Esta obra de Margaret Mead integra una serie de tres investigaciones realizadas entre los pueblos primitivos de los mares del Sur. Tales estudios fueron llevados a cabo en distintas épocas y, si bien cada uno de ellos fue concebido, escrito y publicado como una monografía independiente, no dejan de poseer una estrecha relación de propósitos, de tema y de método que les otorga una indudable unidad. En 1939, al publicarse una nueva edición, las tres obras fueron reunidas en un solo volumen y su autora escribió un prefacio y un ensayo —titulado «1924-1939»—, destinados a prologar los tres trabajos proporcionando una visión de conjunto sobre la contribución de la antropología cultural y la psicología social para la comprensión de algunos de los problemas capitales de nuestro tiempo, y fijando a la vez el significado especial que adquieren a tal respecto sus investigaciones, tanto en el orden teórico, como en el práctico. Los tres estudios se publican por separado en la Colección Ciencia y Sociedad con los títulos de Adolescencia y Cultura, Educación y Cultura y Sexo y Temperamento; el prefacio y el ensayo aludidos aparecen en el primero de los libros nombrados por ser el que precedió a los restantes tanto en la edición norteamericana original como en la castellana.
INTRODUCCIÓN A LA ÚLTIMA EDICIÓN
UNA PERSPECTIVA
En la década de 1930 Margaret Mead introdujo en los círculos intelectuales norteamericanos una interesante «perspectiva», como ella la denominaba, el enfoque intercultural. En sus viajes por el mundo, registraba la vida de las sociedades, para luego comparar la conducta y las creencias de estos pueblos tradicionales con los de Estados Unidos. Con este nuevo enfoque antropológico arrojó nueva luz sobre los problemas sociales norteamericanos, desde el Sturm und Drang de la adolescencia hasta el creciente índice de divorcios o las tensas relaciones entre mujeres y hombres. Esta perspectiva intercultural impregna libros como Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas y Masculino y femenino.
En estos libros Mead aborda también un asunto complejo: el grado de maleabilidad de la naturaleza humana. Y en ambos defiende la idea de que la cultura, y no la biología, es la principal fuerza que define la personalidad individual.
Llegó a esta conclusión en la infancia. Como apunta en su autobiografía, Experiencias personales y científicas de una antropóloga, «En los distintos lugares en que vivimos durante mi infancia, cuando nuestros vecinos se comportaban de maneras distintas de las nuestras y diferentes entre sí, aprendía que ello se debía a sus experiencias vitales [...] de ningún modo era por el color de su piel o por la forma de sus cabezas (pág. 16)». Poco después de llegar a Nueva Guinea en 1931, a los 30 años de edad, detectó indicios inequívocos de esta flexibilidad humana. Como señaló en Sexo y temperamento, los hombres y mujeres arapesh eran «femeninos» y «antimasculinos» (pág. 155); los hombres y mujeres mundugumor eran «masculinos», «viriles» y «agresivos» (pág. 155 y 259); y las mujeres tchambuli eran el miembro dominante, impersonal y responsable de la pareja, mientras que el hombre tchambuli era «menos responsable» y se halla «subordinado desde el punto de vista emocional» (pág. 259).
Los roles de sexo en estas culturas, según Mead, divergían entre sí y tampoco coincidían con los estadounidenses. De todas estas observaciones, Mead concluía que «la naturaleza humana es maleable hasta extremos casi increíbles» (pág. 260). En una de sus recapitulaciones más célebres, lo sintetizó con este gráfico símil: «Muchos, si no todos, de los rasgos de la personalidad que llamamos femeninos o masculinos se hallan tan débilmente unidos al sexo como lo está la vestimenta, las maneras y la forma del peinado que se asigna a cada sexo según la sociedad y la época» (pág. 260).
Los datos de Mead se adecuaban a los tiempos. Hitler ascendía al poder provisto de atroces teorías raciales. El racismo y el sexismo campaban a sus anchas por América y Europa. Para contrarrestar esta tendencia, Mead aportó pruebas de que los hombres y las mujeres de todos los grupos étnicos y sociales eran inherentemente iguales; era la cultura —y no la biología— lo que explicaba la diversidad entre los individuos. El prestigioso antropólogo Marvin Harris valoró del siguiente modo las aportaciones de esta autora: «Mead, con su sagaz exposición de las diferencias culturales ante un amplio público profesional y lego [...], se cuenta entre los acontecimientos importantes de la historia del pensamiento intelectual norteamericano» (Harris, 1968, pág. 409).
Margaret Mead salió a la palestra intelectual en un momento crítico, no sólo por la complejidad de los asuntos y las relaciones internacionales, sino por el agrio debate de naturaleza versus educación. Esta controversia existía al menos desde 1690, cuando John Locke defendió que la mente humana, al nacer, es una tabula rasa sobre la que el entorno inscribe la personalidad.
La perspectiva de Locke fue objeto de furibundos ataques a mediados del siglo XIX , cuando el filósofo político y científico social británico Herbert Spencer empezó a publicar ensayos donde sostenía que el orden social humano era resultado de la evolución, y en particular era fruto de la «ley del más fuerte». Fue él, y no Charles Darwin, quien introdujo este concepto. Spencer se valió de esta plataforma intelectual para defender el capitalismo no regulado y oponerse a la ayuda estatal destinada a los pobres. Ciertas clases, naciones y grupos étnicos dominaban a otros, según Spencer, porque eran más «fuertes».
La obra de Darwin Sobre el origen de las especies, publicada en 1859, asestó el golpe de gracia. Según este enfoque teórico, el género humano evolucionó desde formas más simples en las que se introdujeron variaciones genéticas entre individuos y poblaciones a través de la selección natural. A Darwin no le interesaban las aplicaciones políticas de sus teorías. Además, el concepto de selección natural no respalda el racismo o el sexismo. Sin embargo, desafortunadamente, las opiniones de Spencer dieron en llamarse «darwinismo social».
Este dogma pernicioso se extendió a la política social. La Europa próspera, dominada por hombres, vivía el empuje de la Revolución industrial. Muchos sectores estaban interesados en justificar el capitalismo liberal, el colonialismo, el expansionismo y el sexismo. En la década de 1870, sir Francis Galton empezó a defender programas sociales específicos para mejorar la raza humana, lo cual dio origen al movimiento eugenésico. En consecuencia, en la década de 1920, unos treinta Estados estadounidenses promulgaron programas de esterilización involuntaria para evitar la reproducción de los disminuidos psíquicos o los criminales. Asimismo se aprobaron leyes estrictas de inmigración para reducir la afluencia de inmigrantes que podían portar defectos genéticos. Tampoco escaseaban las voces que sostenían que las mujeres, durante mucho tiempo consideradas inferiores a los hombres, eran biológicamente el sexo débil.