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INTRODUCCIÓN
MIS TECHOS DE CRISTAL
Hacía cinco grados cuando me desperté esa mañana. Cualquier otro 9 de julio no me habría preocupado la temperatura. Pero el día anterior a este 9 de julio de 2020 me habían invitado a ir a la Quinta de Olivos para el acto del Día de la Independencia que encabezaría el presidente Alberto Fernández. Esa mañana, mi primera preocupación era bien terrenal: qué ropa ponerme sin saber si el evento iba a ser al aire libre o no, y pedirle a mi mamá esa escarapela linda que tiene, «la de brillitos».
Mi segunda preocupación, menos terrenal, era qué mensajes transmitir si tenía la oportunidad de tener la atención del presidente algunos instantes. No sabíamos todavía el formato de nuestra participación como representantes del sector empresarial, pero me habían dicho que quizá tendríamos una reunión. No sabía yo que a la postre me terminaría(n) sentando al lado del presidente —a dos metros de distancia— durante su discurso y que mi principal mensaje sería mi propia presencia. La escena buscaba mostrar unidad ante el desafío de la pandemia: en las pantallas virtuales, veinticuatro gobernadores; alrededor del primer mandatario, los líderes de las cámaras empresarias del G6, un líder sindical de la CGT… y yo, la única mujer en la imagen.
La precuela, un tiempo antes, fueron las críticas que habían nacido del propio seno del gobierno a algunas fotos de reuniones dirigenciales en las que no había mujeres. Integrantes del gobierno hicieron públicas esas críticas y crearon un colectivo llamado Mujeres Gobernando para impulsar la agenda de paridad de género en la gestión. Ante las críticas, el presidente reaccionó dando espacio a esa agenda y admitiendo que se sentía «incómodo» en reuniones/fotos en las que había solo varones.
Apenas terminó el acto, mi teléfono ya era un hervidero. Quienes no me conocían querían saber quién era. Quienes me conocían querían saber por qué estaba ahí. Me pasé el resto del día y los días siguientes tratando de explicar, en privado y en público, algo que ni yo podía explicar. ¿Por qué no? Porque la razón de mi presencia me excedía por completo: fui apenas emergente del cambio de época que en esa oportunidad me tocó simbolizar, como le toca a muchas otras mujeres en otros ámbitos cada día, entre ellas a las protagonistas de este libro.
Esa sensación de extrañamiento que subyace en las experiencias de «primera vez» está en la génesis misma de este libro. Un año antes, la Asociación de Fábricas Argentinas de Componentes (AFAC) —la cámara de autopartes en la que participo— me eligió para que representara al sector en el Comité Ejecutivo de la Unión Industrial Argentina (UIA). Nunca una mujer había formado parte en 132 años de esa «mesa chica»; aunque no tan chica, porque en la actualidad tiene veintiséis integrantes.
Es muy posible que esa exposición pública haya llevado a la editorial Paidós a contactarme, al principio de manera muy exploratoria, para proponerme ser parte de un proyecto editorial: «Llevo adelante una colección de libros de empresa que funciona muy bien. No tengo mujeres autoras y desde hace un año estoy buscando mujeres que quieran sumarse», escribió la editora Vanesa Hernández. Su tono era casi de resignación, como si diese el «no» por descontado. Y mi primera reacción, al principio interna, tampoco fue auspiciosa. ¿Escribir yo, un libro? El tema propuesto era genérico: el rol de las mujeres en la empresa, la agenda de inclusión y diversidad, una visión desde el management empresarial a estos temas tan en boga en nuestros días.
Mi rechazo casi instintivo de la idea me obligó a una reflexión un poco más profunda, que no solo tenía que ver conmigo sino con otras mujeres de mi generación. ¿Por qué a veces no nos animamos? ¿Por qué siempre creemos que tenemos que ser perfectas, o saber todo, o no tener fallas en lo que hacemos? La reflexión no evacuó mis dudas sobre si era yo la persona indicada para hacer un libro como el que me proponían, pero sí acrecentó mi curiosidad sobre cómo enfrentan esas mismas o similares disyuntivas otras mujeres con las que me fui cruzando a lo largo de estos años, muchas que tengo cerca, y también otras a las que fui admirando y conociendo a la distancia, por lo que otros decían de ellas. ¿Les pasaría lo mismo que a mí? ¿Cómo habrían sorteado las dudas que despierta un desafío tan aleatorio como el que se me presentaba?
Luego de casi cuarenta horas de conversación con las dieciocho protagonistas de este libro, siento que una parte de la respuesta se revela en sus historias personales. La familia, la escuela, alguna maestra, el pueblo, los amigos, los mentores son quienes habilitan sueños y ambiciones y nos empujan a avanzar contra la corriente del mandato patriarcal. E incluso, al revés; aun cuando no lo habilitan, generan algo en esa negación que permite una rebeldía creativa y movilizadora. Porque si la igualdad depende de la cultura, entonces se gesta en sociedad. El Estado tiene un rol importante —hasta fundamental— en este entramado, pero también cada uno de nosotros.
Me crié en una familia de hacedores. Mi abuelo Fernand vino al país desde Francia y fundó una empresa industrial metalúrgica de la nada, sin tener capital y sin conocimientos técnicos en la materia. Mi abuela Maidi, suizo-alemana, es una mujer híper práctica. Habla sencillo —nunca adjetiva de más—, prefiere vestirse cómoda antes que coqueta y cree que las contrariedades que se enfrentan en la vida son buenas porque refuerzan el carácter. Mi mamá Juana —Jeanne, originalmente, por Juana de Arco— se definió hace mucho como «industrial», así a secas. Eso ponía cuando salíamos del país en la tarjeta de migraciones: no «empresaria», sino «industrial». Con la muerte temprana de mi abuelo, mi madre lideró la empresa familiar y hoy, gracias a ella, les damos trabajo a más de quinientas personas.
Cuando me preguntan cómo es sentarse con veinticinco varones en una mesa de veintiséis no puedo evitar pensar en ella y soy plenamente consciente del privilegio que supone haber sido criada por una mujer poderosa que empodera a otros —mujeres y varones—. Mi mamá es fuerte como son fuertes muchos hombres de negocios, solo que ella es mujer y entonces la descripción estereotipada clásica dice que tiene «un carácter fuerte», en el mejor de los casos. Para mí, ella es simplemente una industrial más.
Mi papá, Guillermo, era otro hacedor en la familia. Se dedicaba a la producción agropecuaria, amaba la Geografía. Juntos recorrimos gran parte del interior argentino. Falleció hace tres años, y además de miles de recuerdos me dejó dos enseñanzas fundamentales: la conciencia de haber nacido en un contexto privilegiado —«que porque la suerte quiso vivís en un primer piso de un palacete central», citaba el tango— y que el conocimiento que más vale no viene de la academia, sino de la calle.