaterra.
El modelo cognitivo-conductual que se proponía para aplicar la psicología al deporte fue el responsable de mi evolución, pues este modelo cuestionaba el conductismo y me introdujo en el apasionante mundo de las creencias. Te presento mi segunda respuesta a la pregunta del millón.
La etapa de las creencias
Mi padre tiene noventa y dos años. Vive con mi hermano en Gerona, pero ocasionalmente pasa el fin de semana conmigo, en Barcelona. Convivir con él es complicado, por lo menos para mí. Su debut en la demencia, sus manías, acentuadas por la senectud, y las limitaciones físicas propias de la edad lo convierten en una persona con escaso margen para la adaptación al entorno. Es entrañable, pero muy cascarrabias. Cuidarlo no es una obligación para nosotros, sino una magnífica oportunidad para devolverle con creces todo el amor que generosamente nos ha regalado a lo largo de su vida.
Cada vez que me visita me propongo no enfadarme, ni una sola vez, con él. Jamás lo consigo. Cuanto más tardo en cabrearme, más fuerte me enfado. Cuando mi padre regresa a Gerona, me arrepiento profundamente de haberme mosqueado con él. Si bastara con Skinner para explicar la conducta, ¿por qué sigo enfadándome, si las consecuencias de estos cabreos son tan negativas para mí?