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Lucrecia Pérsico - Mujeres maltratadas, testimonios reales

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Lucrecia Pérsico Mujeres maltratadas, testimonios reales
  • Libro:
    Mujeres maltratadas, testimonios reales
  • Autor:
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    Editorial Libsa
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  • Año:
    2021
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Mujeres maltratadas, testimonios reales: resumen, descripción y anotación

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Aunque los patrones están cambiando y en cada sociedad el maltrato se combate de una manera, la violencia física o psicológica no suele comenzar repentinamente, sino que es un tortuoso camino para las víctimas en el que primero se impone el desprecio, el control, el aislamiento o el chantaje, luego el insulto o las amenazas y por fin, el daño físico.

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Contenido

Introducción

En los últimos años la violencia doméstica ha saltado a las páginas de los periódicos, a los programas de radio y de televisión, y ocupa un lugar importante en las conversaciones cotidianas de hombres y mujeres. En ocasiones, se trata de comentarios acerca del último suceso luctuoso en el que una vida se ha perdido a manos de un agresor, y en otras, de la difusión de medidas que los diferentes gobiernos toman día a día a fin de erradicar este mal que, de estar encerrado en el ámbito de las relaciones íntimas, ha pasado a ser considerado como un grave problema social.

Por el silencio que se mantuvo acerca de la violencia doméstica durante tantos años, podría pensarse que el problema es una plaga moderna, propia de este periodo, ya que las primeras referencias a la violencia doméstica se encuentran en el último cuarto del siglo XX.

Pero lejos de ser un fenómeno nuevo, la violencia doméstica ha estado vigente durante siglos, sostenida por la idea imperante de que aquello que sucedía en el seno de un matrimonio era algo de índole estrictamente privada al que no tenían acceso jueces ni policía.

Hoy se entiende que éste es un hecho que acarrea depresión, enfermedad, altos costes a la seguridad social y muerte de un gran número de ciudadanos, sobre todo del sexo femenino, que propicia el desarrollo de generaciones que utilizarán la violencia como forma de resolver sus conflictos y que, por tanto, no puede quedar circunscrito en el estrecho límite de lo privado, ajeno a la intervención estatal. Es un problema que afecta a la sociedad en su conjunto y, como tal, debe ser tratado.

Los psicólogos, antropólogos y sociólogos que se ocupan de hacer investigaciones y estadísticas vinculadas a este tema aseguran que el coste social de los malos tratos es enorme. Según se estima, sólo un mínimo porcentaje de los casos son denunciados y las leyes empiezan a responder con un mínimo de eficacia a la hora de condenar a los culpables o de amparar a las víctimas.

Al hablar de violencia doméstica, la primera imagen que viene a la cabeza es la de una mujer golpeada por su marido, con el cual convive o no, o por su compañero sentimental. Se parte del supuesto que las víctimas son siempre femeninas y los agresores masculinos. Pero aunque es verdad que una gran parte de las agresiones físicas son producidas por hombres, lo cierto es que la violencia no tiene sexo, que las mujeres también son capaces de golpear, arrojar objetos o, más comúnmente, de utilizar la violencia verbal y psicológica con sus compañeros hasta llevarlos a la depresión y al suicidio. La razón de que apenas se hable de ello es que han sido los movimientos feministas de diferentes países los que más han trabajado en la erradicación de los malos tratos a la mujer y, por este motivo, hay un gran silencio en lo que respecta a los malos tratos recibidos por el varón.

Las causas por las que se instala la violencia en una relación sentimental son variadas y complejas. En muchísimos casos, la persona que agrede padece de algún tipo de desajuste mental que, sin llegar a constituir una psicopatía, le lleva a mantener este tipo de conductas. En otras, es la propia dinámica de la pareja la que establece el clima de tensión que termina con palizas, golpes y muerte.

El feminismo hace responsable de este problema al sistema patriarcal, al machismo, que coloca a la mujer en un lugar de inferioridad con respecto al hombre; sin embargo, muchos autores difieren de esta opinión y creen que los hombres violentos con sus parejas son emocionalmente desequilibrados y que se sienten con derecho a cometer esas agresiones porque están amparados por el sistema patriarcal. Es decir, no son violentos porque sean machistas sino que el machismo les permite justificar su violencia.

Aún hay mucho camino por recorrer para que la sociedad comprenda y supere este problema. Las opiniones son encontradas y poco a poco se va estableciendo una estrategia más acertada para combatirlo. Pero si hay algo en lo que todos están de acuerdo es en que sólo educando a nuestros hijos en el respeto, en la solidaridad, en la empatía y en la igualdad se hará posible que las futuras generaciones vean la violencia doméstica como un problema del pasado.

Los malos tratos

No puedo decir claramente de dónde me viene la idea, tal vez de las conversaciones de mi madre con mis tías en el patio en las tardes de verano, o quizás de las películas y novelas que devoraba en la adolescencia, pero lo cierto es que siempre supe que para tener a un marido contento, es esencial saber hacerse la tonta. Claro que ahora, reflexionando, me digo que eso de «tener un marido contento» así, con esas mismas palabras, también lo habré aprendido de las mismas fuentes porque a mi edad y después de la experiencia vivida, no me lo plantearía de ese modo sino, más bien, como «tener una feliz relación», «compenetrarse el uno con el otro», «ser solidarios», etc.

El caso es que cuando conocí al hombre con el que me casé aún no tenía las cosas tan claras; pensaba que debía permitir que él se sintiera superior, que me protegiese aunque no fuera necesario, que me explicase pacientemente las cosas y que, sobre todo ante terceros, no mostrara mis méritos, no fuera cosa de hacerle sombra. Pero no es exacto que lo pensara, no, eso hubiera sido hipocresía; lo tenía grabado en alguna parte de mi cerebro y esos preceptos me hacían funcionar automáticamente, como un programa interno que me empujara a ver algo tan absurdo como si fuera la cosa más natural del mundo.

Es cierto que Rafael me encandiló; era tan guapo, tan divertido, tan simpático... Congeniamos enseguida porque teníamos las mismas aficiones: a los dos nos gustaba el campo, leer, jugar al tenis y viajar.

Por aquel entonces él trabajaba como auxiliar administrativo y yo estudiaba derecho, sacando por cierto muy buenas notas, y aunque todos me decían que no duraríamos juntos porque éramos demasiado diferentes, me fui a vivir con él cuando acabé mis estudios y, a los seis meses, nos casamos.

Con el tiempo empecé a sospechar que el hecho de no tener un título universitario le hacía sentir mal, le provocaba cierto sentimiento de inferioridad. Lo que me dio la pista fue el desprecio con que hablaba de la gente que había terminado sus estudios, de quienes tenían una profesión. A menudo recalcaba que la facultad no servía para nada, que la gente inteligente no se somete a una disciplina como si fueran párvulos o que para terminar cualquier carrera, la que fuese, lo único que se necesita es empeño y no cerebro, como se suele creer. Esta opinión también la utilizaba para desvalorizar a los que habían sido mis amigos durante años y yo suponía que eso era porque no se sentía a su altura, porque tenía miedo a evidenciar su nivel cultural más bajo. Estaba segura que esa era la razón que le llevaba a decir que eran tontos o engreídos. Asumiendo que su presencia le hacía sentir mal, fui alejándome de ellos.

Nuestras salidas se limitaban a las visitas a su familia y a algunas cenas o reuniones con sus compañeros de trabajo o con personas que conocía desde antes de casarnos. Otro detalle que también había notado desde un principio fue que cada vez que me preguntaban algo relacionado con mi profesión se ponía enfermo. Si decidía ignorar su incomodidad y, por educación, respondía a las preguntas o me quedaba hablando del tema, a la hora de llegar a casa me acusaba de dejarle solo, de acaparar la atención, de querer ser protagonista a toda costa, de humillarle o cosas por el estilo que me dolían porque no creía merecerlas.

Para no causarle ningún sufrimiento, y para evitar que surgieran conflictos entre nosotros, aprendí a mantener la boca cerrada y supongo que, a juzgar por mi actitud en las reuniones, más de uno habrá pensado que yo era la típica niña mona, simpática, pero tonta; es decir, la esposa perfecta.

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