Índice
Para las que han sido,
son y serán las mujeres de mi vida
INTRODUCCIÓN
En su lecho de muerte, mi abuela me cogió la mano y me hizo prometerle que algún día me casaría y tendría hijos. Andaba preocupada la mujer porque por entonces yo ya rozaba los treinta años y acababa de dejarlo con un noviete. Tiempo antes llegó incluso a pensar que yo era lesbiana porque me había ido a vivir con una amiga. Le pareció rarísimo cuando se enteró de que me iba de casa de mis padres para compartir piso con otra chica. Estaba convencida de que aquello tenía que ser una tapadera. Yo me reía de estas ocurrencias, igual que me reí, entre lágrimas, cuando por fin le prometí que sí, que algún día formaría una familia. Como mujer, para ella eso era lo único que importaba: encontrar un marido y tener hijos.
De momento voy por el buen camino. Aunque no quiero casarme, tengo novio y unos cuantos óvulos congelados. Sin embargo, si mi relación se fuera al garete y nunca tuviera descendencia, para mí no sería el fin del mundo. Sería capaz de encontrar la felicidad en otros muchos aspectos de la vida. No porque yo sea una mujer más completa que mi abuela, sino porque mi educación y mi contexto histórico han sido radicalmente distintos a los suyos. Incluso si llego a formar una familia, mis hijos y su padre serán solo un planeta de todo mi universo, eso sí, probablemente el más importante. Sin embargo, habrá otros muchos que también me proporcionarán alegría y satisfacción: mi trabajo, mis múltiples hobbies, mis amigos, mi independencia financiera, mi sexualidad, mis momentos de soledad y, por supuesto, mis viajes.
Ha sido, precisamente, durante mis aventuras a lo largo de los cinco continentes donde he podido ver con mis propios ojos que, aparte del de mi abuela y el mío, existen otros muchísimos estilos de vida. En ocasiones, impuestos; en otras, elegidos libremente. Gracias a mi curiosidad y a las posibilidades que me ofrece mi trabajo he podido conocerlos desde dentro. En los setenta países que he visitado —algunos de ellos varias veces—, he conocido a muchas personas que me han deslumbrado, tanto hombres como mujeres. Sin embargo, han sido sobre todo mujeres quienes han conseguido inspirarme, quizá porque con ellas me he sentido más identificada. Muchas me han ilustrado con sus ideas, que en ocasiones he llegado a interiorizar hasta hacerlas mías. Otras tienen valores radicalmente opuestos a los míos, pero han querido compartirlos conmigo para ayudarme a entender por qué piensan así.
Este libro, escrito en primera persona, es un viaje por las vidas de quince mujeres a las que he tenido la suerte de conocer en persona. El viaje, que arranca en el norte de Europa, recorre Asia, Estados Unidos, varios países de América Latina, el África profunda, Oriente Medio y, por fin, España, donde empezó.
Cada capítulo cuenta, a través del testimonio de sus protagonistas, cómo es ser mujer en distintas partes del globo, abordando temas muy diversos que nos preocupan a todas, sea cual sea nuestro origen: el amor, la vejez, el sexo, la igualdad de género, el empleo, la conciliación familiar, la fe... Mirar estas cuestiones con los ojos de otras mujeres, todas ellas con perspectivas tan diferentes a las mías, me ha ayudado a tener una visión más amplia y abierta de la realidad. Ojalá las lectoras —y algún que otro lector— que se detengan en estas páginas, disfruten tanto como yo lo he hecho y se enriquezcan con las distintas culturas del maravilloso mundo en el que vivimos.
—Ven, Verónica. Te voy a enseñar las aulas de cocina —me anuncia Ragnhild en un perfecto inglés, mientras me conduce por los pasillos del colegio donde es profesora.
—Anda, qué curioso. ¿Impartís clases extraescolares de cocina?
—No, no. De extraescolares, nada —me corrige ella—. Aquí en Noruega hay una asignatura obligatoria que se llama Nutrición y Salud y la reciben los niños de seis a catorce años de todos los colegios, ya sean públicos o privados. Y uno de los conceptos clave es que aprendan a cocinar.
Ragnhild me lo cuenta con cierta satisfacción. Se nota que está orgullosa de su país y del sistema de educación noruego. Tiene cincuenta y un años, el pelo rubio y largo, la tez muy clara y una nariz ancha. Es alta, fuerte y muy guapa. Aunque su semblante es serio, resulta una persona agradable y paciente. Apenas la conozco aún, pero me da la impresión de que tiene mucho mundo interior. Nos ha presentado una amiga común; una compañera suya de trabajo gallega que reside en Noruega. Además de pedagoga, Ragnhild es economista e historiadora, lo que le ha permitido involucrarse en todo tipo de proyectos en muchos lugares del mundo: desde trabajar dando clases de teatro en un campo de refugiados en Líbano hasta grabar un documental sobre la guerra civil en Guatemala. Y lo ha hecho al mismo tiempo que criaba a sus tres hijos. Ahora ejerce como profesora tanto en la UIB, la Universidad de Bergen, como en este colegio de la misma ciudad.
—Mira, ya están entrando los alumnos de segundo de secundaria —Ragnhild señala a un grupo de adolescentes rubios y de piel blanca—. ¿Te apetece presenciar una clase de cocina en noruego?
—No voy a entender nada, pero si tú me haces de intérprete, vale...
Al llegar a la puerta, veo que los alumnos están quitándose los zapatos para cambiarlos por unas sandalias específicas para esa aula. A continuación, todos se lavan las manos en un lavabo y luego se colocan unos delantales. Ragnhild me presenta a la profesora que va a impartir la clase y, cuando esta me invita a entrar, descubro una gran sala con varias estaciones de cocina instaladas. Cada una de ellas está compuesta por horno, vitrocerámica, fregadero y una encimera con diversos utensilios. Rápidamente, los estudiantes, repartidos por grupos, se sitúan en las distintas zonas de trabajo y dan comienzo a sus tareas.
—Hoy van a preparar bidos, que es un guiso típico hecho con reno, ¿ves? —explica Ragnhild en referencia a un chico que está cortando un lomo de carne con cierta dificultad—. Muchos de los platos que aprenden a elaborar son las recetas tradicionales noruegas.
—¿Y dices que esta materia es obligatoria aquí en Noruega? Si es que nos sacáis ventaja en todo, incluso en esto. Y mira que España está a la cabeza del mundo en gastronomía —digo mientras observo cómo la profesora enseña a usar la mandolina a una de sus alumnas—. A nosotros también nos vendrían muy bien este tipo de clases para conservar el recetario tradicional, que es parte de la cultura de nuestro país y que desgraciadamente se está perdiendo.
—Sería lo suyo. En España se come muy bien —admite Ragnhild guiñándome uno de sus bonitos ojos grises—. Pero, más allá de eso, el propósito es que los alumnos consigan ser autosuficientes. La educación noruega está muy enfocada a que cada ciudadano sea libre, autónomo y no dependa de nadie para su día a día. Por eso hay muchas asignaturas optativas que van en esa línea, como carpintería, costura, economía doméstica o cultivo del propio huerto.
Me encanta la idea de que niños y niñas aprendan desde pequeños a llevar las cuentas de casa, a cogerse el bajo de un pantalón y a reparar una puerta rota, sin distinguir entre las tareas que históricamente han sido propias del hombre o bien propias de la mujer. Me planteo si esta es una de las razones de que en Noruega la igualdad de género no sea una entelequia, sino una realidad. ¿Qué piensa Ragnhild al respecto?
—Sin duda, ese es uno de los motivos de que aquí haya paridad, pero no el único. —Va lavando unas zanahorias que entrega a un estudiante —. En ello también tienen mucho que ver nuestros orígenes. En Noruega nunca ha habido nobleza; toda la población ha pertenecido desde siempre a la clase trabajadora. Mientras los hombres pescaban, las mujeres se ocupaban de las granjas, además de cuidar a los niños, claro. Las labores físicas no las desempeñaban solo los varones.