© 2008, Mercedes Castro Díaz
Para Clara,
por la hora de las risas.
No se llega media hora tarde.
Tenía que haberse levantado a las 7:00, pero eran las 7:33. Y sabía que llegaría tarde, claro, como siempre, las mujeres con el secador y pintándose la pestaña ya se sabe, je, je, diría el estúpido de la puerta al verla llegar.
La media hora tarde de siempre. ¡Si es que has nacido media hora tarde!
Y la llamarían impresentable.
No se llega media hora tarde. Y punto.
Se preguntó quién haría las leyes que no hace nadie, esas que no votan los políticos ni son herencia de dioses justicieros o romanos fosilizados. No se llega media hora tarde. Qué media hora, ¡cuarenta mi-nu-tos!
A ver, reflexionó mientras se arrastraba bostezando al baño, ¿por qué se puede llegar veintisiete minutos tarde y estar dentro de lo legal pero no media hora o cuarenta y dos y pico, por ejemplo? ¿Quién coño fijó el límite de lo decente en treinta minutos?, ¿quién? ¿Qué juez? ¿Qué rey?
Otra Ley de Oro: No se dicen tacos.
Bueno, sí, los machos morenos de tríceps musculosos con un par pueden mirar de arriba abajo a las nenas y calificar, según su cuestionable criterio, a las pijas monas de «princesitas» y a las demás pobres mortales de «churris» sin que se inmute nadie, y bien que dicen tacos al volante o viendo al equipo de sus amores, es un suponer. Pero tacos, lo que se dice tacos, más allá del «jolines» y del «caray» las nenas no. Que eres una señorita. Vaya.
Y hay que joderse.
¡Joder! Y se pilló el dedo con la puerta al salir y se cagó en su madre, en su padre y en el colegio de monjas, sí, qué pasa, y entró en el ascensor refunfuñando y pensando qué mierda de día, y eso que acababa de empezar y ya se había meado la gata fuera del cajón y se escapaba la leche del cazo, toda desparramada y quemada en el fogón, y ya imaginaba después a Ramón que a ver para qué te regaló mi madre un microondas que le costó un güevo en El Corte Inglés, que menos mal que llevaba la Visa Platino, que dice que fue verlo y pensar mira tú lo bien que le viene a la paleta esta que está con mi hijo para que no se le salga la leche, que luego, como es tan liberada y tal, deja la cocina hecha un asco y le va a tocar fregar a él, que es tan sacrificado, angelito, y llega antes a casa y se lo come todo, y pobrecito mi niño.
Sí, eso. Pobrecito el niño. Y mientras sale con la cazadora a medio poner, no vaya a ser que le vea la pipa el portero, y chupándose el dedo lastimado y buscando las llaves del coche, todo al mismo tiempo, el pobrecito de Ramón se queda roncando a pierna suelta con la boca abierta de una cuarta y qué mono, que diría quien yo me sé. Si parece un conejo, señora. Y luego se levantará tranquilamente y se tomará su Cola-Cao, que es que el café es malo para su cuerpo Danone y hay que cuidarse, que a ver adónde vas tú con esos michelines, y mira qué celulitis, y mira también qué culo la Beyoncé, ya podías estar así, y lo acompañará con medio paquete de pan de molde con mermelada del delicatessen que está tan buena, cariño, venga, si es de cerezas, toma una cucharadita, tonta, y qué más da si engordas un poco, si a mí me gustas estés como estés, y luego que dónde la has puesto, que ya me la has acabado, claro, como te despiertas antes, qué morro, y cuando me levanto yo ya no queda y cómo llego al bufete con el estómago vacío y vete tú a comprarla al Centro, que te pilla mejor. Cómo que no, cojones, si para una vez que te pido un favooor… Menuda egoísta estás hecha.
Eso. Pues menos mal que no dice tacos el niño, no, que es muy fino y muy leído. Aunque podría decirlos si él quisiera, que conste, que para eso es un hombre hecho y derecho con su carrera sacada, que no me voy a cansar de repetirlo, lo que pasa es que lo tengo muy bien educado. Sí, lo que usted diga, señora, igual se cree también que tiene el paquete mejor puesto que nadie y todo el resto. Ja. Y qué más. Que no finjo orgasmos. Qué va, querida. Me daría cuenta.
Cuando está llegando al coche instintivamente comprueba que el póker y las esposas están en su sitio y nota un pinchazo al mover el brazo, junto a la axila, y se acuerda con miedo del bulto que hoy, otra vez, ha vuelto a palpar en la ducha, medio dormida aún pero allí, pequeño como una lenteja, debajo del pecho, muy cerca de donde acomoda siempre la pistola. Y en el atasco, entre la música de la radio y la estridencia de las bocinas y su propia voz que mienta a gritos a la vieja del estúpido que conduce el Mercedes de atrás, siente latir esa venita casi inexistente que tiene en la sien y que es la que marca su miedo. Lo sabe. Y le jode.
Tener miedo jode, piensa, y no puede evitar acordarse de su madre aquella tarde, despidiéndose con la mano mientras los celadores se la llevaban en la camilla y esto va a acabar pronto, no te preocupes, pinchiña, y reza mientras tanto por mí. Y ella diciendo joder, mamá, si sabes que no rezo, y los ojos llenos de lágrimas y temor, corrigiendo en una sonrisa de circunstancias el adiós no, hasta luego, y las tres interminables horas de espera en la habitación del hospital recitando como una imbécil la misma oración siempre porque no le salía otra. La única que pudo recordar, la que le parecía menos ridícula, más pura, menos interesada. Y ya veía ahora en el coche, más allá del parabrisas y el tráfico, a su médico diciéndole por entre esa mirada paternal que se pone para las malas noticias que no hay nada definitivo, es necesaria una exploración más profunda, nuevos análisis, mamografías… Pero no hay de qué asustarse todavía. Usted parece una mujer fuerte. Vamos, una muchachita tan valiente.
No. Claro que no.
Otra Ley Sagrada que a ver quién inventó: Los polis no pueden tener miedo. Por qué. Es más: por qué las mujeres policía deben parecer Ángeles de Charlie y ser más duras que la teniente Ripley, a ver, por qué.
Y es que estaba harta del venga no seas tonta si es todo mentira del espabilado de Ramón, tan ufano él sólo por el respingo, el escalofrío y el acurrucarse junto a su pecho en las películas de terror. Pues bueno, pues sí, pues ya sé que es mentira, y también que las cucarachas son bichitos inofensivos que no te van a comer, miedosita, pero da la casualidad de que prefiero que las mates tú, mira qué cosa, y no ser yo quien se levante a medianoche a echar el cerrojo y que te coja el frío a ti de paso. Hay que ver qué cobardía.
Porque para algo tendrán que servir los hombres. Para calentar los pies en las noches de invierno, para abrir los botes de conservas, para abrazar y consolar cuando se siente la angustia tras la pesadilla y te persiguen los bichos allá donde vayas y estoy sola y no me cubre nadie y sin darme cuenta estoy gritando y temblando. Y si no está entonces a tu lado en la cama prestándote su seguridad y ya pasó, mi vida, fue un mal sueño, pues a ver. Porque para comprar la mermelada, para eso, ya estoy yo. De gilipollas.
Y llegando a comisaría la idea que sigue dando vueltas en la cabeza y el pánico en el estómago. Qué hacer. Otra vez médicos que cosen y remiendan como a mamá y Ramón histérico, dándolo todo por perdido y qué va a ser de mí sin ti. Qué valiente. Pero si ni siquiera me han reconocido aún.
Y la pregunta: ¿hay antecedentes de cáncer en su familia?
Y el jefe, qué mal momento, precisamente ahora, con el trabajo que tenemos y justo antes de Navidad. Y también los compañeros en el bar cuando no estuviera presente, si ya te lo decía yo, las mujeres no valen para esto, colega, y qué blanditas que son, luego va de borde por la vida y mírala ahora, llorando como una Magdalena en el hombro de su abogaducho. Y los comentarios groseros, si te tocara yo las tetas bien tocadas y no con guantes, como tu Señor Letrado, ya verías lo que te encontrabas y lo que no, muñeca.
Página siguiente