ÍNDICE
Para todas las mujeres en la plenitud de su vida.
«Los sentimientos puros que se tuvieron en la adultez se
complicaron y mitigaron, y se pagó caro
por los mismos, pero valieron todo lo que costaron».
—L AURIE C OLWIN
M e encantan las películas de adolescentes, las historias donde ves a las protagonistas crecer y tú aprendes a crecer con ellas. Películas que puedes ver una y otra vez, año tras año.
Siempre me sentí identificada con personajes de 17: Cher Horowitz de Despistados , Angela Chase de El mundo de Ángela , Joey Potter de Dawson’s Creek . Así desde que tenía 9 años, hasta el día en el que me convertí en madre.
Después me costó trabajo verme y encontrarme en las películas. Ha sido difícil encontrar un modelo a seguir en la vida adulta. Una de las cosas que descubrí a los 40 es que las mujeres necesitamos una comunidad. Sentirnos abrazadas y acompañadas mientras atravezamos distintas etapas y momentos. Descubrí que el estado de ánimo no es un modo permanente y que en los días buenos, nos podemos identificar con una persona, los regulares con otra y los malos con todas. Así en loop.
Nada es permanente, pero es más fácil verlo con perspectiva si te sientes acompañada.
Últimamente mi formato de acompañamiento favorito es el podcast y a veces un libro. Este libro es precisamente eso. Quince mujeres distintas, atravezando momentos distintos. Sus edades van de finales de sus 30 a principios de sus 50. Hablan de la soltería en la vida adulta y también de la vida en pareja, de los inevitables y abrumadores cambios físico, hasta la ropa que nos ha acompañado en distintas etapas de la vida; de los accidentes y también del duelo, distintos duelos. De tratar de perseguir una carrera hasta el infinito y de llevar un estilo de vida que pertenece más a la década de los 20 por voluntad propia. También de cómo a veces una no puede contestar ese correo tan importante, por que abrazar a su hijo en un momento específico era aún más importante. Historias tan personales, que se vuelven universales. Nos vemos en sus historias, nos escuchamos en sus voces. Nos sentimos representadas y nos solidarizamos con sus luchas, por que al final nos dejan con un cachito de esperanza.
No podía decidir cómo festejar mis 40. La semana de mi cumpleaños decidí invitar a la casa a mis amigos más cercanos. Era la excusa perfecta para reunir a mis favoritos y celebrar. No soy muy de mezlcar mundos, pero mis 40 lo valían.
Una noche antes decidí cancelar todo y escaparme a la playa. Tomé el coche y manejé y manejé. Pensé que si recorría la distancia suficiente la edad no me iba a alcanzar.
Despedí mis 30 viendo cómo se metía el sol en un atardecer que no ha sido el mejor de mi vida, pero que sí me obligó a verlo hasta el final. Cuando ya no se veía el sol, me sentí muy confundida. Algo triste y también tranquila.
Al día siguiente amanecí con un sentimiento de calma por que me di cuenta que a los 20 no tenía idea de lo que hacía y los 30 me habían atropellado. Pasé 10 años confundida, tratando de acomodarlo todo. Y el día que cumplí 40 me llegó la paz.
Ya le había dedicado diez años al caos y ahora podía sentarme a disfrutar. Sin culpa. Encontrarme en otras mujeres me ayuda a encontrar valor y apoyo y apapacho. En las historias que se parecen a las nuestras y en las que no se parecen tanto.
Mis 40 fueron un segundo coming of age . Así se siente. Y el modelo a seguir ya no es una persona. Es una comunidad, porque un día, una situación particular, un solo suceso, un sentimiento, te ves completamente reflejada en una persona y al otro quizá en ninguna, pero tienes su abrazo.
La buena vida comienza a los 40 son varios abrazos, de varias mujeres. Con realidades distintas, que han decidido compartir con nosotos diferentes momentos de sus vidas. Hay poemas y hay ensayos, hay dibujos. Distintas historias, realidades, puntos de vista y preocupaciones, pero todas nos acompañan.
Con este libro hacemos la transición, adiós Lindsay Lohan, hola Jamie Lee Curtis.
V iernes en la noche, ocho en punto, inicios de verano, ciudad de Nueva York. Estoy sentada frente a mi escritorio, el rostro alumbrado por la luminiscencia de mi Macintosh. Sobre el escritorio se encuentran los residuos de la hora, del día, de la semana, de la temporada. Está el sushi de la cena en la charolita desechable del supermercado; una taza con los restos del café de la tarde; libros y cuadernos y chequeras; plumas y bálsamos labiales y ligas para el cabello y timbres postales y aretes huérfanos y una tarjeta para el metro. Por alguna razón, hay un trillón de servilletas de papel; un módem de computadora cuyas luces centellean con la cadencia irregular y desnivelada de un soplo cardiaco; en la pantalla iluminada hay diversos documentos de Word, cada uno compitiendo por atención, no tanto entre sí, sino con la interfaz de email a la que se dirigen todos los caminos.
Es 1997. Es 2017. No importa, son los dos. En 20 años, mi vida ha dado un giro completo, 360 grados verdaderos. Es frecuente que las personas digan 360 cuando lo que quieren decir es 180. Dicen giro completo cuando en realidad están hablando de un semicírculo. Es un error extrañamente humano, como si de alguna manera no pudieran terminar de comprender el concepto de que un ser humano gira sobre su propio eje con la misma facilidad con la que lo hace la Tierra. No obstante, en mi caso es cierto. A los 47 años, y de forma descabellada, mi vida tiene el mismo aspecto que tenía a mis 27.
¿Cómo llegué a este punto? Hace casi dos décadas me mudé de la ciudad de Nueva York al Medio Oeste y después a California, donde estuve lo más cerca de sentar cabeza que quizás estaré nunca, lo que significa que me casé. El matrimonio se terminó hace casi dos años, momento en el que subí a mi coche y literalmente manejé en reversa a través de mi vida. Manejé de oeste a este, hacia atrás en el tiempo, hasta aterrizar justo donde empecé: sola en un caótico departamento de un ruidoso y viejo edificio de Manhattan, muy parecido al que ocupé en mis veintes, comiendo sushi de supermercado sentada frente a mi escritorio y haciendo mi máximo intento (sí, en viernes por la noche) por terminar un proyecto de redacción que tenía que entregar la semana pasada.
Hay algunas diferencias, pero son insignificantes. Debido a que es 2017 y no 1997, estoy escribiendo en una laptop MacBook Air y no en una Quadra 650. El módem es inalámbrico y no de conexión telefónica, lo que significa que los emails entran de forma automática y que mis oportunidades de distracción y demora por estar siempre frente a la pantalla exceden cualquier cosa que pude haber imaginado en aquel entonces. Gracias a estas oportunidades, estimo que mi nivel de atención en 2017 es de cerca del 30% de lo que era en 1997. Y, por el contrario, mi renta en aquel entonces era del 30% de lo que es ahora.
Misma vida, más renta. Ese podría ser el lema de mi vida después de los 45. Por muchos años, tuve una vida muy distinta. Tenía lo que, comúnmente, se percibe como una vida adulta, con un marido y una hipoteca y un jardín que requería de mantenimiento habitual. Hay mucho que decir a favor de esa vida. De entrada, es una fortuna que encuentres a alguien que te agrade lo suficiente como para que lo reclutes como pareja para ese tipo de hazaña. Tampoco hay modo de negar que los engranes del ajetreo diario tienden a funcionar con mayor fluidez cuando se ven engrasados por los beneficios de la vida conjunta. Jamás terminas de darte cuenta de la friega que es manejar tú solo a cada evento social al que asistes hasta que tienes a alguien que comparta la carga contigo (¿otra copita de vino? ¡Claro!). Jamás terminas de darte cuenta de la cantidad de comida que tienes por allí guardada en los estantes más altos de la despensa hasta que hay alguien que puede alcanzarla y, en mi caso, cocinarla por ti.
Pero incluso mi yo de 1997 te hubiera dicho que era bastante seguro que la membresía asociada con todos estos beneficios no iba a ser un asunto de toda la vida. Mi yo de 1997 hubiera sospechado, y con toda razón, que estos beneficios conducirían a un caso bastante grave de síndrome del impostor que de manera lenta, y muy triste, me haría encontrar el camino de vuelta a mi vida anterior. Lo que no hubiera comprendido eran las formas en que este regreso se trataba menos de una derrota que de un retorno a casa. No sabía que la vida que estaba viviendo en mis veintes, una vida que estaba segura que sería temporal, era, de hecho, la única vida posible para mí.
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